el personaje

Andrea Sheppard: la tragedia la hizo tocar fondo y descubrir un don le salvó la vida

No soñaba con la fama, eligió modelar para conocer el mundo pero la profesión nunca la llenó. Tocó fondo, hizo un clic, encaró un camino de autoconocimiento y hoy es feliz como maestra sanadora.

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Andrea Sheppard encaró una nueva vida lejos de la moda y se dedica a sanar a otras personas.
Andrea Sheppard encaró una nueva vida lejos de la moda y se dedica a sanar a otras personas.
Foto: Francisco Flores

Su adoración por los animales y una especial conexión con ellos hizo que de niña sintiera que podía curarlos usando sus manos. Animal que encontraba medio pachucho, animal que Andrea Sheppard (49) se llevaba para su inmensa casa familiar en Atlántida, donde vivía con su bisabuela, su abuela y su hermano. Rescató desde sapos hasta gaviotas y hacía berrinches si no la dejaban cobijarlos. “No me podían sacar de al lado hasta que no estuvieran bien. Solo si los veía bien podía soltarlos y estar en paz”, rememora en diálogo con Domingo la ex modelo top.

Ese poder sanador siguió latente, aunque adormecido ante la vorágine de su carrera: los desfiles, las fotos, las campañas publicitarias y la infinidad de aviones que tomó en su década más próspera (vivió en México, Estados Unidos y Asia) no le permitían prestar atención a las señales. Tuvo que sentirse atormentada por una difícil situación personal -perdió a su abuela primero, a su madre en 2018 y se encontró sola a cargo de su hijo Valentín (14) y de su hermano William que era enfermo neurológico y murió un año atrás- y acorralada económicamente -el dinero que había ahorrado no le alcanzaba- para decidir frenar, barajar y dar de vuelta.

Se sintió agotada, sin fuerza, sola contra el mundo y sin poder trabajar: “No fue fácil pasar de tener un millón de amigos y estar en la vuelta de todo el mundo a tener que sacar adelante a personas que dependían 100% de mí. Tenía que bañar y vestir a mi hermano, hacerme cargo de todo”, revela.

En un momento tocó fondo y no pudo disimularlo. Era otra persona y se notaba en su mirada, en su temple y su aura. La mamá de una alumna de su escuela de modelaje lo captó y una tarde de 2019 le dijo: ‘Andrea, no te puedo ver así’, y le recomendó que se hiciera reikicon Corina Franca. Se animó, probó y en la primera sesión se le dio vuelta la cabeza: “Me llené tanto y me sentí tan feliz que fue un antes y un después”, asegura.

Corina se convirtió en su sensei en ese camino de introspección y autoconocimiento que inició en 2019 y transformó su vida. Hizo un clic, cerró su escuela de modelaje y en un año y medio completó un sinfín de cursos y maestrías espirituales: siete rayos, reiki ángeles, radiestesia y geobiología, gemoterapia y aromaterapia, péndulo hebreo, mesa radiónica cuántica, hilo rojo de protección, chamanismo y animales de poder, entre otros.

En esa aventura descubrió que sanar a otros era su vocación y por primera vez en la vida se sintió plena.

“Encontré mi don y fue lo que me sacó adelante. Vine a este mundo a ayudar a otros y es lo que me llena y me hace feliz. Tenía las señales desde chica, pero viviendo a las corridas, de un país al otro no podía verlas. Tuve que pasar por todos estos disgustos para poner un freno de mano y llegar a la situación que estoy hoy”, afirma.

Otra vida

Los padres de Andrea se separaron cuando ella y su hermano eran muy chicos y ambos se fueron por un período a vivir a Atlántida con la bisabuela Elisa y la abuela Verena. Volvieron a Montevideo con su mamá Graciela cuando Andrea cumplió 8 años. “Mi abuela cuidaba a mi hermano y mi bisabuela a mí, era como mi segunda mamá. Tengo los mejores recuerdos de esos años”, comenta.

Por ese entonces, sus inquietudes estaban a años luz de la fama y el glamour: Andrea disfrutaba de jugar en la naturaleza, treparse a los árboles y leer sobre distintas religiones.

“Me llamaba la atención desde cuando vino el Papa, lo que era Buda, Hare Krishna. Vengo de familia católica, pero si me decís de qué religión soy, soy de todas. Tomo cosas de todas. He leído la Biblia, El libro tibeteano de la vida y la muerte, el Corán y la Cábala judía”, enumera.

Fue el reconocido diseñador Pablo Suárez quien la descubrió y con apenas 16 años le ofreció ser la cara de la marca Freaks. Si bien se le daba muy natural posar, al principio era súper introvertida y le pesaban los desfiles, pero sabía que el modelaje era el trampolín perfecto para viajar, conocer el mundo y distintas culturas, y esa posibilidad la motivaba a seguir.

