El basquetbolista que marcó una época y hoy disfruta de enseñar y hacer surf mientras sueña con estudiar teatro

Marcelo Capalbo se retiró a los 37 años y lo sufrió. Supo reinventarse convirtiéndose en entrenador. No se ha privado de casi nada: desde hacer surf, bicicleta y música, hasta cocinar en TV.

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Marcelo Capalbo.
Foto: Ignacio Sánchez.

Recuerda muy bien ese día. Volvía del liceo N° 10 en el ómnibus 64 agobiado porque no le daban los tiempos entre tanta cosa: el estudio, la selección juvenil de básquetbol, la preselección mayor, el club Malvín… “Mis objetivos estaban en otro lugar”, cuenta Marcelo Capalbo (54 años) a Domingo sobre el momento exacto en que resolvió dejar el liceo —le quedan unas materias de sexto— y le dijo a sus padres: “Voy a dedicarme a jugar al basket”.

“Mi padre era un bancario, de haber estudiado en el Liceo Francés y poca cosa más, entonces para él el deporte era algo pasajero. Pero tanto él como mi madre me dijeron ‘dale’, me apoyaron y lo único que me pidieron sentados en la mesa de la cocina, donde comíamos todos los días con mi hermana, fue: ‘Si lo vas a hacer, que sea en serio’”, recuerda y sostiene que mantiene ese compromiso hasta el día de hoy.

“Dejé mi rol dentro de la cancha, pero en el básquetbol sigo. Y sigo con la misma dedicación, la misma energía, el mismo compromiso, la misma pasión”, asegura quien ya lleva ocho temporadas como coordinador de las selecciones juveniles del básquetbol uruguayo, además de trabajar en la Escuela de Entrenadores de este deporte. Todo mechado con la empresa que tiene de productos de infraestructura deportiva.

Su vínculo con el deporte siempre se fue dando naturalmente. En su niñez había que salir a la calle para encontrarse con otros. “El movimiento era el principal factor socializador”, señala. “No importaba qué se hiciera, si trepar a un árbol, andar en bicicleta, ir a la playa, generar juegos… no concebía bajo ningún concepto no jugar”, agrega sobre aquella época en que jugaba al baby fútbol en Alas Rojas y ya se empezaba a relacionar con el club de su barrio, Malvín.

Ahí era Marcelito, todos los conocían y él jugaba al básquetbol para su gente. Por eso dice que su primer gran cimbronazo se dio cuando Hebraica Macabi adquirió su ficha. “Yo tendría unos 20 años y tenía que jugar para personas que no conocía”, comenta sobre el momento en que se dio cuenta por completo de lo que era dedicarse a esto en forma profesional.

Marcelo se caracterizaba por ser un base veloz y atrevido. Fue campeón sudamericano con la selección en 1995 y 1997, entre muchos otros títulos y reconocimientos que obtuvo a nivel local e internacional. Por su altura, siempre tuvo que justificar más su presencia en la cancha. “Primero estaban los altos, luego el biotipo… pero eso va alimentando un proceso de fortaleza mental que termina siendo el condicionante más importante para esta profesión”, rescata.

Dice que todo se le dio muy rápido, por eso también tomó decisiones que con el diario del lunes evalúa como equivocadas. La primera tuvo que ver más con sus padres y el miedo de dejarlo ir a estudiar a una universidad de los EE.UU. “Era otro mundo, no había tanta comunicación. Hoy es diferente, solo te falta el abrazo, después está todo”, expresa sobre un error que no quiso cometer con su hijo Lucas, al que sí alentó a vivir la experiencia.

Otra mala decisión fue volverse de Europa para jugar en Welcome, club que lo tentó con un muy buen contrato. “Yo soy muy familiero. Acá estaban mis padres, yo estaba formando mi propia familia. Si bien la pasé bárbaro, salí campeón y cumplí mis objetivos, pienso qué hubiera pasado si me quedaba en España. Cuando volví a ir habían pasado más de tres años, tenía 28 años y ya no era lo mismo”, afirma.

Y lo tercero que lamenta fue haber rechazado una invitación para un pre-draft camp de la NBA por priorizar competir en el Sudamericano con Macabi, con sus amigos. Se guió por quienes le dijeron que ya vendrían otras oportunidades… pero no llegaron. “Me hubiera gustado haberme medido y haber conocido un mundo con el que en Uruguay jugábamos con la imaginación”, apunta.

A pesar de todo eso, considera que nada le ha resultado lo suficientemente pesado como para arrepentirse. “Hoy, si paso raya, creo que me transformé en profesional y logré hacer cosas deportivamente demasiado temprano para lo que era el mundo de acá”, evalúa quien se define siempre como basquetbolista. “Mi función hoy es ser entrenador, pero mi ser es ser jugador. Me voy a morir siendo deportista de alta competición”, subraya. Por eso pasó muy mal cuando, obligado por continuas lesiones —tiene tres tornillos en el tobillo y una prótesis de cadera— y a pedido de su esposa Ingrid, decidió retirarse.

