PAZ ETERNA
Ángeles, esfinges y animales que protegen los sepulcros. A ellos se suma la simbología cristiana: cruces, vírgenes y cristos.
Las estatuas de los cementerios tienen un significado cultural vinculado a las creencias, prácticas y costumbres de quienes allí encontraron la paz eterna. Paradójicamente, las necrópolis nos hablan de la vida de los muertos. Pero además, poseen los conjuntos monumentales más extraordinarios que se puedan reunir en un solo lugar, en el que pasan “desapercibidas” las obras de conspicuos escultores.
El Cementerio Central de Montevideo, inaugurado en 1835 bajo la presidencia de Manuel Oribe, es una obra de arte en sí, un museo al aire libre que recorre gran parte de la historia nacional y que reúne las tumbas de presidentes, militares, empresarios, escritores, músicos y religiosos.
Desde la Edad Media, todos los cementerios poseen un espíritu guardián: un alma destinada a proteger al camposanto y a sus difuntos de los fantasmas diabólicos. Ella es la encargada también de evitar que las almas de los muertos regresen a atormentar a los vivos. Para lograr este objetivo, el espíritu guardián es representado a través de estatuas, cada una con sus propias características, que no necesariamente persiguen un fin ornamental. No están ahí simplemente como objeto decorativo, sino para asegurar el descanso eterno de sus habitantes.
Algunas de las formas más populares en las que este espíritu guardián de los cementerios se representaba eran los ángeles, las esfinges, los leones y otros animales. A ellos, se suma la tradicional simbología cristiana (cruces, vírgenes, cristos) y las figuras en pena por el familiar fallecido, si era necesario abrazando el sepulcro.
El Cementerio Central, el más antiguo del país, proviene de una época en la que los sepelios eran practicados por la Iglesia Católica. Y posee variada simbología, tanto cristiana como pagana, a veces oculta para quien no recorre este “paseo-jardín” con ojo avizor.
Junto a la iconografía religiosa, la simbología funeraria incluye amapolas (flores narcóticas que “conducen al sueño eterno”), anclas (consideradas elementos de salvación), figuras pidiendo silencio cual enfermera de hospital para no molestar al difunto, relojes de arena que representan el paso del tiempo y -por supuesto- ángeles, intermediarios entre el cielo y la tierra, que ayudan al hombre en su ascensión al paraíso. Estos elementos comparten escenario con símbolos masónicos como la escuadra, el compás y la plomada, y con decoraciones de carácter militar que recrean batallas y personajes al estilo de los frisos del Partenón.
Arte y romanticismo
La muerte siempre ha sido un tema atrayente en la vida de la uruguaya Leticia Ponasso. Ella no puede determinar cuándo ni por qué comenzó esa atracción, pero admite que siempre la ha mirado desde otra perspectiva, quizás demasiado romántica. Recuerda que la camioneta que la llevaba a la escuela, en su recorrido pasaba por la puerta del Cementerio Central, ubicada sobre Gonzalo Ramírez. Y que mientras los demás niños exclamaban molestos por el aroma que llamaban “olor a muerto”, a ella le daban unas ganas enormes de saber qué había allí adentro. No se animaba a pedirles a sus padres que la llevaran, hasta que años más tarde tuvo que ir a un entierro de alguien cercano. La esperaba un camino de anchos pasillos, hojas caídas y flores marchitas. Más allá del dolor, sus ojos se maravillaban: esas gigantescas estatuas, ese espacio enorme que parecía un parque, los detalles que adornaban aquellos sepulcros, los símbolos que iba descubriendo en las tumbas. Los pasos cortos la arrastraban a presenciar el ritual. Era la primera vez que veía como los adultos se comportaban frente al dolor. Había una ceremonia. Era una masa espectadora que masticaba amargamente su última mirada a un ser querido que desaparecía entre las losas.
Más adelante, con edad suficiente, ya podía hacer sus “escapadas” a los cementerios y pasear a sus anchas. Había algo que llamaba profundamente su atención. Las historias que se contaban, las tumbas que de alguna forma dialogaban con el visitante, el arte que brotaba. Hasta que esta historia tuvo un corolario feliz: la semana pasada presentó en la Feria del Libro de Montevideo su investigación El lenguaje del silencio. El Cementerio Central como reflejo de la ciudad (Banda Oriental).