“Era muy tímida: lo peor que podías hacerme era subirme a una pasarela y que todo el mundo me mirara. Era sumamente sensible y si me levantabas la voz, me ponía a llorar. Me acuerdo que en mi primer desfile me temblaban las piernas. Pero me lo impuse y dije ‘lo tengo que hacer’. Fui superando mis miedos al punto de que a los 17 años ya me había ido a Brasil a trabajar”, cuenta.

En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en una de las modelos uruguayas con mayor proyección internacional: en 1993 ganó el Super Latin Model en México, quedó finalista en el Super Model of the World, se instaló en Nueva York, luego en Miami, y vivió algunos años en Asia.

En esos 10 años radicada en el exterior nunca se quedó quieta. En China y Taiwán aprendió Tai Chi y Medicina Ayurveda; en Tokio, shiatsu (digitopuntura). También aprendió el idioma de los distintos países donde vivió: habla inglés, alemán, francés, portugués, algo de chino mandarín, y tiene pendiente aprender hebreo.

No le daba fiaca madrugar para ir a clases ni destinar tiempo a estudiar entre casting y casting. ¿La razón? El universo del modelaje le resultaba “hostil” y muy frívolo.

“Si bien usé el modelaje para poder viajar y conocer distintos lugares, me sentía vacía. Me daba felicidad por momentos, pero no me dejaba nada, había algo que me faltaba. Me puse a estudiar idiomas porque solo modelar era como palabras vacías”, reflexiona. A la distancia, incluso, se percata de que nunca perteneció a ese mundo que define como frívolo y artificial. “Hoy veo esa parte de ego y vanidad y está lejos de lo que quiero para mi vida”, subraya.

La sensei

Andrea Sheppard en su consultorio donde atiende pacientes y aplica diversas técnicas de sanación.
Andrea Sheppard en su consultorio donde atiende pacientes y aplica diversas técnicas de sanación.
Foto: Francisco Flores.

Andrea me da la bienvenida a su santuario apenas me recibe. Al ingresar a su hogar, ubicado en el barrio Malvín, se siente que vibra alto y está en armonía: suenan mantras, hay piedras por doquier y olor a palo santo. Vive allí desde 2016 y si bien apenas se mudó pensó en instalar en esa casa su escuela de modelos, rápidamente soltó esa idea.

Regaló todos sus zapatos de taco alto y dejó de maquillarse. Usa ropa sport y cuando trabaja siempre se viste de blanco por cuestiones energéticas. Por eso planea renovar su armario y cambiar su ropa por túnicas blancas.

En su casa quedan pocos rastros de su antigua vida: conserva unas pocas fotos de su época como modelo y están exhibidas en su living.

La vieja Andrea vivía a las corridas y no era capaz de detenerse en nada. La nueva Andrea, en cambio, “es una persona alegre, en paz y armonía, que disfruta de las mínimas cosas, vive el presente, está con los pies en la tierra, brinda y recibe mucho amor”, define.

Come sano, suspendió el café y hoy su “vicio” son los tés. Medita todas las noches y no consume medicamentos (si siente dolor recurre al reiki).

Dedica las mañanas a sus pacientes y no le interesa hacer marketing con las consultas: “Cobro pero si veo que hay personas que necesitan mi ayuda lo hago a voluntad porque lo que me hace feliz es ayudar”, confiesa.

Vive con su hijo, sus tres gatos y sus cinco perros Bulldog Francés. Su madre fue pionera en Uruguay en tener un criadero de esa raza y Andrea lo mantiene para rendirle homenaje a ella y a su hermano.

El inicio del criadero fue así: William sufrió un accidente de autos en 1998 que lo dejó en coma dos años, luego lo diagnosticaron enfermo neurológico y a Andrea se le ocurrió regalarle un perro para ayudarlo a conectar. “Mi hermano era alto y grandote, y quería darle un perro acorde a él. Encontré la raza Bulldog Francés que la había traído a Uruguay una mujer que estaba de embajadora de Rusia y me enamoré. William era carne y uña con el perro y así empezó la idea del criadero, para ayudar a conectar a mi hermano”, relata.

Su plan es replicar el efecto positivo que generó esta raza en William y preparar a las futuras crías para que se conviertan en animales de compañía para adultos mayores que están solos: “La idea es educar a los perros para que puedan avisarles cuándo les toca tomar la medicación o si están sufriendo un ataque cardíaco. Quiero dar un plus al criadero para poder seguir ayudando”, adelanta.

También tiene en el debe encontrar tiempo para apuntarse al taller de mandalas que dicta Agó Páez en Punta del Este. Los pendientes de Andrea están todos lejos de los flashes y el glamour. Es que según ella, eso pertenece a otra vida que no añora. Hoy su mayor satisfacción está en ver sanar a la gente.

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