por Darío Jaramillo
.
Victor Hugo (1802-1885) pensaba que El hombre que ríe era su mejor novela. Dice él mismo: “Si se pregunta al autor de este libro por qué ha escrito El hombre que ríe, responderá que, como filósofo, ha querido afirmar el alma y la conciencia; como historiador, ha querido revelar hechos monárquicos poco conocidos e informar la democracia, y que, como poeta, ha querido escribir un drama. En la intención del autor, este libro es un drama. El Drama del Alma”.
Su mejor novela, cosa fácil de decir para cualquiera menos, precisamente, para Victor Hugo, el autor de Los miserables y de Nuestra Señora de París, dos narraciones que el consenso siempre incluirá en esa lista de diez novelas que encabeza Don Quijote y donde están también, al menos, quince novelas: Guerra y Paz, Anna Karenina, David Copperfield, Middlemarch, Madame Bovary, Doctor Jekyll y Mr. Hyde, Rojo y negro y Moby Dick, entre las fijas.
Su mejor novela, sí, con el único temor de llegar al fin y seguro de releerla apenas se termina. Bueno, no era el único temor. Había otro que retrata bien la admiración, el asombro, el descreste que iba produciendo a medida que avanzaba. Porque este cronista es un subrayador, un cazador de aforismos involuntarios y de párrafos únicos. Entonces, el problema con El hombre que ríe es que es tan absolutamente excepcional, que se quiere subrayar todo, hasta tal punto que, a la mitad, tendría menos trabajo si marcaba las partes que no merecían subrayado. Con lo cual queda comprobado que Victor Hugo cumplió a la perfección su propósito: “he querido forzar al lector a pensar en cada línea”.
En cierto momento, muy a lo siglo diecinueve, Victor Hugo pensó que El hombre que ríe sería parte de una trilogía en la que esta novela sería el retrato de la aristocracia. Luego habría otra, no escrita, que iba a aludir a la monarquía y una tercera, esa sí escrita —y también magnífica— alusiva a la revolución contra la nobleza, El noventa y tres. Así lo cuenta en una nota preliminar.
Comprachicos. La edición, traducida por Víctor Goldstein, tiene un poco más de mil páginas, y no le haría ningún favor al lector si intentara resumir el argumento. Se puede decir que el personaje central, Gwynplaine, es un niño de familia aristocrática del que se apodera una banda “comprachicos”. Cuando tiene dos años, estos hampones le encargan al poseedor de una técnica especial, que opere a esta criatura con una muy cruel cirugía llamada Bucca fissa, que deforma la cara marcándolo con una sonrisa. La víctima puede hacer un gran esfuerzo, muy doloroso, para dejar de sonreír, pero lo que ve el espejo cuando hace esto, es un rostro espantoso. La banda naufraga en medio de una tormenta, todos mueren y antes de morir lanzan una botella al mar contando su historia. El único que se salva es Gwynplaine, que camina buscando alguna casa, tropieza con Dea, una niña pequeñita que llora sobre el cadáver de su madre. Gwynplaine la lleva consigo hasta que encuentra a Ursus, un filósofo vagamundo que misantropea a gusto sus odios a la humanidad y a los poderosos, que vive en una casa rodante con un lobo domesticado, Homo, y que adopta a Gwynplaine y a Dea —que es ciega— y se convierte en su padre.
Esto puede entenderse como el punto de partida de El hombre que ríe. Vendrá luego la historia de amor entre Gwynplaine y Dea, y el recorrido de artistas ambulantes de Ursus y su tropa. Y llegará un final en que se van desenlazando todos los nudos argumentales planteados al principio, bajo un lúcido y cruel y vívido retrato de las aristocracias europeas, destacando las particularidades de la francesa y de la inglesa.
Los comprachicos fue una banda famosa en el siglo XVII y olvidada después. No se robaban los niños sino que los compraban. “Y ¿qué hacían con esos niños? Monstruos. ¿Para qué monstruos? Para reír. El pueblo necesita reír. Los reyes también. En las plazas se necesita un comediante, en los palacios un bufón (...) se tomaba un hombre y se lo convertía en un aborto; se tomaba una cara y se hacía un hocico. Se apretujaba el crecimiento; se amasaba la fisonomía”.