Ponasso comentó a Revista Domingo que la lápida más antigua del Cementerio Central es la del marine estadounidense Edward J. Murray (1859). Y que la primera escultura erigida en el camposanto es el cruceiro gallego que hoy se encuentra ubicado en el segundo cuerpo del predio. (Ambas piezas estaban originalmente en el primer sector sobre la calle Gonzalo Ramírez).
Otra escultura que destaca de la primera época está ubicada en la rotonda o capilla central. Allí se exhibe entre coloridos vitrales la Piedad (1863) de Giuseppe Livi, un connotado escultor italiano que vivió en Uruguay. Livi también realizó la estatua de la Libertad, símbolo de la Plaza de Cagancha, la escultura pública más antigua que existe en el país.
“El Cementerio Central es un lugar que mucha gente no conoce por tratarse de un lugar ‘triste’, al que vamos a recordar a los muertos. Pero guarda muchas relaciones que tienen que ver con la estética, la cultura, la política y los diferentes períodos del Uruguay. Allí podés conocer el paralelismo que hay entre el cementerio y la ciudad, su simbología, diagramación, ornamentación y estética. Hay un montón de obras escultóricas que si estuvieran en una plaza de Montevideo, le darían más relevancia”, señala.
Según Ponasso, en el Cementerio Central hay, por ejemplo, otras obras de Eduardo Díaz Yepes, José Belloni y Juan Zorrilla de San Martín que “pasan desapercibidas”. Se trata de escultores consagrados “a los que les das corte cuando están afuera (del cementerio), donde tienen otra connotación emocional”, dice. La escritora recuerda que este cementerio fue construido “como un paseo” y que por eso se le hizo una rotonda en el baricentro del primer cuerpo. “Al ser redonda te daba la posibilidad de hacer el recorrido. Venías por la calle principal y dabas vuelta por la rotonda, siguiendo luego otros caminos, como pasa con la ciudad”, explica.
Estilos, gustos e influencias
Las tumbas representan el arte de su tiempo, por lo que en general las más interesantes y enigmáticas son las más antiguas. Así, por ejemplo, en el Cementerio del Buceo (el segundo en cuanto a importancia por su estatuaria) también es posible hallar hermosas y misteriosas tumbas.
Una de ellas es la de Francisco Piria (el fundador de Piriápolis, sepultado en 1933) y su primer gran amor, María Magdalena Rodine Crossa. El panteón (en el que solamente se lee la inscripción “Yo y Ella”) está cargado de misticismo. Y destaca por sus elementos de la cultura egipcia como el sol, las alas de Isis y las cobras de la protección que pueden verse en las entradas de los principales templos del Egipto antiguo. En la parte trasera hay un Uroboros (serpiente mítica que se muerde la cola) y un personaje con un nemes (pañuelo) a rayas como el que usaban los faraones.
La arqueóloga Ana Gamas se ha encargado de estudiar todas las tumbas de estilo egipcio que se encuentran en el Cementerio del Buceo. “El análisis del patrimonio funerario y específicamente del arte albergado dentro de los cementerios nos posibilita visualizar a través de su materialidad, los cambios y modificaciones de la sociedad. A través de estas representaciones podemos reconstruir influencias sociales, económicas y políticas en períodos de tiempo específicos”, dice Gamas a Revista Domingo.
Y agrega: “Es así que desde fines del siglo XIX se puede observar el marcado incremento entre las representaciones escultóricas realizadas por manos especializadas, cuyos motivos tenían muchas veces una amalgama de significados entre los conceptos originarios de las representaciones, las creencias religiosas aceptadas en la época y las creencias esotéricas”.
Los períodos históricos
Las tumbas del Central ofrecen la oportunidad de apreciar valiosas obras de famosos escultores nacionales como José Belloni y José Luis Zorrilla de San Martín, e italianos como el citado José Livi, Félix Morelli y Juan Azzarini, así como estilos muy diferentes que van desde el Romanticismo al Art Nouveau.
