El camino del guerrero y la guerrera: vivir según las artes marciales

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Karate

DE PORTADA

Para muchas personas, estas disciplinas van más allá del hobby: son un estilo de vida.

“¿Sos karateca? ¿Rompés tablas de madera con las manos?” Jorge Pezaroglo, karateca desde hace décadas, dice que esa es una de las preguntas más frecuentes que recibe de aquellos que no conocen demasiado sobre el arte marcial que él practica y enseña. Pero para él y otros consultados en esta nota, las artes marciales son mucho más que aprender a atacar (o defenderse), partir una tabla o hacer ejercicios.

Todo eso puede formar parte del “combo”, pero para algunas personas esas disciplinas se convierten en un estilo de vida, una manera de pararse ante el mundo y sus desafíos, una fuente de inspiración y sentido de pertenencia. Además, claro, de que hasta pueden ser una manera de sustentarse profesional y económicamente.

Germán

Germán Carballo
Foto: Marcelo Bonjour.

El karate llegó a la vida de Germán Carballo cuando él arrancaba la adolescencia. La razón por la que empezó a entrenar no era demasiado “elevada” que digamos. Fue al cine y vio Karate Kid (1984), uno de los mayores éxitos cinematográficos de la década de 1980, con Ralph Maccio y Pat Morita como protagonistas (que años después derivó en una serie de televisión, Cobra Kai).

Y a medida que se fue introduciendo en el mundo del karate empezó a fascinarse con la historia, la filosofía y la práctica. El karate lo “absorbió”. Carballo puede estar un buen rato hablando y explicando aspectos históricos del estilo de lucha y su pasión por esa manera de atacar y defenderse lo ha llevado a indagar sobre la historia y la cultura japonesa, el país de origen de ese arte marcial.

Cuando charla con Revista Domingo, referencia a la serie La era del samurái (disponible en Netflix) para hablar un poco sobre cómo el karate pasó de ser algo estrictamente militar a un fenómeno que fue paulatinamente haciéndose un lugar en la sociedad civil. Al principio, cuenta, era algo que se vinculaba ante todo a la defensa personal. “Es lo más crudo de la defensa personal, lo que entrenaban los soldados para la guerra, lo que aprendían los samurái. El karate fue extrayendo muchas técnicas de otras disciplinas para que los soldados pudieran defenderse en una batalla: ‘Me salvó la vida hacer este bloqueo’ o ‘Me salvó la vida conectar este golpe’, por ejemplo. Viene de una tradición que se pasaba de padre a hijo. Pero cuando terminan las guerras, quienes habían luchado en ellas tuvieron que transformarse. Generaciones enteras que nacieron y vivieron en épocas de guerra debieron aprender a vivir en épocas de paz y descubrir de qué forma podían aportar a la sociedad”.

De ahí que el karate empezara a dejar de ser algo que pertenecía exclusivamente al mundo de las guarniciones y los regimientos militares para empezar a vivir en la sociedad civil y mezclarse con la cultura, la filosofía y las artes, entre otras cosas.

Aunque tampoco fue que la disciplina tuviera el camino allanado. Durante un tiempo el karate estuvo incluso prohibido en Japón, y en esa prohibición tuvo algo que ver que proviniera de la isla de Okinawa, cuyos habitantes eran un poco menospreciados por aquellos que vivían en las ciudades más importantes institucionalmente (más o menos como los montevideanos tratamos de “canarios” a cualquiera que provenga de uno de los otros 18 departamentos del país).

Pero también esos escollos fueron superados por los karatecas y, en algún momento, esa manera de defenderse y luchar empezó a transformarse para finalmente estar integrada a la sociedad japonesa desde donde se esparció por el mundo, en particular luego de la Segunda Guerra Mundial.

Con tantos años de práctica, Carballo ya alcanzó, claro, el cinturón negro, el color que indica el nivel más alto para quienes arrancan con esta mezcla de deporte y técnica de lucha y defensa. Pero como saben todos los karatecas, el cinturón negro es una de las metas. No es la única, porque luego vienen más: primer “dan”, segundo dan, tercero y así. Carballo ya va por el cuarto dan y es representante de la Federación Internacional de Karate en Uruguay. También tiene su propio dojo (o sea, su propio espacio para impartir clases de karate), llamado Estribo.

Ahí, Carballo no solo enseña golpes y defensas, sino que también habla de las tradiciones, de por qué ciertos rituales, la relación que tienen esas expresiones con la sociedad japonesa y también cómo esas mismas expresiones pueden repercutir en la vida de cada uno. Se trata de un grupo muy heterogéneo el que acude a Estribo. Hay hombres y mujeres de diferentes edades y orígenes y con niveles de expertise que van desde el principiante al cinturón negro. “Por el contexto, por la filosofía, por cómo son las clases, es atrapante. Y mi propósito es que el dojo sea un lugar en donde no solo aprendés una ejercicio, sino algo que te ayude en la vida. Porque el karate, en criollo, te pone los patitos en fila, te acomoda”.

—¿Y a vos? ¿Cómo te cambió la vida el karate?

—Ufff... ¿Cómo te explico? De muchas maneras. Una de las veces que fui a ser padre, en el primer screening que tuvo mi esposa nos dijeron que el bebé iba a tener Síndrome de Down, algo que puede afectar de manera muy negativa a una familia. Yo creo que el karate, y tener que dar clases, fue lo que mantuvo. Luego, nació sin el síndrome y estuvo todo bien. Pero aunque lo hubiese tenido, yo sentía que todos los años que entrené habían sido por algo, que me habían preparado para algo.

