por László Erdélyi
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Periodista y activista por los derechos de la mujer, la catalana Mónica Bernabé acaba de completar el relato de su experiencia afgana con un segundo libro, Crónica de un fracaso, que comienza en 2012 y finaliza en 2023, ya con el retiro total de las fuerzas armadas internacionales y bajo gobierno talibán. Su libro anterior, Afganistán, Crónica de una ficción, cubrió su experiencia en el entre el 2000 y el 2012. De forma paradójica llegó al país bajo dominio talibán, y se retiró de él también con los talibanes. En el medio ocurrieron muchas cosas, entre ellas el 11/S, la presencia militar norteamericana persiguiendo a Osama bin Laden, la caída de los talibanes, la llegada de otros países y organismos internacionales con sus militares y cooperantes, la implementación de proyectos para mejorar la vida de los y las afganas a base de millones de dólares, y la idea —siempre equivocada— de que se podía exportar la democracia occidental a Afganistán.
Con su primer libro Bernabé instaló una mirada otra, diferente, que descolocaba. Allí denunciaba que el estereotipo de mujer afgana con burka que las occidentales denunciaban a gritos no hacía más que dañar a quienes pretendían ayudar. Es el gran problema de esta época: los bienpensantes de redes sociales calmando su conciencia mientras postean fotos de mujeres tapadas de pies a cabeza, y piden a gritos que las destapen sin interesarse en lo más mínimo por lo complejo de las circunstancias. En Occidente no sabían —ni les interesaba saber— que en ese mundo tribal y atado a tradiciones ancestrales el burka las protegía de la violencia del macho, pues era la única barrera aceptada por ellos cuando ellas decidían salir de su hogar y alejarse de la protección de su hombre —esposo, padre, hermano—, en una cultura que las ha invisibilizado y quitado casi todos sus derechos. A pesar de que ellas, en el ámbito doméstico, hacen absolutamente todo. Para cambiar eso había que entender, conocer, informarse. Estar cerca del dolor, del ser humano, y recién ahí empatizar.
Derrotas varias. Bernabé llegó a Afganistán como periodista freelance del diario español El Mundo. Su estadía más larga fue de ocho años, entre el 2006 y el 2014. Fundó la Asociación por los Derechos Humanos en Afganistán (ASDHA), una ONG dedicada a ayudar a las mujeres afganas que ella presidió durante quince años. Siempre mantuvo contacto con las demás organizaciones de mujeres y sus activistas, viajó por todo el país, y se expuso a todos los peligros imaginables, no solo por ser mujer sino también por ser extranjera.
Crónica de un fracaso es, entonces, el relato de dos derrotas, la que produjo una cultura histérica que grita de lejos pero no se compromete, y la propia. Siente que no pudo sacar de la miseria a sus afganas, que todo ha empeorado, y sigue cargando hoy con su dolor, pues las conoció, vivió con ellas, las amó y se empapó de su sufrimiento y frustración como una esponja, en un contexto de guerra y de riesgo personal enorme, cotidiano. Porque es un país difícil para vivir, uno donde no funcionan las tarjetas de crédito, no tiene cajeros automáticos y los atentados con bomba son cotidianos. Pagó, por eso, un precio muy alto. Con inusual honestidad relata su quiebre psicológico, sus depresiones, su deriva por consultorios de psicólogos y psiquiatras, y su medicación de varios años. Esa batalla, la de la enfermedad mental, supo darla con coraje, sabiendo que es algo de lo que la cultura occidental también huye, ocultándola o evitando nombrarla. Al revelarla, se pone del lado de todos los que sufren y callan por temor a que les cuelguen el rótulo de “medicados”, con todo lo que ello conlleva a nivel personal y laboral, pues se aísla y se estigmatiza en lugar de contener.
Otro problema que la acosó en aquellos años y hasta hoy, es la crisis del negocio periodístico. El pago por sus colaboraciones como freelance bajó drásticamente. Eso la sumió en una crisis económica personal difícil. Además, lo que escribía desde el terreno, con el mayor profesionalismo, perdía frente a los estereotipos, los influencers y las fake news, ahora predominantes. Eso agravó más la sensación de derrota y de lucha sin sentido.
Casamientos. “En Afganistán me había acostumbrado a cubrirme el cabello con un pañuelo negro cuando salía a la calle y a vestir un chapán del mismo color. Era una especie de bata que llegaba hasta los pies y se abotonaba por delante para no marcar las formas del cuerpo. Nadie me había obligado a hacerlo, pero yo sabía que con esa indumentaria islámica pasaba totalmente desapercibida, y eso me facilitaba los movimientos” recuerda. Y luego, como un tropel, otros recuerdos dolorosos de aquellos años. Por ejemplo el caso de su mejor amiga, Azita Rafah, que había sido diputada en el parlamento afgano durante la primera legislatura. En su libro anterior, Crónica de una ficción, Bernabé relató su historia utilizando un nombre ficticio, Roya Ahmed, para protegerla. Tenía cuatro hijas, era universitaria, hablaba seis idiomas y era una figura pública conocida, pero estaba desesperada porque en cualquier momento su esposo decidiría casarlas, a pesar de su corta edad. Azita vestía a una de las niñas como un varón, práctica común en Afganistán cuando faltan varones en la familia, pues eso le permite al “niño” moverse con mayor libertad, entre otras ventajas. Su caso apareció en un libro de una periodista sueca, Las niñas clandestinas de Kabul. Cuando el mismo se presentó en Estocolmo, Azita fue invitada al acto. Pidió visados para ella y sus cuatro hijas, con poca esperanza. Pero se los dieron. Viajó con una pequeña valija para aparentar que estarían solo unos pocos días. Al llegar pidió asilo, se lo concedieron, y su esposo quedó furioso, tiró sus cosas a la basura y vendió el resto. La niña volvió a vestir de niña por voluntad propia. Pero la historia no termina ahí. Bernabé le quita épica al relato y sigue con los claroscuros de la adaptación de Azita y sus hijas a un país extraño. Porque la emigración —y más la forzada— no es un cuento de hadas.
