Dicen que un piloto nunca olvida su primer vuelo a cargo de la aeronave. Juan Chalkling da fe de esto. Recuerda cómo estaba el cielo, el ruido del motor, hasta el olor de la cabina. Sin embargo, no tiene idea de cuántos años tenía cuando vivió su primer viaje como tripulante. Fue en algún momento de su infancia, cuando el avión era el medio de transporte de su familia, oriunda de Paysandú, para asistir a remates en distintos puntos del país.
Lo que Juan Chalkling sí recuerda con claridad es la edad de su primer hijo, Thomas, cuando subió por primera vez a un avión: tenía apenas 12 días de nacido. “Vivíamos en Treinta y Tres, Thomas nació en Montevideo y yo soy de Paysandú. Hacíamos ese triángulo a menudo. Son 560 kilómetros por tierra que se pueden hacer en una hora y algo por avión. Le preguntamos a la pediatra si podíamos viajar y dijo que no habría problemas, tomamos las precauciones y desde ahí empezó a ser un pasajero permanente”, relata. En aquellos años, volaban con frecuencia, y para Chalkling, esos viajes eran muy disfrutables. “Muchas veces Thomas se quedaba dormido durante el vuelo y despertaba cuando llegábamos, al apagarse el ruido del motor. Más adelante nació mi hija, y ella también se sumó como pasajera”, cuenta el orgulloso padre.
Hoy Thomas tiene 19 años y es piloto desde los 17, Isabel tiene 15 y espera cumplir los 16 para comenzar el curso. “La pasión heredada se mantiene en la familia”, subraya Chalking.
Su padre, Carlos Chalkling, fundó en 1948 una empresa de aviación comercial. Con el tiempo, diversificaron sus actividades hacia la fumigación aérea y desarrollaron infraestructura clave: construyeron un aeródromo, una estación meteorológica y hangares. Actualmente, la empresa también cuenta con un taller y un Centro de Instrucción de Aviación Civil.
En ese entorno creció Juan, quien obtuvo su licencia de piloto privado a los 17 años. Posteriormente, completó los cursos de piloto comercial, instructor de vuelo y varias especializaciones complementarias. Su carrera lo llevó a trabajar en fumigaciones, aerosiembra y plantaciones de arroz, y en años más recientes también se sumó al combate de incendios. Todo, siempre, desde el aire. Como a muchos de sus colegas, le resulta difícil poner en palabras lo que se siente al volar.
“Todos los que vuelan son personas con un don especial, el don de la libertad, de despegarse de la tierra. En algunos lados se dice que los pilotos son una raza especial y, en realidad, no tienen nada especial. Lo que sí tienen es una pasión por la libertad, por el vuelo, por sentir esa sensación de paz sobre una capa de nubes, o en un cielo azul, o el desafío de evitar una tormenta”, ensaya.
Para él, hay “cosas maravillosas” que nunca dejan de asombrarlo: “Un amanecer visto desde el aire es algo hermoso, lo mismo que un atardecer (…) O cuando saco a volar gente que no lo hizo nunca. Ver la cara de un niño en ese primer vuelo es como recibir una inyección de vida. Te genera paz, bienestar, fortaleza, y un decir ‘estoy haciendo algo útil, creativo y positivo’”.
Y eso, a pesar de que en su primer vuelo de instrucción, Chalkling pasó un buen susto. “Era en un avión de tren convencional, más difícil de controlar en tierra. Fue derecho hacia un alambrado y ahí metió las manos el instructor y salimos airosos de la maniobra. Cuando aterrizamos, le pedí disculpas y le dije ‘esta carrera no es para mí’. Pero él empezó a reírse y me dijo: ‘Esto es lo que le ocurre a cualquier persona normal, hay que recordar que el ser humano no está hecho para volar. No tiene las condiciones, sino que las adquiere’”. Y así comenzó su proceso de aprendizaje.