El autor Alejandro Michelena señala en su libro La historia entre lápidas que la extensa etapa romántica es una de las más interesantes de este cementerio, con sus símbolos característicos: las columnas truncas alusivas a las muchas muertes juveniles (eran numerosas a causa de enfermedades hoy erradicadas o superables), los enamorados inconsolables, e inquietantes representaciones de la muerte. El gusto romántico también resalta en los epitafios, floridos y altisonantes, infectados de melodrama.
Según el Estudio Iconografía Funeraria en el Cementerio Central de Montevideo, realizado por Carina Erchini y Andrea Bielli, la utilización de alegorías clásicas, símbolos tomados del arte griego y romano que no necesariamente eran empleados en su época original dentro de la estatuaria funeraria, indica un interés de las clases pudientes que poblaron de riquezas al cementerio por vanagloriarse con apelaciones a un pasado remoto, con el que mantenían un cierta familiaridad “culta” por el conocimiento de sus símbolos y representaciones.
Entre 1860 y 1920, el dolor de la muerte llega a las obras escultóricas como muestra de la sensibilidad burguesa que se debatía entre la preservación de la memoria del difunto y la exaltación de la pena causada por su pérdida. Por ello, las figuras femeninas aletargadas, llorosas y entristecidas se desarrollaron en forma paralela a una tradición retratista que fue el elemento más notorio del arte funerario que se encuentra en el cementerio del barrio Palermo.
Finalmente, la pomposidad del arte funerario del Cementerio Central comienza a esfumarse tras las primeras décadas del siglo XX, cuando disminuyen las alegorías dejando lugar básicamente a la cruz como elemento central, el símbolo más conocido y primigenio del cristianismo.
También la aparición de los nichos, por la falta de espacio para enterrar a los muertos, puso fin a los opulentos panteones de mármol y bronce, dos materiales varias veces buscados por los saqueadores, contra los que la Intendencia de Montevideo ha mantenido una lucha constante a lo largo de las décadas, en las que varias veces ha salido derrotada.
A 100 años del naufragio del Titanic
Este año se cumplieron 100 años del naufragio más famoso de todos los tiempos, el del RMS Titanic, en el que viajaban -y murieron- tres uruguayos: Ramón Artagaveytia, Francisco y José Pedro Carrau, todos pasajeros de primera clase. El único cuerpo que pudo ser recuperado del agua fue el de Artagaveytia, un acaudalado estanciero de 72 años que vivía desde hacía tiempo en Argentina. Ya había estado en un naufragio célebre, el del vapor América, que se incendió y perdió en 1871 cerca de la costa de Punta Espinillo, “casi a la vista de Montevideo”, según recuerda la prensa de la época.
Artagaveytia descansa en la tumba en la que siempre quiso estar: el sepulcro 397 del Cementerio Central (foto abajo). El padrón indica que no se lo pudo reducir en 1937 porque el cadáver se encontraba en “estado momia”. Por fin el 20 de julio de 1962, sus restos fueron llevados a cenizas.
Cuando el Cementerio Central estaba "lejos" de la ciudad
Planificado por los arquitectos Carlos Zucchi (quien también delineó la Plaza Independencia) y Bernardo Poncini, el Cementerio Central se convirtió en un paseo-jardín en torno a un eje central rodeado de verdes arboledas e importantes monumentos funerarios, ubicado “lejos” de la otrora ciudad amurallada de Montevideo.
“En su época, se trató del primer cementerio extramuros y se replicó como un espejo de la propia ciudad, con sus mismas pautas y parámetros. Los miembros de una burguesía ascendente se opusieron a las actitudes y costumbres de uso frente a la muerte por considerarlas bárbaras, deshonrosas y de mal gusto (por el carácter socializador de la muerte, el arte macabro, los cadáveres a la vista o el espíritu festivo demostrado en las ceremonias de entierro). Se trató de apartar esa representación de la muerte a un lugar fuera de la ciudad y se terminó por reproducir sus manifestaciones de poder en una pretendida superioridad que la muerte implacable se encargaría de igualar”, dice Leticia Ponasso. La escritora agrega: “Se comenzó con el diseño continuado de trabajos escultóricos de porte y la intervención de artistas de renombre; incluso se trajeron obras terminadas del exterior. (...) Y comenzó cierta competencia en los encargos como reflejo de la opulencia y el estatus social”.