El caso de Azita, como el de muchos otros afganos educados, e incluso progresistas en el contexto local, desmiente el mito de que durante la intervención internacional post 11/S la situación de la mujer mejoró. Bernabé insiste que no, que la matriz de la cultura afgana nunca cambió, sobre todo respecto a la mujer. Ello es evidente en los casos que relata de casamientos obligatorios, pactados por los padres. Vivió dos muy de cerca, por ejemplo el de Sameem, un traductor que trabajó para ella. Era una persona de su confianza. Le contó que “un día mi padre me llamó y me dijo que había encontrado la mujer para mí; al principio pensé que era una broma”. Luego supo que no. Y no pudo ir contra su padre ni contra las convenciones de su cultura. “En Afganistán oponerse a la voluntad de la familia supone quedarse sin su apoyo, que es lo único con lo que se cuenta en un país donde el gobierno no ofrece ningún tipo de ayuda ni prestación, ni siquiera garantiza una pensión de jubilación”. Al final cedió. Pidió para conocer antes a la chica. Le dijeron que no, que su madre la había visto y era suficiente, que se quedara tranquilo que era bonita. Pagó por la chica 4.600 euros. En 2019, dos años después de casarse y con un hijo, Sameem le confesó a Bernabé que había empezado a enamorarse de su esposa.
El otro era Islam, un traductor que trabajó para ella en Kabul varios años. Su matrimonio también había sido concertado, aunque sus familias eran más progresistas que la de Sameem y les permitieron conocerse antes del casamiento, acompañados de sus familias. También hablaron mucho por teléfono. El día de la boda todo sucedió normalmente, pero no de noche. La novia tenía terror de que le hiciera daño, y no tuvieron relaciones. Islam había logrado convencer a la familia de que no esperaran afuera las “pruebas” de la pérdida de la virginidad, y ello les evitó un problema. Pero ella seguía aterrada. Pasaron los días. Otros varones le decían que no le diera importancia, que siempre lloran y hay que seguir adelante. Le confesó el asunto a Bernabé. “¿Hay alguna medicina que pueda tomar para que no le duela?”. No, no hay, pero sí existe la vaselina. Recorrió con Islam varios supermercados y farmacias de Kabul, y en ninguno había, aunque sí mucho Viagra. Al final un colega que justo venía de España le trajo un par de frascos. Funcionó, y la pareja quedó muy agradecida, aunque ella no sangró mucho la primera vez, lo cual podía ser prueba de que no era virgen. Pero a Islam no le importó, pues se consideraba un hombre de mentalidad abierta. Para rematar el tema, y bajar a tierra el narcisismo occidental, Bernabé recuerda que “mientras vivía en Italia, me enteré de que hasta el año 1981 el Código Penal italiano establecía que un hombre podía evitar la cárcel por un delito de violación o abusos sexuales si se casaba con su víctima. Lo llamaban ‘matrimonio reparatorio’”.
La mayoría de sus experiencias afganas estaban lejos de tener un final como el de Islam. Por ejemplo las chicas que se inmolaban con nafta para escapar de un marido abusador, pero fallaban. Estuvo cerca de Fátima, de 25 años, que tenía el 72% del cuerpo con quemaduras de tercer grado. “No podía soportar el intenso olor a quemado que desprendía su cuerpo”. recuerda. Estaba moribunda, y más con los pocos recursos de los hospitales en Afganistán. Era así también con las mamografías. A partir de su propia experiencia con un cáncer de mama que se trató en España, Bernabé recuerda que el primer mamógrafo llegó a Afganistán en 2016, quince años después de la presencia de las tropas internacionales. Pero llegó a un instituto privado; solo los que tenían dinero podían acceder. Ni que hablar de un laboratorio de análisis patológico, radioterapia, o quimioterapia. Pero de haber tenido acceso, solo habrían podido mujeres pudientes y del entorno urbano. Quedaban afuera la mayoría de las afganas.
Bernabé volvió a Afganistán luego de la llegada de los talibanes en 2021. La primera vez pudo trabajar como periodista, pero en otra oportunidad no obtuvo el permiso, y aun así mantuvo contacto con los viejos vínculos, sobre todo con las mujeres que resistían. En cierta oportunidad viajó de incógnito a la provincia de Badghis donde las tropas españolas tuvieron una base hasta 2013. Una provincia de medio millón de habitantes que alguna vez recibió apoyo del gobierno de España, pero ahora faltaba de todo. La base se llamaba Ruy González de Clavijo, pero ahora ocupada por afganos tenía otro nombre, Nariman, en homenaje a un soldado afgano que murió luchando contra las tropas británicas en el siglo XIX. Un detalle que muchos siguen sin entender.
CRÓNICA DE UN FRACASO, Afganistán, la retirada, de Mónica Bernabé. Debate, 2023. Barcelona, 195 págs. Disponible en ebook.