Después de varios años y unas 10.000 horas de vuelo, relata que solo ha enfrentado “un par de emergencias por temas de combustible” y una única ocasión en la que un problema mecánico lo dejó sin opciones. Fue en octubre, mientras regresaba de Treinta y Tres con su esposa, adonde habían ido a buscar un cachorro. El motor falló y se vieron obligados a realizar un aterrizaje forzoso que terminó en un bañado, a escasos metros de un alambrado. “Gracias a Dios no pasó nada y, en realidad, no nos asustamos. En parte porque no tuvimos ni tiempo, y en parte porque uno tiene un entrenamiento para hacer eso, la instrucción ayuda mucho (…), prácticamente fuimos resolviendo lo que teníamos adelante”, cuenta. Tras aterrizar, siguieron los protocolos: salieron rápidamente del avión, realizaron las llamadas y denuncias correspondientes y notificaron al seguro.
Volar todos los días.
Fabián Scavone sí recuerda perfectamente la primera vez que viajó en avión. Tenía 21 años, estudiaba Arquitectura y estaba de gira con su coro en Estados Unidos. “Me encantó la sensación y dije: ‘Quiero volar’”. Comenzó a investigar y descubrió que tenía un tío lejano que era piloto e instructor de vuelo, así que fue a verlo a Melilla. Al día siguiente, comenzó a aprender. “A esa altura trabajaba y estudiaba, me podía pagar el curso y empecé por hobby”, recuerda. Hizo una instrucción tras otra hasta convertirse en formador de pilotos e incluso tuvo un breve paso por Pluna. Luego regresó a la escuela de su tío como instructor, hasta que él se jubiló y Fabián quedó a cargo.
Podría decirse que todos los días Fabián se acerca una o dos veces al cielo. Sin embargo, lo hace con mucha menos frecuencia que antes, cuando en su escuela había menos instructores y él podía llegar a volar hasta ocho veces en una jornada. Aunque ahora pasa menos tiempo en la cabina, mantiene el entusiasmo intacto y organiza actividades para fomentar el compañerismo y la aviación. “Todos los viernes con la escuela vamos a almorzar a Punta del Este. A veces vamos cuatro, a veces van otros amigos que también tienen aviones y somos 10, en ocasiones somos solo dos. Salimos al mediodía, volamos a Punta del Este, y volvemos de tarde”, cuenta. Quienes no tienen avión propio pueden alquilar el de la escuela y cubrir los costos (combustible y uso), que, dependiendo de la nave, oscilan entre US$ 120 y US$ 200 por hora de motor. La ida y vuelta insumen unas dos horas de vuelo.
Otras veces organiza viajes más largos, como el de mediados de noviembre, para participar en el “1er Festival del Mercosur: Rivera Vuela”, al que asistió con un buen grupo de amigos, instructores, alumnos y exalumnos.
Para Fabián, volar es una pasión “y, como tal, es bastante indescriptible. Hay todo un misticismo alrededor de eso, y aunque podría decirse que solo consiste en mover las palancas de una máquina para que haga lo que uno quiere -con ciertas reglas, respetos y cosas que cumplir-, eso te lleva a algo que la persona no está capacitada para hacer por sus propios medios. Es una sensación que no se puede sustituir por otra, porque volar es único”, responde.
Únicas también son las ocasiones que se pueden presentar, y Fabián no ha dejado pasar oportunidades. Hace unos años, unos amigos -un par de hermanos que habían sido sus alumnos y luego se compraron un avión- lo invitaron a cruzar la Cordillera de los Andes, y el piloto aceptó. Se lo pensó, por todo lo que la Cordillera implica en estas latitudes, pero no dudó mucho. “Si yo digo que no, pero ellos igual quieren ir, van a llamar a otro y se irán. ¿Prefiero que el otro me cuente cómo le fue, o mejor ser yo el que lo cuente y lo viva?”, se preguntó. Algo similar le ocurrió unos años después, cuando, a principios de 2020, fue invitado a volar a las islas Malvinas.

