Cinco autores uruguayos y sus relatos inspirados en una misma fiesta.
Seguramente tiempo antes de que en 1843 Charles Dickens publicara su novela A Christmas Carol, traducida al español como Cuento de Navidad o Canción de Navidad, muchos textos vinculados a esta celebración habían hecho correr ríos de tinta en los distintos puntos del mundo. En una suerte de homenaje a Dickens y a tantas otras plumas menos célebres o más anónimas, Domingo convocó a cinco escritores uruguayos a escribir su propio cuento navideño para publicar en esta edición.
Así, en estas páginas está el relato íntimo de Cecilia Curbelo, autora de libros para adolescentes como La decisión de Camila, y el texto reflexivo de Hugo Burel, periodista, publicista y pluma detrás de El corredor nocturno y El caso Bonapelch, entre otros. También se suma con cuatro cuentos cortos el escritor infantil y juvenil Ignacio Martínez, quien tiene en su haber más de 70 libros para niños publicados. Rodolfo Santullo, conocido autor de narrativa gráfica, propone un texto cargado de ironía, y la escritora Mercedes Vigil comparte un cuento en el que, igual que en sus novelas, fusiona historia con fantasía.
CECILIA CURBELO
Té de carqueja y una maleta
Élida comprendió que ya no era ella la que mandaba en su vida.
Eran otros: sus hijos y sus nueras.
Desde que Paco falleció, su mundo se tornó inhabitable. Desconocido. Esto era extraño, porque los árboles y sus plantas seguían en el mismo lugar, y el perro del vecino aún ladraba puntualmente a las cuatro de la mañana, ajenos a su profunda tristeza que casi le impedía respirar.
Con cierta dificultad, agravada por la artritis, que ahora le afectaba tres dedos de su mano derecha, se arrastró hasta la pequeña y oscura cocina, y se sirvió un té bien caliente, para tratar de reconfortarse. Era la hora en la que, con Paco, se sentaban allí a tomarse una infusión de carqueja, yuyo que él mismo juntaba del terreno lindero.
Es extraña la vida. Paco era ágil, dinámico. Tendría que haber partido ella, antes que él, pensó. Pasó un dedo tembloroso por la mesada y cerró los ojos un momento. Supo que lo que más temía estaba por llegar. El día anterior sus hijos le pidieron, sin darle explicaciones, que hiciera un bolso con su ropa. "No demasiada, mamá", le dijeron. "¿Las ollas? ¿Los sartenes?", había preguntado ella, sabiendo de antemano la respuesta: "No hacen falta".
Tenía todo listo. Una maleta y un abrigo. Ya estarían por venir a buscarla. Una vieja inútil, enferma, ¿qué iban a hacer? Era lógico. Todos trabajaban.
En los últimos meses ideó cientos de maneras en las que podría reunirse con Paco. Le ganó la cobardía, pero era cuestión de tiempo. Ya vería cómo. Golpearon a la puerta antes de hacer girar la llave. Era su hijo mayor.
—¿Lista?— le preguntó, dándole un beso en la mejilla y tomándola por los hombros.
Ella asintió, y dibujó una sonrisa que no sentía. Él no tenía la culpa. Ella lo comprendía. Hicieron el recorrido en silencio. Desde la ventanilla del auto divisó los arreglos navideños de los hogares y se le estrujó el alma. Pasado mañana sería Nochebuena, la primera en cincuenta años que pasaría sin Paco.
Se detuvieron frente a la casa de su hijo menor, seguramente a recoger algo y seguir rumbo. Se bajaron. Carla, su nuera, abrió la puerta y la abrazó. Detrás apareció Sofía, de complexión pequeña para sus seis años. Siempre risueña. Siempre atenta. Siempre positiva a pesar de la dificultad motriz que la aquejaba desde el nacimiento.
Su nieta la tomó de la mano. De la mano sana. Ella sabía que la derecha le dolía mucho. Y entonces, la llevó a su dormitorio. Despacio. Paso tras paso. Abuela y nieta. Al mismo ritmo, lento pero confiado. Seguro.
Habían instalado otra cama al lado de la de Sofi, separadas únicamente por un conejo de peluche. La niña miró a su abuela, y le dijo bajito, como si fuera un secreto entre ellas:
—Mamá me dijo que ya no voy a necesitar dormir con la veladora prendida, porque no voy a tener más miedo. Ahora vos vas a poder darme la mano, la que no te duele, todas las noches.
IGNACIO MARTÍNEZ
Cuatro ofrendas para una misma Navidad
—Quiero volver.
—Nadie te creerá si dices quién eres. Han pasado ya muchos años.
