Diálogos sobre la novela
Un diálogo en Lima en 1967 entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez fue registrado en un libro largamente agotado. Una época donde todavía no tenían grandes diferencias.
El 5 y el 7 de setiembre de 1967, invitados por la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, Mario Vargas Llosa (1936), en calidad de anfitrión, entrevistó ante un numeroso público al colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014). El primero de ellos venía de obtener, con apenas 31 años, el premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde (1966), y el segundo hacía menos de cinco meses que había publicado Cien años de soledad, que ya se estaba convirtiendo en un fenómeno de ventas en todo el continente. La propia Universidad publicó en 1968 la grabación del encuentro en un pequeño libro, Diálogo sobre la novela en América Latina, que se agotó rápidamente, y que por más de cincuenta años estuvo convertido en un objeto de culto del que solo circulaban algunas fotocopias. Con el agregado de Dos soledades en el título, aquella edición fue ampliada ahora con un prólogo del también colombiano Juan Gabriel Vásquez, con opiniones y recuerdos de algunos críticos y escritores que estuvieron presentes en el evento, un par de entrevistas a García Márquez aparecidas en la prensa de la época y algunas fotografías.
En aquel momento, pocas semanas después de haberse conocido en Caracas, unían a Vargas Llosa y a García Márquez una sincera amistad, múltiples y comunes lecturas, una manifiesta voluntad de convertirse en escritores famosos, simpatías por la Revolución cubana y una suerte de orfandad teórica que iría corrigiéndose en torno a ellos y a otros autores, conocidos luego como integrantes del boom de la literatura latinoamericana. El prologuista advierte que “en el intercambio hay como un vacío, algo que sentimos como un vacío, porque nunca, en ninguna forma, aparece la expresión que el lector espera, la expresión que flota en el ambiente pero que nadie ha descubierto todavía: realismo mágico. Sí, tal vez eso es lo que pasa con este diálogo: en ese año de 1967, el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre.”
Pero lo que podría leerse como una irónica queja de Vásquez era, en realidad, la exposición de dos miradas brillantes ante un fenómeno aún por definir: la de Vargas Llosa, más inclinada hacia lo intelectual o académico, y la de García Márquez, más cercana a un cierto coloquialismo, a una lúdica ingenuidad que sin embargo escondía el mismo capital teórico que el de su entrevistador.
Cercanías y parecidos
“¿Para qué crees que sirves tú como escritor?”, fue la primera pregunta de Vargas Llosa, a la que García Márquez respondió que desde siempre había tenido la sensación de serlo tras darse cuenta de que “no servía para nada”. Tiempo después descubrió que escribía para que sus amigos lo quisieran más, y que ese oficio era por sobre todo un acto de subversión: “no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos”, sosteniendo de inmediato que si esa actitud se transformaba en un hecho deliberado, “desde ese momento ya el libro es malo”.
En un principio las preguntas de Vargas Llosa son breves y tratan de apuntalar las respuestas cargadas de anécdotas de García Márquez, aunque este irá favoreciendo intervenciones más extensas del peruano, como si cada tanto estuviera dispuesto a intercambiar los roles que los habían reunido. La soledad como resultado de la alienación y del conflicto entre el hombre y la naturaleza, las raíces familiares que el autor de La hojarasca va investigando en sus libros, la similitud entre algunos episodios de su pasado más o menos lejano —violencia, mudanzas, personajes que huyen, episodios inexplicables, muertes, despedidas—, los intrincados parentescos que unen a sus paisanos y que luego se reiteran en las historias que ha decidido contar, todo ello va ayudando a construir el mundo de García Márquez, tanto el personal como el narrativo. Y es fácil, cuando ambos recuerdan algunas peripecias “maravillosas, sorprendentes, inverosímiles”, ubicarse ya ante las puertas de lo “mágico” que Vázquez reclama.
La influencia y el goce que a ambos les provocan las novelas de caballería —Vargas Llosa admirador de Tirante el Blanco, García Márquez del Amadís de Gaula—, la herencia abrumadora del indigenismo —Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas—, hasta llegar a la figura omnipresente de William Faulkner —aunque García Márquez dice no haberlo leído antes de terminar Cien años de Soledad—, son también elementos de cercanía, partes de un lúcido debate.
Un escritor que detesto
En algunas de sus confesiones García Márquez deja discurrir dichos que muy pocos asistentes dieron por ciertos pero que de todas formas ayudarían a alimentar su propia leyenda. Afirma que había empezado a escribir Cien años... a los 16 años, que desde entonces tenía la historia completa y que ya había escrito el primer párrafo —“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”—, aunque le faltaban elementos técnicos, de manera que debió escribir cuatro libros antes de arribar a su obra maestra.
La relación del escritor con su tierra —García Márquez ya había empezado a escribir El otoño del patriarca y para ello se instalaría en Barcelona, Cortázar vivía en París, Carlos Fuentes en Italia...— es otro de los temas claves para estos dos cosmopolitas que por lo general escribirían sobre sus países de origen. No obstante, García Márquez se empeña en aclarar que en esa búsqueda de identidad y a modo de excepción, él no ve “lo latinoamericano en Borges”. “Yo creo que es una literatura de evasión. Con Borges a mí me sucede una cosa: Borges es uno de los autores que yo más leo y que más he leído y tal vez el que menos me gusta”, dice, para revelar enseguida que se ha comprado sus Obras completas en Buenos Aires, que las carga en su maleta, que “las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto...”.
De aquellos tiempos, cuando todos parecían felices, surgirían luego rencillas y enemistades eternas. Exceptuando incluso algunos severos enfrentamientos privados, Vargas Llosa se alejó del proceso cubano tras los episodios del caso Padilla en 1971, en tanto García Márquez lo apoyó convirtiéndose en amigo personal de Fidel Castro. Las obras de ambos fueron fatigándose lentamente y, aún envueltos en aquella chispa irreverente que en 1967 los hizo cófrades y célebres, con seguridad debieron asumir que todas las cosas habían empezado a tener nombre y que ya no quedaba palabra alguna que no hubiera cambiado su significado.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, MARIO VARGAS LLOSA. DOS SOLEDADES. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Alfaguara, 2021. Montevideo, 149 págs.