En 2020, Fabián Scavone fue invitado a participar en un vuelo sin precedentes a las Islas Malvinas. “Nos invitó un argentino. Iríamos en dos aviones -el suyo y el nuestro- y un helicóptero chileno. La idea era que participaran aeronaves de los tres países para enviar un mensaje de confraternidad”, relata.
La travesía comenzó en Melilla, desde donde volaron a Comodoro Rivadavia, Argentina, para encontrarse con las demás aeronaves. Desde allí continuaron hacia Santa Cruz y, finalmente, cruzaron el mar hacia las islas. El 4 de marzo partieron con horarios desfasados para coordinar un aterrizaje casi simultáneo. En el caso de los uruguayos, el cruce marítimo tomó dos horas y 50 minutos. “No sentí miedo. Íbamos preparados, con todas las medidas de seguridad necesarias. Llevamos una balsa y trajes para el agua fría, por si algo fallaba”, cuenta. Sin embargo, prefirió no dar demasiados detalles a su esposa para evitar preocuparla. “Llevábamos rastreador satelital y los alumnos y conocidos de la escuela estaban pendientes de eso, como si fuera la llegada a la Luna. Ella se dio cuenta de que era porque estábamos mucho tiempo sobre el agua”, comenta Scavone. Un aspecto que le llamó la atención fue cómo los argentinos perciben los vuelos a las Malvinas. “Para ellos, es como viajar a otro pueblo del país; no tienen que pasar por aduana ni migraciones. Pero, en realidad, al llegar hay un gobierno inglés que te pide el pasaporte y los documentos, y lo mismo ocurre al regresar”, explica.
El lunes 9 de marzo emprendieron el regreso al continente y, desde allí, volvieron a Melilla. De haberse quedado unos días más, la historia habría sido muy diferente: el 13 de marzo, Uruguay declaró el estado de emergencia sanitaria debido a la pandemia de coronavirus.
Con su avión a Estados Unidos.
Además de participar en los festivales aéreos del país y la región, Fabián y sus colegas viajan desde hace algunos años a reuniones en Estados Unidos. Suelen ir en línea aérea “común”, pero este año decidieron hacerlo por su cuenta: con sus propios aviones, una ruta personalizada, y destinos y tiempos elegidos por ellos. El equipo se compuso de siete personas en dos aeronaves. “Fuimos a dos festivales. Uno fue en abril, se llama Sun ‘n Fun y se realiza cerca de Tampa, Florida. Dejamos los aviones allí por tres meses, regresamos a trabajar cada uno en sus cosas, y en julio volvimos para recoger los aviones, cruzar Estados Unidos y participar en el otro evento, el Festival de Oshkosh, en Wisconsin. Después de eso regresamos a Montevideo”, relata a Domingo.
¿Cuánto duran estos viajes? “Depende de qué tan rápido uno lo quiera hacer”, responde el piloto. Es evidente que no puede ser en un solo tramo, porque este tipo de aeronaves tiene una autonomía de aproximadamente seis horas. Pero cuándo y dónde parar ya es cuestión de gustos. “Llegar hasta Miami nos llevó siete u ocho días. En la parte del Caribe lo hicimos bastante más lento, para conocer alguna isla más. Por ejemplo, en vez de volar seis horas sin parar, hacíamos 45 minutos para saltar de una isla a otra y conocer más lugares”, explica. Se lo tomaron como un paseo y, por lo tanto, “no era cuestión de tiempo o de llegar rápido, sino de aprovechar. También salimos con días de reserva, porque esto también depende mucho del clima y hay situaciones en las que no podemos volar. En este tipo de viajes, si bien hay que planificar, uno tiene que poder estar abierto y cambiar de planes rápidamente, especialmente a causa del clima”, agrega.