—¿Qué me aconsejas?
—Que te quedes aquí, con Magdalena y tus hijos, en familia, criando tus cabras; o que regreses por los caminos de Judea con otro nombre.
Habían pasado treinta años desde la crucifixión de la cual fue rescatado con vida, curado y escondido de los soldados romanos. Pero él no hizo caso y comenzó a predicar.
—Yo soy Jesús— decía una y otra vez a los distintos caminantes con los que se cruzaba, y la respuesta siempre era la misma.
—Nosotros también somos Jesús.
* * *
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* * *
La niña pasaría la Navidad internada. La meningitis estaba en plenitud. El escritor de cuentos para niños tendría guardia en el sanatorio ese día. Supo que aquella paciente quedaría en pediatría. Consiguió una túnica grande, colocó paquetes de algodón en su panza, fabricó unas barbas blancas y se atavió con la ropa esterilizada para entrar a la sala de aislamiento. Sólo se le veían los ojos.
—Soy Papá Noel— dijo— y te traigo libros de regalo.
—No, tú eres Ignacio Martínez y te conozco porque fuiste a mi escuela y leí tus libros.
El abrazo entre ambos fue sin palabras.
* * *
Cuando niña, Natali Rivero pasaba las fiestas de fin de año en casa de su familia que no tenía luz eléctrica ni agua corriente. Solía jugar con sus primos en las nochecitas de verano. Lo hacía procurando bichitos de luz en unos frascos de vidrio y boca ancha. Natali siempre ganaba.
Llegó a la ciudad desde el campo profundo. Hoy es locutora de radio. Cuando habla por la mañana, sus palabras se encienden como aquellos bichitos de luz que se posaron sobre un pino en el patio de la casa familiar, iluminando por cientos el más lindo árbol de Navidad.
HUGO BUREL
Prefiero el pesebre
Nada más ajeno a nosotros que Papá Noel. Su absurdo e invernal traje rojo con bordes blancos, el rostro encendido y nórdico, su risa monótona e inmotivada, el trineo remolcado por los renos que vuelan, constituye un ejemplo perfecto de penetración cultural, al igual que ese otro disparate que año a año viene ganando protagonismo por estas latitudes: Halloween, una costumbre tan ajena a nosotros como el harakiri.
Papá Noel es un personaje inspirado en un obispo cristiano de origen griego llamado Nicolás, que vivió en el siglo IV en Anatolia (la actual Turquía). Era una de las figuras más veneradas por los cristianos de la Edad Media, del que aún hoy se conservan sus reliquias en la basílica de San Nicolás de Bari, en Italia.
En apretada síntesis, lo que sucedió después es lo que sigue: alrededor del año 1624, cuando los inmigrantes holandeses fundaron la ciudad de Nueva Ámsterdam, que luego se llamará Nueva York, llevaron con ellos sus costumbres y mitos, entre ellos el de Sinterklaas, su santo patrono. En 1809 el escritor Washington Irving, escribió Historia de Nueva York, una sátira en la que deformó el nombre del santo holandés con la burda pronunciación angloparlante Santa Claus. Hacia 1863, el personaje adquirió la actual fisonomía de gordo barbudo y bonachón. Esto fue obra del dibujante alemán Thomas Nast, quien lo incluyó en sus tiras navideñas en Harpers Weekly.
Ya en el siglo XX, la empresa Coca-Cola le encargó al pintor Habdon Sundblom el rediseño de la figura de Santa Claus/Papá Noel para hacerlo más humano y creíble. Esta versión data de 1931. Y es la que hemos adoptado por aquí en detrimento del culto anterior del cristiano pesebre.
Cuando era chico ayudaba a mi madre a armar el pesebre junto al arbolito. La gruta hecha con aquel papel piedra que vendían en Mosca, los personajes de yeso pintado y el espejito que simulaba un lago con bordes nevados hechos de algodón, eran para mí la verdadera Navidad. Los regalos los traían los Reyes Magos, que llegaban la noche del 5 de enero. Entonces, Papá Noel todavía era un advenedizo. Pero un día se impuso y a los pesebres se los llevó el marketing, junto con el pastito y el agua para los camellos.
Más allá de su connotación cristiana, que no todos deben aceptar, la simbología del pesebre y el nacimiento tienen para mí un sentido más próximo y espiritual a la esencia de la fecha.
