CULTURA
Es uno de los principales hoteles de la ciudad coloniense y fue declarado Monumento Histórico Nacional por el Ministerio de Educación y Cultura.
Hay que pasar el portal —una suerte de arco de madera que da la bienvenida a la ciudad y que anuncia lo que hay del otro lado: unacolonia suiza— hay que recorrer la Avenida Batlle y Ordóñez durante algunos metros, hay que ver un cartel que dice Hotel del Prado, con una flecha blanca que va hacia la derecha, hay que doblar hacia la derecha, seguir las indicaciones y andar por unas calles angostas y rodeadas de árboles hasta encontrarlo.
Cuando alguien llega al Hotel del Prado, en Nueva Helvecia, lo primero que ve es esto: un jardín verde, con árboles y flores y un edificio blanco y largo de dos plantas, con un balcón de madera en el segundo piso que lo recorre entero, con columnas y ventanas que se disponen simétricas, idénticas, a lo largo de toda la construcción. También, si se mira más allá, se ve la piscina, la parrilla, árboles y más flores.
Es el martes de carnaval a la mañana y el Hotel del Prado está casi completo: son, la mayoría, huéspedes que vienen al lugar hace años, casi siempre en la misma fecha. Afuera, entre sillas y mesas de madera, un hombre lee un libro, una mujer toma mate y una familia camina, toalla en mano, dispuesta a ir a la piscina. Es un buen día a pesar de que no hace calor. Hay una brisa fresca. No se escucha nada más que el aire y algunos pájaros: la naturaleza.
Hace una semana el Ministerio de Educación y Cultura declaró al Hotel del Prado como Monumento Histórico Nacional. La resolución dice que el lugar tiene valores históricos, arquitectónicos y culturales y que es un “digno representante del acervo cultural de una etapa y zona del país, emblema de la actividad turística de la época”.
En un acto del que participaron el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, el intendente de Colonia, Carlos Moreira, el director general de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, William Rey y personas de la zona, Rey dijo que “la declaratoria se ubica dentro de un bien valioso que tiene todas las condiciones desde lo arquitectónico, lo espacial, lo tipológico, su inserción en el contexto, pero, sobre todo, acompaña y de forma excepcional una manera de vivir, de producir, como es la que se ha dado en esta región del país”. También estuvo allí, claro, Dante Guerra, dueño del hotel, que dijo que su principal desafío siempre ha sido mantener y conservar el valor histórico del edificio y del entorno.
Ese día —el miércoles 23 de febrero— Dante vestía un traje negro, una camisa blanca y una corbata roja. Tenía el pelo blanco bien peinado hacia atrás y llevaba, colgado al cuello, un crucifijo. Hoy, sin embargo, Dante viste una camisa celeste y un saco de hilo gris, tiene el pelo blanco igual de peinado y lleva el mismo crucifijo. Dice, sentado en un banco de madera afuera de su hotel, que sigue emocionado, que sigue contento.
“Este reconocimiento es algo muy bueno. Fijate que en general hacen estas cosas cuando un edificio está en ruinas o después de que una persona muere. Por eso para mí es muy importante y una alegría que el reconocimiento llegue ahora, con toda la familia reunida. Porque este hotel ha sido siempre familiar, mi familia y yo hemos trabajado acá siempre. Justo el mes pasado, en febrero, se cumplieron 52 años desde que compré este hotel”, dice.
Antes de Dante, el Hotel del Prado tiene otra historia. Hoy, el que se encarga de contarla a los huéspedes y a los curiosos que llegan hasta allí es Diego, uno de sus nietos, que tiene 12 años y lo sabe todo: cada fecha, cada nombre, cada detalle. El Hotel del Prado es un lugar familiar, repiten los dos. Y no hay dudas: Dante ya está jubilado, pero sigue viviendo en el lugar y allí trabajan tres de sus seis hijos.