Volar de un país a otro implica hacer migraciones, por lo que el equipo llevaba los documentos necesarios y tenía la precaución de que el primer y último aeropuerto de cada país fueran internacionales. “Brasil es un país muy grande, nos llevó tres días cruzarlo. Entre medio, podíamos parar en aeroclubes o pistas pequeñas. En nuestro caso, el requisito era que tuvieran combustible, que fueran ágiles y, en caso de que cobraran tasas, que fueran baratos”. Tomaban estas decisiones guiados por recomendaciones de amigos, mapas e información disponible en aplicaciones.
Después de Brasil, pasaron por la Guyana Francesa, Guayana, isla Grenada, isla San Martín, Providenciales (en las Islas Turcas y Caicos, territorio británico), y llegaron a Florida, Estados Unidos. En el segundo tramo del vuelo, cuando atravesaron el país para ir de un festival a otro, hicieron unas 12 horas de vuelo en tres o cuatro días, parando también en los lugares que les resultaban atractivos. De regreso a Uruguay, siguieron una ruta similar, pero en el Caribe eligieron conocer alguna isla más.
El otro avión que hizo la travesía a Estados Unidos es el de Félix Leborne. Él también comenzó con la aviación de joven, cuando estudiaba en la Facultad. “No tenía una familia para nada voladora ni relacionada con la aviación, pero con otros amigos nos empezamos a entusiasmar entre nosotros, a hacer el curso y a ver qué pasaba. De ahí en más, nos enganchamos con la actividad. Luego tuve la suerte de poder comprar el avión que tengo en 1996, y es el que manejo hasta el día de hoy. Fui haciendo diferentes experiencias de vuelo: primero con amigos, después me casé y volé con mi señora, luego con mis hijos”, cuenta. Para él, “esto es un hobby”, al que además le encontró una veta comercial, ya que es proveedor de lubricantes y productos para la aviación. Por eso, hoy vuela por distintos motivos: algunas veces por paseo, otras tantas por negocios (visita clientes o participa en eventos), pero siempre con placer y disfrute.

“Es difícil de explicar. A mí me gusta aprender cosas nuevas, y en esto uno está siempre aprendiendo. Implica una mezcla de técnicas con teoría; no se trata solo de una destreza, y esa combinación me gusta”, dice sobre el atractivo del aire. Al igual que sus colegas, Félix encuentra dificultades para expresar lo que siente al volar. “No lo puedo explicar exactamente... uno está volando en un espacio aéreo donde no está completamente solo, pero los demás se cuentan con los dedos de las manos. No es que vas en una carretera, con 150 autos atrás y otros tantos adelante. Acá estás medio solo, apenas hay comandantes de línea aérea que están volando mucho más alto que tú. Se siente cierto orgullo de poder estar compartiendo ese espacio aéreo con tripulaciones profesionales y gente que vive de eso”, añade.
Lo de Estados Unidos surgió después de un tiempo de “manija”, porque un amigo suyo lo había hecho en 2015. Disfrutó de la planificación y las averiguaciones previas, y también celebró como acertada la decisión de dejar las aeronaves allí para regresar meses después. De lo contrario, hubiera sido más estresante y tal vez no habrían podido disfrutar de los paseos por Estados Unidos, donde “volar es la panacea” debido a lo bien organizado y dispuesto que está todo.

En Uruguay, los pilotos se forman en escuelas de vuelo o en los Centros de Instrucción de Aviación Civil (CIAC). En estos lugares se imparten cursos teóricos y prácticos organizados por niveles. El primer paso es obtener la licencia de piloto privado, que habilita a volar sin remuneración. Luego, es posible avanzar al nivel de piloto comercial, que permite trabajar y percibir ingresos. El tercer nivel corresponde al curso de piloto instructor. Además, se recomienda realizar capacitaciones adicionales, como vuelo por instrumentos o habilitación multimotor. También está disponible el curso de piloto deportivo, que requiere menos horas de práctica, lo que lo convierte en una opción ideal para quienes desean iniciarse en la aviación.