También en otras personas Carballo ha visto el potencial sanador de esa actividad que él ama, y recuerda los casos de dos de sus alumnos que por la pandemia cayeron en una depresión aguda, de la que pudieron salir paulatinamente gracias a los ejercicios y el entrenamiento.

Para otros, las artes marciales pueden ser útiles como manera de integración social, una forma de alcanzar ciertos logros o metas. Y otros llegan por casualidad.

Mercedes

Mercedes Rodríguez
Foto: Ricardo Figueredo.

Para Mercedes Rodríguez fue así: llegó al muay thai —arte marcial de origen tailandés— porque estaba buscando algo que sustituyera lo que hacía antes, que era bodysurfing (también hace karate y jiu jitsu). Ella vivía en Ciudad de la Costa, cerca de la playa, y practicaba ese deporte. Cuando se mudó a Montevideo, empezó a trabajar como administrativa en un gimnasio en el cual se impartían clases de muay thai. Como andaba buscando una actividad física tras el bodysurf, probó ir a una clase de esa disciplina. “Y me atrapó”, recuerda.

—¿Qué fue lo que te atrapó?

—Creo que porque conecta con algo muy profundo dentro de mí, como lo hacía el agua también. Hacerlo me genera una satisfacción muy grande. Te cambia el día. Pero la razón principal es que algo que me conecta conmigo misma, algo muy personal, de mi vida interna.

—¿Como por ejemplo?

—A mí las artes marciales me enseñaron a manejar las frustraciones, a canalizar la energía, a superarme, ver mis debilidades y mis fortalezas, y trabajar sobre las primeras.

Siendo mujer, uno se puede llegar a preguntar si hubo, además, una voluntad de aprender una técnica que la sirviera para repeler el ataque de un hombre. Pero Rodríguez dice que esa no fue la razón.

Además, agrega, más allá de lo que ella pueda saber en cuanto a técnica, hay un tema de tamaño y fuerza que es ineludible. Cuando competía, lo hacía en la categoría de 48 kilos. Pero aún haciendo todas esas salvedades, Rodríguez pudo repeler no solo uno sino dos ataques de hombres que le quisieron arrebatar la cartera en la calle gracias a las artes marciales. “Se deben haber llevado una sorpresa”, recuerda Rodríguez, no sin una sonrisa, pero igual dice que es algo muy peligroso, “porque uno no sabe si esa persona no tiene un arma. Y como la vida no vale nada...”.

Lo cierto es que el muay thai no solo la llevó a competir y representar a Uruguay en torneos internacionales. También la llevó hasta Tailandia, donde vivió tres años. “En 2017, renuncié a todo acá y me fui a conocer el mundo. Ya había estado una vez en Tailandia, y cuando llegué por segunda vez tomé la decisión: ‘Acá me quiero quedar un tiempo’. Y así fue. Conseguí un trabajo y retomé el entrenamiento del muay thai”.

Aprendió a hablar algo de tailandés, pero más de birmano, porque en la isla que vivía habitaban muchos oriundos de Birmania. Casi todos sus compañeros de trabajo eran de Birmania, por ejemplo. Hace dos años que se volvió a Uruguay, y aún extraña algo de la comida tailandesa, que tiene mucho picante. Y sentirse segura. En los años que vivió ahí, nunca trancó la puerta de su casa, por ejemplo.

Jorge

Jorge Pezaroglo
Jorge Pezaroglo impartiendo clases en su dojo.

De las teclas a los puños. Así fue el camino de Jorge Pezaroglo. Antes de cumplir los 5 ya estaba estudiando piano, y a los 14 años daba clases de ese instrumento. Todos sus amigos jugaban al fútbol o básquetbol, pero él estaba sentado frente al piano en su casa. Dejó el piano para estar con sus pares. Pero el fútbol no lo sedujo y tampoco el básquetbol.

Uno de sus primos le sugirió que probara con el karate y cuando le hizo caso quedó, como Carballo, fascinado. Desde entonces, hace 40 años (ahora tiene 54) no ha dejado de entrenar. Tiene una escuela de karate, es directivo de una asociación de karatecas y aunque no viva de dar clases —es analista de sistemas— dice que probablemente practique karate hasta que ya no le dé el cuerpo (actualmente, le dedica diez horas semanales a la disciplina).

“El karate te trabaja muy profundamente y eso es algo que te ayuda en la vida después: respeto, agradecimiento, autosuperación, buscar la técnica perfecta, algo que no existe pero que uno busca igual. Y tener esa mentalidad de principiante, por más que seas un cinturón negro de décimo dan. Esas cosas no tienen precio, pero tienen un valor muy alto para la vida. Uno empieza funcionar de esa manera, la del karate, en el estudio, el trabajo, la familia...”.

A pesar de que sabe atacar y defenderse, Jorge nunca se peleó con nadie. “Por suerte, nunca tuve que hacerlo”, dice con un palpable tono de alivio en su voz. “Para mí, el karate te da el olfato como para detectar cúando puede haber una pelea, y esquivarla. O resolver la situación sin tirar un solo golpe”.

Para él, como lo es también para Carballo y Rodríguez, dominar su cuerpo, saber atacar y defenderse, es alcanzar la máxima paradoja de un guerrero: saber pelear. pero —cuando se puede— evitar hacerlo.

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