Todo comenzó con una mosca. La que se posó sobre el cuerpo de su tía, la que cuidaba a su padre cuando él tenía 5 años y ella 7 mientras su madre trabajaba en una fábrica de alfombras en Beirut. “La picó y se murió”, dice Yester Basmadjián. Eso le contaron cuando era niña y, sin quererlo, le sembraron una pregunta inquietante: “¿Cómo puede ser que una mosca te pique y te mueras?” Esa duda, inocente pero persistente, le marcó el camino que, años después, la convertiría en una de las científicas latinoamericanas destacadas por Nature.
Hoy, a los 61 años y al frente del Unidad Académica de Parasitología y Micología del Instituto de Higiene de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, lo plantea con contundencia: “¿Es esperable que hoy, en pleno siglo XXI, la gente siga muriendo por una enfermedad transmitida por la picadura de un insecto? Muertos por leishmaniasis. Muertos por dengue. A mí me da mucho escozor”, reflexiona.
Solo mencionó dos enfermedades presentes en Uruguay, pero para aquí y para el mundo la lista es mucho más extensa: malaria, fiebre amarilla, zika, chikungunya, Lyme, Chagas... Las enfermedades transmitidas por vectores -parásitos, bacterias o virus- representan más del 17% de las enfermedades infecciosas y provocan más de 700.000 muertes al año.
A ellas les ha dedicado su vida. Y aunque sabe que le quedan algunos años más de trabajo antes de jubilarse, espera que el reconocimiento, por efímero que sea, que le ha brindado Nature sirva para amplificar su mensaje: “El mundo entero se paralizó por una enfermedad transmisible. Y eso, creo, fue la mejor cachetada para muchos que decían que ya no eran importantes”, señala.
Árbol truncado.
Yester lleva consigo una herencia que parece estar marcada en su destino. El relato bíblico de Esther -su nombre en hebreo-, figura emblemática de valentía y liderazgo, cuenta la historia de una mujer que arriesgó su vida para salvar a su pueblo. Ese legado de coraje individual y capacidad para marcar la diferencia en momentos cruciales también resuena en el camino de Yester, quien, con sabiduría y determinación, ha liderado investigaciones clave en la lucha contra enfermedades transmisibles, en particular la que considera su “hija”: la leishmaniasis visceral humana.
Pero su valentía tiene raíces más profundas. Es un legado que viene de familia, que corre por su sangre. “Soy hija de un sobreviviente del genocidio armenio”, afirma. Su padre nació en 1915, el mismo año en que comenzó la deportación forzosa y el exterminio sistemático de la cultura armenia por parte del gobierno turco. Entre 1,5 y 2 millones de civiles fueron perseguidos y asesinados entre 1915 y 1923.
Las familias de su padre -Dikran- y su madre -Rosa, nacida en Uruguay- provenían de dos pequeños pueblos de Armenia Occidental. Aunque eran familias numerosas, Yester solo conoció a una abuela -la madre de su madre-, dos hermanos de su padre y los hermanos de su madre. De sus historias, los recuerdos compartidos son pocos, y no todos son felices. Por ejemplo, le contaron que la familia de su padre tenía un campo con olivos y naranjos, y un perro llamado Fidel. Luego están los recuerdos tristes. A su abuelo lo decapitaron, y su tío mayor, de apenas 7 u 8 años, fue llevado por los turcos y nunca más se supo de él.
Huyendo de la masacre, su familia paterna llegó al Líbano. Su abuela Yester, también llamada así, tuvo siete hijos en total, pero solo tres llegaron a cumplir los 10 años. Tres de ellos emigraron a Uruguay, entre ellos su padre, que cruzó el mundo solo a los 14 años. “Me contaron que mi abuela Yester llegaba de la fábrica y lo único que hacía era llorar. Lloró todos los días hasta que murió. Nunca lo superó”, relata.
Sus abuelos maternos llegaron a Uruguay tiempo después. Su abuela había perdido a su primer esposo y a sus dos hijos mayores, asesinados en un incendio provocado en una iglesia. Volvió a casarse con un hombre más joven y tuvo tres hijos antes de emigrar, y luego nació la madre de Yester en Montevideo. “Esa abuela tenía otro espíritu”, cuenta.
Sin embargo, pese a estas historias, hay un vacío que pesa en su memoria. “No tengo árbol familiar. A veces me invade la angustia porque no puedo hacerlo. Solo conozco cinco apellidos de mi familia. No tengo cómo construir un árbol genealógico porque está truncado por los turcos. Siento que me robaron mi historia familiar”, confiesa.