Juan Chalking, a cargo del CIAC Papa Charlie en Paysandú, y Fabián Scavone, director del Aeroclub Escuela del Aire en Melilla, coinciden en que los cursos tienen una alta demanda, aunque los perfiles de sus estudiantes parecen diferir. Según Scavone, sus alumnos suelen ser jóvenes que financian su propia instrucción. “Les pasa lo mismo que me sucedía a mí: en vez de comprarme un par de zapatos, me guardaba ese dinero para pagar una hora de vuelo. Si bien los zapatos me iban a durar un año y la hora no era más que eso, la pasión te lleva a invertir en lo que te gusta. Si hacés las cuentas, a la larga el costo de la instrucción completa es menor que el de una universidad privada”, comenta.
Por otro lado, Chalking observa una generación de jóvenes que busca formarse como pilotos con el objetivo de ingresar a una aerolínea comercial. También destaca que hay personas que realizan el curso simplemente por placer. “La pandemia fue un disparador; algunos se dieron cuenta de que volar era una asignatura pendiente y decidieron cumplir ese sueño”. En el curso de piloto privado, Chalking señala que entre un 60% y un 70% de los alumnos son jóvenes, mientras que el restante 30% a 40% corresponde a personas mayores que deciden volar por placer.
De alumno a divulgador.
Martín Filippi fue desarrollando su pasión poco a poco. Cuando visitaba a su abuelo, que vivía cerca del aeropuerto de Carrasco, sentía la casa temblar con cada aterrizaje y despegue. En su casa de Nuevo París, sobrevolaban avionetas que salían de Melilla, y disfrutaba jugando con un simulador de vuelo en la computadora. En 6° de escuela, su clase no pudo hacer el paseo de fin de año, y a cambio fueron en bicicleta a Melilla. Lo que habían ahorrado lo gastaron en vuelos en el aeroclub. Recuerda ese día con mucho entusiasmo, y fue entonces cuando le dieron ganas de hacer lo que ejecutaba el piloto: aceptar el desafío de volar un avión.
Con el tiempo, estudió informática y comenzó el curso de piloto. Sin embargo, se rebelaba cuando, durante esa etapa de formación, llegaba al aeroclub y debía ir a la cartelera para ver si podía volar ese día o no, según lo que decía el papelito pegado en el corcho. Para alguien que trabajaba con bases de datos y sitios web, diseñar algo mejor que ese arcaico sistema era completamente posible. Así fue como comenzó a desarrollar herramientas útiles y accesibles para la comunidad aeronáutica. Unificó información meteorológica y creó un portal, volemos.org, donde también empezó a publicar noticias.
Filippi comenzó a posicionarse como un divulgador de la aviación civil en Uruguay. No solo ofrecía información, sino que también desarrolló herramientas útiles para sus colegas. Por ejemplo, logró que en su sitio web se transmitieran las comunicaciones de radio de los aeropuertos, lo cual es de gran ayuda para quienes están aprendiendo. Además, creó mapas de aeropuertos y aeródromos, y llegó a identificar unas 700 pistas de aterrizaje en todo el país. “Lo hice por seguridad. Si voy a Minas y me pasa algo, quiero saber dónde estoy y dónde puedo aterrizar. Los mapas oficiales tenían mal las coordenadas, así que creé uno con la información que me daban los pilotos. Pasé horas, noches enteras, colocando pines en Google Earth. A raíz de eso, se reglamentó que los pilotos deben declarar dónde tienen pistas y ofrecer sus contactos para quienes necesiten pedir permiso de estacionamiento”, relata. El documento oficial está disponible en la web. Allí no figuran las 700 pistas, pero sí unas 300. La mayoría son de establecimientos agropecuarios (utilizadas para fumigación y aerosiembra), centros sanitarios o propiedades privadas. En la zona este se destacan varios helipuertos.