“Jacobo II, hombre ferviente, que perseguía a los judíos y acechaba a los gitanos” apoyó a los comprachicos y les vendió niños. “Un heredero molesto, de baja edad, que ellos tomaban y manipulaban, perdía su forma. Esto facilitaba las confiscaciones, y las transferencias de señorías a los favoritos se simplificaban.”
Pero en El hombre que ríe el protagonista de esta novela es otro, no Gwynplaine. El protagonista central es Ursus. Aunque es médico y Victor Hugo no lo era, aunque es vagamundo y Victor Hugo no lo era, aunque Ursus tiene un lobo y Victor Hugo nunca lo tuvo —que se sepa—, aunque Ursus era ventrílocuo y Victor Hugo no, mi sospecha es que Ursus es un Victor Hugo inventado por Victor Hugo. Ya se ha repetido mucho el juicio de Cocteau: Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo. Temo que también era un loco que se creía Ursus.
“Ursus y Homo estaban unidos por una estrecha amistad (…). Ese lobo, dócil y graciosamente subalterno, era agradable para la multitud. Ver animales amaestrados es algo que gusta (…). Cuando la carreta se detenía en alguna feria, cuando las comadres acudían boquiabiertas, cuando los curiosos hacían corro a su alrededor, Ursus peroraba, Homo aprobaba. Y éste, con una escudilla en las fauces, hacía amablemente la colecta entre la asistencia. Se ganaban la vida. El lobo era cultivado, el hombre también. El lobo había sido entrenado por el hombre, o se había entrenado solo, en diversas gracias lobunas que aumentaban los ingresos. ‘Sobre todo, no vayas a degenerar en hombre’, le decía su amigo. El lobo nunca mordía, el hombre a veces (…). Ursus era un misántropo, y para subrayar su misantropía se había vuelto comediante. También para vivir, porque el estómago impone sus condiciones. Además, ese comediante misántropo, ya sea para complicarse la vida, ya sea para para completarla, era médico. Médico era poco. Ursus era ventrílocuo. Se lo veía hablar sin que se le moviera la boca. Copiaba a la perfección el acento y la manera de hablar de cualquiera; imitaba las voces tan bien que se creía oír a las personas. Él solo producía el murmullo de una multitud”-
Las malas lenguas contaban que Ursus había estado encerrado en un manicomio a lo que Victor Hugo comenta que “le habían hecho el honor de tomarlo por un insensato, pero lo habían soltado al darse cuenta de que no era más que un poeta”. “Ursus era notable en el soliloquio. De una constitución arisca y charlatana, deseoso de no ver a nadie y necesitado de hablar con alguien, salía de apuros hablándose a sí mismo”.
Algo profundo. Victor Hugo no es para nada un narrador convencional, ni responde a los esquemas habituales que se fabrican alrededor de la novela del siglo XIX. En El hombre que ríe usa varias veces un procedimiento que consiste en cambiar bruscamente de tema, de repente, de un capítulo a otro. El lector, que lo admira, emprende con renovado interés la lectura bajo el supuesto de que el narrador nos lleva a alguna parte y que no tenemos ni la más remota idea de la relación de este giro con el corpus de lo que ha venido leyendo. Podría llamarse ‘suspenso’, pero no, no es simplemente un truco, es algo más profundo dada su conexión con el contenido la historia que está contando. Por ejemplo, sucede con la súbita irrupción de lord Clancharlie, un noble poderosísimo que apoyó a Cromwell y nunca le quitó el apoyo, cuestión que le obligó a exilarse: “pudiendo ser un par, había preferido ser un proscrito; y así habían pasado los años, había envejecido en esa fidelidad a la república muerta”.