“Fue duro. No me entendía como persona, era un jubilado de 37 años. Recibí mucho amor familiar, mucha comprensión, y creo que ahí el deporte me salvó la vida”, confiesa.

Ya no tenía la manada al lado, como le gusta decir. Esos abrazos, esas sonrisas y esas puertas que se le abrían por ser jugador, ya no estaban. “No hay mal que por bien no venga. Todo lo que me pasó dentro de la cancha me volvió a pasar afuera: volver a empezar, volver a pararme”, acota.

Al tiempo hizo el curso de entrenador, luego el de gestión deportiva y se preparó mucho para enseñar. “A los años entendí que mi verdadera pasión no era tanto jugar, sino que era enseñar. Puedo quedarme 10 horas enseñando”, reflexiona entre risas. Entonces se le vienen a la mente dos grandes entrenadores que se volvieron amigos: Enrique Parrella —“un tipo imprescindible”, lo define— y Carlos Surroca. “Fueron militantes de valores. En época de dictadura me enseñaron valores que eran impensados en ese momento: solidaridad, compromiso, juego colectivo, búsqueda del éxito para todos… hasta sentir vergüenza si mis logros iban por encima del equipo”, destaca.

Para Marcelo todo se resume en las relaciones humanas. “Vivimos solamente para eso, lo otro es accesorio. Lo primero es la socialización, es el afecto, el compromiso con el grupo”, remarca.

Pero si tiene que hablar de deporte en concreto, le enoja mucho que en Uruguay no exista una política para la alta competición y que ninguna de las dos fuerzas que este año pugnaron por la Presidencia de la República se haya referido al tema.

“En Uruguay los éxitos deportivos no fueron únicamente hazañas o grandes rendimientos de deportistas, sino el coletazo de grandes procesos históricos y de decisiones políticas. Hoy el sistema clubista está en decadencia y cuesta aceptar el concepto de que el deportista es un trabajador. Yo creo que hay que discutir el tema, poner objetivos y plantearse cosas. Deporte de alto rendimiento no es que viajen, que les den ropa… es otra cosa”, enfatiza.

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Marcelo Capalbo en Guruyú Waston, donde entrena a los juveniles.
Foto: Ignacio Sánchez.

Otras caras

Marcelo va a cumplir 26 años de casados con Ingrid, con quien son padres de Martín (28) —DJ y diseñador gráfico—, Lucas (24) —basquetbolista de Malvín— y Ariana (20) —estudiante de Administración de Empresas y entrenadora de gimnasia artística. Toda la familia es amante del mar, de hacer surf juntos en La Paloma o simplemente de meterse al agua con sus perros (dos golden y una yorkshire; además tienen dos gatas). “No hay otro mejor lugar en el mundo que ese momento”, asegura.

Marcelo también tuvo su momento de hacer ciclismo de ruta con amigos, en tanto se lamenta que sus lesiones no le hayan permitido competir en tenis, una espina que le quedó.

“Todas las cosas que desarrollan pasión, que desarrollan energía, a mí me gustan”, dice. Y en eso también entra la pasión por la música, que le viene de cuando con 15 años sus padres le regalaron una guitarra eléctrica para su cumpleaños. La tuvo que dejar por el deporte, pero hace poco retomó tomando clases de bajo que por ahora quedaron en stand by.

También se ha probado como escritor, contando anécdotas de su vida y su carrera en el libro Deleite —“nombrete que me pusieron los mayores cuando me veían jugar en Malvín”, explica—, ganador del premio Bartolomé Hidalgo.

Como si fuera poco, fue participante de Masterchef a pedido de su hija Ariana, que no lo vio jugar al basket pero quiso verlo cocinar y él se divirtió mucho haciéndolo; panelista de Esta boca mía, lo que lo obligó a opinar de temas que ni conocía, pero de los que valoró informarse, y actualmente integra Zona Basket (DirecTV), algo que hace “con los ojos cerrados”.

De este año rescata especialmente el retorno a Malvín, su lugar. “Volví a sentirme parte del club del cual fui hincha toda la vida”, remarca y confiesa dos cuentas pendientes que piensa concretar ni bien pueda: estudiar teatro y cumplirle a Ingrid el sueño de recorrer Europa en casa rodante.

“Yo tengo un concepto de la felicidad bastante complicado. La gente cree que es pasarla bien; yo creo que es otra cosa. Yo me siento feliz resolviendo problemas, metiendo para adelante cuando la cosa se complica, siendo un privilegiado y viviendo de lo que me gusta, teniendo hijos sanos... A veces la adversidad es parte del camino”, concluye.

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