La historia
Al ingresar al hotel lo primero que se ve es una escalera y, debajo de ella, una cabina telefónica. Si se sigue un poco más está la recepción. A la izquierda, hay un sitio amplio, con sillones, mesas, plantas y ventanales. A la derecha, está el lugar en el que sirven el desayuno: un espacio de paredes verdes, con un calefactor a leña, mesas y una televisión. También hay un mostrador de mármol y un mueble de madera, macizo y enorme, que ocupa una pared entera. Todo eso, dice Dante, tiene más de cien años.
El Hotel del Prado se construyó a fines de 1800, pero la historia empieza antes. En el mismo lugar del desayuno, el mostrador y el mueble, hay una escalera con la puerta abierta hacia arriba, que baja hacia un subsuelo y tiene, pintada en amarillo, una fecha: 1866. Allí abajo es otro mundo.
![El sótano del Hotel del Prado](https://el-pais.brightspotcdn.com/uploads/2022/03/04/622252a24c46a.jpeg)
Diego cuenta que ese fue el lugar en el que empezó todo, cuando los primeros suizos llegaron a la zona y se enamoraron de los paisajes y de la calma y cultivaron cebada y construyeron un sótano para instalar la primera cervecería del interior del país.
Hoy ese sótano funciona como un museo y es donde se realiza el evento Hay fermento (ver aparte). Allí, en un lugar de paredes blancas y frías y pasillos angostos, hay una línea del tiempo con la historia del hotel, una tina para fabricar cerveza, dibujos en las paredes, restos de botellas de la época que los antiguos dueños habían enterrado en los bosques del lugar y que Dante y su familia encontraron años después, recortes de diarios y de revistas.
Un festival de cervezas
El hotel, dice Dante, siempre ha estado abierto a la gente de la zona y a sus instituciones. Por eso, desde hace algunos años, el Rotary Club de Nueva Helvecia organiza allí un encuentro nacional de cerveceros artesanales, Hay fermento!
Allí se puede degustar y conocer a cerveceros de distintas partes del país, así como recorrer el museo del Hotel del Prado.
La historia sigue así: en 1890 otro suizo recién llegado a la zona, Alberto Reisch, compró el lugar y en 1899 construyó, encima de donde había funcionado la fábrica de cerveza, el Hotel del Prado, que marcó, junto a otros como el Hotel Suizo o el Central, una época del turismo en la zona. Después, en la década de 1950, cuando Reisch murió, vendieron el lugar a unos sacerdotes misioneros redentoristas que lo transformaron en un seminario y construyeron allí una capilla.
Dante nació en Nueva Helvecia en 1941, pero a los ocho años se fue a estudiar a Montevideo, de ahí a Buenos Aires y de ahí a Chile. Allí lo encontró la noticia de que los sacerdotes, a comienzos del 70, habían puesto en alquiler el lugar. Él había estudiado en la Universidad Católica de Santiago, se había casado, había tenido un hotel- “Había arrendado una casa vieja y la había arreglado para que funcionara como hotel”, recuerda - y había vivido allí durante cinco años. Cuando viajó a Nueva Helvecia porque su padre estaba enfermo, los sacerdotes le dijeron que querían vendérselo a él, que lo conocían, que era una persona de la zona. Y él dijo que sí, su esposa desarmó la vida que tenían en Chile mientras él preparaba el edificio. El primero de febrero de 1970, Dante reabrió el Hotel del Prado. Pasó una dictadura, varias crisis y una pandemia pero nunca volvió a cerrar las puertas. Y él nunca se fue.
Allí todavía hay habitaciones que mantienen lo que fueron en el inicio, hay muebles, hay loza. Está la capilla, intacta, que construyeron los sacerdotes en el 50. Y hay, también, en el fondo del hotel, gigante y majestuoso, un ombú de tronco compacto, que, dice Dante mientras lo mira entre los lentes y un tapabocas, tiene cerca de 300 años.