Filippi volaba con amigos o con su familia, y un día fue llamado por Pluna. “Ofrecían becas para terminar los estudios de aviación a cambio de entrar a trabajar con ellos. Me presenté, gané la beca y cerró Pluna”, comenta. Cuando nacieron sus hijas mellizas, entendió que su prioridad era ser padre. “Ya no podía estar pensando en irme cuatro o cinco horas para ver si conseguía volar. Colgué mis alas atrás de la puerta del placard y ahí están”. Aunque ya no vuela tanto como antes, sigue organizando actividades y divulgando a través de su web, podcast y redes sociales. “Por ejemplo, un colegio me pidió que organizara una actividad con los chicos. Conseguí que fueran al aeropuerto, lo conocieran y que la Policía les mostrara sus helicópteros”, revela. Hace poco organizó, junto con el Aeropuerto de Carrasco, una jornada de capacitación para pilotos amateurs de todo el país. Da charlas en escuelas, organiza una 7K en el aeropuerto y participa en eventos.
“Lo hago de forma pasional, sin estrés por lograr nada, sino haciendo algo que me gusta y tratando de lograr que otros se entusiasmen y sigan adelante, con el objetivo de que la aviación sea un mundo más accesible. Hay mucho hecho y de forma voluntaria. ¿Cuánto más se podría hacer? Depende de las ganas, de la voluntad de otros para seguir adelante”, invita.
Martín Filippi explica que en Uruguay la aviación vivió su auge durante las décadas de 1940 y 1950, impulsada por diversas medidas y desarrollos clave. La Ley de Fomento de la Aviación de 1944 estableció un marco regulatorio favorable que permitió la proliferación de aeroclubes en todo el país. A fines de los años 50, se implementó un tipo de cambio preferencial para la importación de aeronaves, facilitando la adquisición de aviones y repuestos provenientes de Estados Unidos a precios accesibles. En ese entonces, al compás del empuje de PLUNA y de la incipiente aviación agrícola, era común que dependencias estatales, bancos, médicos y productores rurales utilizaran sus propias aeronaves. En cada departamento, los aeroclubes se convirtieron en puntos de encuentro para entusiastas de la aviación. A través de festivales, acercaban esta actividad al público, que disfrutaba de las habilidades de los aventureros del aire, incluso de aquellos que llegaban desde otros países. Actualmente, existen 25 aeroclubes distribuidos en todo el territorio uruguayo, organizados bajo la Federación Uruguaya de Aeroclubes.
Los socios que son pilotos pueden ponerse a disposición para volar con otras personas. Por ejemplo, una pareja puede llegar al Aeroclub de Canelones y solicitar un paseo en avión para esa misma tarde. Este viaje tiene un costo que los pasajeros abonan al aeroclub, mientras que el piloto que los lleva no cobra, pero tampoco paga, acumulando horas de vuelo en su bitácora. Por supuesto, esto requiere que el aviador esté disponible en el momento y lugar adecuados. Otra manera de volar sin tener un avión propio es consiguiendo uno prestado. Aunque pueda parecer inusual, esta práctica es común, ya que a las aeronaves les conviene estar en funcionamiento regular, y algunos propietarios las ofrecen a conocidos a cambio del pago de los costos básicos.
También hay quienes optan por compartir la propiedad de un avión. En estos casos, varias personas se asocian para adquirir una aeronave, dividiendo su uso y los gastos de mantenimiento entre los copropietarios.
Para quienes deseen adquirir su propio avión, los precios varían considerablemente según las características de la aeronave. Grosso modo, los valores oscilan entre US$ 60.000 y US$ 400.000, dependiendo de factores como la aviónica, los motores y las hélices. El costo de guardarlo en un hangar, por otro lado, puede ser relativamente bajo; un entrevistado lo comparó con el alquiler de una cochera en Pocitos.