Respecto a la risa de Gwynplaine, “La naturaleza (...) Le había dado una boca que se abría hasta las orejas, orejas que se replegaban hasta los ojos, un nariz informe hecha para la oscilación de los anteojos de un payaso y un rostro que era imposible mirar sin reírse (…). Pero, ¿había sido la naturaleza? ¿No la habían ayudado? Dos ojos parecidos a rendijas, una raja por boca, una protuberancia chata con dos agujeros era la nariz, un aplastamiento en lugar de cara, y como resultado de ello, sólo hace reír”.
“Ver a Gwynplaine significaba agarrarse la barriga de tanto reír. Hablaba y la gente rodaba por el suelo. Era el polo opuesto de la pena. En una punta estaba el spleen y en la otra Gwynplaine (…). Gwynplaine hacía reír riéndose. Y sin embargo, él no reía. Su cara reía pero no su pensamiento”. Esto los hizo ricos. En la fachada de la casa rodante en la que iban por el mundo, Ursus colocó un aviso que decía: “Aquí vemos a Gwynplaine, abandonado a la edad de diez años, la noche del 29 de enero de 1690, por los infames comprachicos, en la orilla del mar de Portland, que ha crecido y hoy se le llama El hombre que ríe”.
Además de aventura y suspenso, además del vívido y muy cruel retrato de la aristocracia, El hombre que ríe incluye una hermosísima historia de amor. Y, aunque parezca imposible en materia de historias de amor, todas tan parecidas entre sí, se trata de una historia muy original.
Es 1707. Han transcurrido quince años desde que Gwynplaine llegó cargando a Dea, de un año, a la casa de Ursus, que los acogió y asumió el rol del padre de ambos. Ahora Gwynplaine tiene veinticinco y Dea dieciséis: “pálida y de pelo castaño, delgada, frágil, casi temblorosa a fuerza de delicadeza y que daba como miedo romperla, admirablemente bella, con los ojos llenos de luz, ciega”.
“Si la miseria humana pudiera ser resumida, lo hubiera sido por Gwynplaine y Dea. Parecían haber nacido en sendos compartimientos del sepulcro, Gwynplaine en lo horrible, Dea en la negrura. Sus existencias estaban hechas con tinieblas de diferente especie, tomadas en los dos lados formidables de la vida (…). Sin embargo, ellos se encontraban en un paraíso. Se amaban. Gwynplaine adoraba a Dea. Dea idolatraba a Gwynplaine”.
Después de girar y girar por toda la isla, siempre con éxito, al final llegaron a Londres donde el éxito fue rotundo, tanto el de Ursus con sus libretos, con sus imitaciones, con su furia de crítico, con su humor sin sonrisas, como el de Gwynplaine, con su sonrisa eterna, con su agilidad, con su gracia. Para no hablar de la hermosa Dea. Hasta que un día, cuando Gwynplaine fue detenido y llevado a una prisión, Ursus lo siguió hasta que él desapareció en la puerta de una mazmorra. A Gwynplaine lo esperaba en aquél lugar un sesión judicial que interrogó a un testigo preguntándole por la identidad de Gwynplaine. Ese testigo lo reconoció. Gwynplaine, angustiado, le dijo al magistrado: “no conozco a este hombre”.
El juez le respondió: “‘estoy ante Lord Fermain Clancharlie, barón de Clancharlie y Hunkerville, marqués de Corleone en Sicilia, par de Inglaterra’.” El oficial de justicia continuó su discurso diciéndole a Gwynplaine que él “fue vendido a la edad de dos años por orden de su muy graciosa majestad el rey Jacobo II (…). Es heredero de los bienes y títulos de su padre. Por eso fue vendido, mutilado y desaparecido por la voluntad de su muy graciosa majestad”
¿Qué sucedió después? Pues no lo vamos a contar. Se enterarán de los finales de estas historias cuando vivan la aventura de ser lectores de una de las mejores novelas de uno de los mejores novelistas.
EL HOMBRE QUE RÍE, de Victor Hugo. Pre-Textos, 2023. Valencia, 1.048 págs. Traducción de Víctor Goldstein.