Yester lo resume con una declaración contundente: “Soy una armenia nacida en Uruguay. Amo Uruguay y amo Armenia. Uruguay le dio a mi familia la posibilidad de vivir en paz y de seguir viviendo”.
Aquí tampoco fue fácil. Las penurias económicas se moderaron un poco con el tiempo: primero con un almacén de cueros y luego con una zapatería. Sin embargo, la vida no dejó de poner obstáculos. La madre de Yester falleció cuando ella tenía 10 años, dejando a su esposo con tres hijos. A pesar de su enfermedad renal y su avanzada edad -era 18 años mayor que su esposa-, el padre asumió con firmeza la crianza, contando con la ayuda de su hermana. Había algo en lo que no transigía: cada uno debía estudiar.
Cuando Yester cumplió 27 años, su padre falleció. Para entonces, ella ya cursaba Medicina. Caminaba todos los días desde Cordón hasta la facultad, desgastando sus únicos championes, los mismos que logró seguir usando pese a que estaban prohibidos por la dictadura. “Siempre tuve claro lo que quería hacer. Mis muñecas estaban todas agujereadas porque les ponía vacunas. Y siempre lo supe porque, para mí, era inconcebible que una mosca picara y matara a una persona”.
Todos quieren sobrevivir.
Del cuello de Yester cuelga un dije con un mosquito Aedes aegypti, más conocido como el mosquito del dengue. “Me lo regalaron mis compañeros cuando inauguramos el Laboratorio de Vectores”, cuenta. Y añade: “Es que me han visto batallar mucho por la cátedra”. Así como lo ha hecho su hija, quien, tras destacarse en Nature, le dedicó unas emotivas palabras en su cuenta de Instagram que Yester no puede leer sin llorar. Como madre soltera, también batalló en ese frente.
En Nature y en todas las entrevistas que le solicitaron luego de la publicación, Yester se dedicó a hablar del proyecto en el que ha trabajado durante los últimos tres años en colaboración con el MSP: la técnica del mosquito estéril. Ella y su equipo planean liberar cerca de 30.000 mosquitos estériles a finales de este año, un hito que esperan que se traduzca en una reducción de las infecciones por dengue. Este año, Uruguay registró 702 casos autóctonos, 410 importados y cinco fallecimientos. Sin embargo, dice que se olvidó mencionar a su otra “hija”. Yester fue una de las responsables de detectar por primera vez la presencia del vector Lutzomya longipalpis en Uruguay, en 2010. Cinco años después, en la localidad de Arenitas Blancas, Salto, identificó el primer brote de leishmaniasis visceral canina: 15 perros infectados. En 2018, diagnosticó al primer paciente humano: una niña que se creía que iba a morir de cáncer. Le salvó la vida. A pesar de sus logros, lamenta: “Hay nueve casos y un muerto”.
No sabe si fue un jején o mosca negra la que picó a su tía, aunque es posible (la otra opción es que haya sido un mosquito, y que muriera de paludismo). Esa diminuta mosca de apenas dos milímetros, si pica a un perro infectado con el parásito Leishmania infantum y luego a un humano, puede diseminar una de las 10 enfermedades con mayor distribución geográfica global y, al mismo tiempo, desatendidas. Para ella, las enfermedades “olvidadas”, como el Chagas y la leishmaniasis, siguen siendo una amenaza global.
“Mis amigos armenios me dicen que, luego de lo de Nature, estoy para el Nobel, que soy una súper científica. Ni soñando. Yo no descubrí nada nuevo, solo describí la presencia del parásito en Uruguay. Tampoco es nuevo lo de los mosquitos. Lo mío es ver cómo las acciones diarias tienen impacto sobre la vida de las personas y volcarlo de inmediato en la comunidad. Quiero que la parasitología vuelva a tener el rol importante que tuvo en la historia, y que se entienda que alcanzar un logro sanitario en enfermedades transmitidas por vectores o en zoonosis no implica no hacer más nada. No es decir ‘ahora que somos ricos nos morimos porque comemos más azúcar’, y dejan de matarnos los insectos o los parásitos. Estos seres vivos también buscan vivir”, explica.
Yester sabe lo que significa sobrevivir. Mosquitos, moscas y parásitos buscan perpetuarse, adaptarse y persistir. Esa lucha le resulta familiar. Su vida, marcada por pérdidas, dificultades económicas y una constante batalla, le enseñó que la supervivencia no es solo instinto: es resistencia, estrategia y, en el caso humano, esperanza.