RODOLFO SANTULLO
Spiderman
Lo primero que llama la atención es el pelo. Mucho pelo. Pelo largo, desordenado. Barba despareja, bigote que cubre el labio. Pelo castaño, algo canoso en la barba. No sólo tiene mucho pelo, está completamente despeinado. Si tuviéramos que adivinar, sería evidente —y rápida— la conclusión de que acaba de levantarse. Los ojos chiquitos todavía por el sueño no dan lugar a la equivocación.
Mira a la cámara y hay un brillo en su mirada. El árbol de Navidad se recorta a su espalda y parecería que acaban de terminar de armarlo. Si no fuera una foto, todavía veríamos mecerse chirimbolos y guirnaldas. Mira a la cámara y si nos concentramos en su rostro, podemos llegar a ver una casi sonrisa. Una mueca, más bien. Se está sonriendo. ¿Por qué se está sonriendo?
¿Será por el árbol? ¿Y porqué habría de parecerle divertido un arbolito navideño? La verdad sea dicha, no ha armado muchos en su vida. De niño no se armaba en su casa —ni se daban regalos por Navidad y quedó claro desde bien temprano la verdad detrás de Papá Noel— y nunca generó la costumbre. Es más, llegó a abrazar el mismo concepto que sus padres y prescindir gustoso del arbolito de marras. Ni que hablar que cuando se fue a vivir sólo no armó ni una mesita de luz, mucho menos un árbol cargado de luces y colores.
Cuando se casó empezó a armarlo. O mejor dicho, a acompañar en el armado, a mirar como se colocaban los adornitos, las distintas cosas en cada rama. No le entusiasmaba, pero ahí estaba. Cuando llegó el hijo ahí sí empezó a ayudar, por el niño, al que sí le gustaba.
Luego, en su segundo matrimonio, mantuvo la costumbre. El niño era más grande y le gustaba mucho y a ella también. Esta vez él asumió desde el principio la tarea, pero es cierto que no le parecía nada del otro mundo. No le divertía especialmente. Lo encontraba, en una palabra, impersonal.
¿Y porqué se ríe está vez, entonces? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es ese brillo en los ojos que casi podría pasar por orgullo?
Es que está vez se las ha ingeniado, por primera vez, a poner un Spiderman de puntero. Y por primera vez, el árbol es divertido y personal. Es la primera vez que el árbol de Navidad, es suyo.
MERCEDES VIGIL
Un árbol con mucha historia
Hace pocos años en los EE.UU. una junta escolar presentó ante la Corte un recurso para que fueran prohibidos los festejos navideños en los ámbitos escolares por ser violatorios de la laicidad. Sucedió en el Estado de Ohio y esto provocó la reacción furibunda de los padres, que consideraron se les estaba arrebatando a sus hijos una festividad universal. Al fin la Corte dictaminó que la Navidad es una tradición universal y trasciende todas las confesiones religiosas.
Desde épocas tempranas los germanos creían que los astros del universo colgaban de un árbol infinito y conmemoraban el solsticio de invierno colocando teas en un gran roble en homenaje al dios del Sol y la fertilidad.
Con la llegada del cristianismo se reemplazó aquel árbol pagano con un pino repleto de manzanas y velas encendidas. Rápidamente esta costumbre se expandió por toda Europa. Su mayor popularidad llegó con la reina Victoria, que comenzó a armar enormes pinos en palacio con lo cual contagió a todo el pueblo que empezó a imitarla colgando en sus árboles bolitas de colores, grandes moños, velas encendidas y una estrella en la punta como símbolo de la fe. Victoria impuso otras costumbres como las tarjetas de felicitación, las reuniones en torno al árbol y obsequios para los asistentes.
A España la costumbre la llevó una duquesa rusa de nombre Sofía, que tras vivir años en la Corte Inglesa se estableció en el madrileño Palacio de Alcañices, en el Paseo del Prado.
En épocas de Juan Manuel de Rosas, un 24 de diciembre los vecinos de Buenos Aires observaron una luminosidad poco frecuente al pasar frente a la casa de Don Miguel Hines, ubicada en el Barrio Alto. Era un enorme abeto lleno de velas encendidas que Hines había traído de Dublín y colocado junto al ventanal de la sala. Cuentan que los vecinos quedaron encantados y al año siguiente Buenos Aires se llenó de ellos.
Unos años más tarde, Don Miguel Hines se mudó con su familia a Colonia del Sacramento y quedó enamorado de sus casas de piedra y las tallas portuguesas de la iglesia. Dicen que fue en su residencia coloniense que los orientales vieron el primer árbol navideño. Al igual que en Buenos Aires la noticia corrió y pronto muchas casas imitaron la costumbre de aquel anglosajón que años más tarde se descubriría como hijo bastardo de quien sería el rey Jorge IV de Inglaterra.
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