El robo de las monjitas, el banco de la Iglesia y el edificio Santa María

En mayo se cumplen 60 años de un capítulo único de la crónica policial uruguaya, digno de un guión de Hollywood.

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Asalto al Banco La Caja Obrera, sucursal de Agraciada y Rondeau. Año 1963.

Por: Andrés López Reilly

El próximo 20 de mayo se cumplirán 60 años del “robo de las monjitas”, un capítulo insólito de la crónica policial uruguaya, digno de un guión de Hollywood. En ese día de 1963, dos hombres disfrazados de religiosas asaltaron una sucursal del Banco la Caja Obrera ubicada en Rondeau 1637 esquina Agraciada (hoy Avenida del Libertador). Lo hicieron sin lastimar a nadie y se esfumaron sin dejar rastros, llevándose una verdadera fortuna. La Policía investigó el caso durante años y nunca logró dar con los asaltantes, aunque se manejaron varios nombres como responsables, entre ellos los de personas que luego se transformaron en conocidos políticos y empresarios.

HACE SEIS DÉCADAS. Guillermo Cabrera, por entonces de casi 7 años de edad, vivía con su familia en el octavo piso del edificio ubicado en Agraciada y Galicia. Aquél día nublado y ventoso se dirigía hacia la escuela República Argentina, donde cursaba segundo año. Estaba saliendo tarde (habían pasado unos minutos de las 13:00 horas) y bajaba por uno de los dos ascensores junto a su madre y su hermano, un poco mayor que él, cuando ocurrió algo de lo que no se olvidó jamás. Al llegar a la planta baja y abrir la puerta, se topó con dos figuras que en su momento le parecieron “majestuosas”, con “unos trajes que volaban para todos lados”.

Eran dos “monjas” (luego supo que se trataba de hombres disfrazados) que acababan de asaltar una sucursal del Banco la Caja Obrera. Curiosamente, la institución financiera tenía vínculos con la Iglesia. Y el edificio al que los delincuentes ingresaron para despojarse de los hábitos -y fugar después como “civiles” mezclándose entre los peatones- se llamaba Santa María.

“Las ‘monjas’ me miraron y no me dijeron nada. En aquél entonces, el edificio Santa María tenía dos accesos por la avenida Agraciada (con los números 1632 y 1640). Y ellos entraron por la segunda”, recuerda Cabrera a Revista Domingo.

“Pero el edificio, como si fuera una cueva preparada para ellos, en los pisos 1 y 2 tenía oficinas que compartían en algún recoveco un baño general. Esta gente, vestida de paisano, entra por la calle Galicia, sube a uno de estos niveles, se cambia de ropa y la dejan oculta ahí; luego bajan y salen por Agraciada. El portero, un señor de apellido Correa, que siempre estaba vestido de azul, los ve pasar. Cruzan Agraciada y Rondeau, una ‘proeza’ para la época porque no había semáforos. Y se dirigen hacia el banco”, agrega Cabrera, hoy arquitecto de profesión.

En aquella época, muchas personas tenían una Cuenta Corriente en el Banco la Caja Obrera, entre ellas su padre. Y la sucursal, que trabajaba con importantes firmas comerciales, se ubicaba cerca de muchos negocios, por lo que el barrio tenía un gran movimiento. Saliendo del edificio Santa María había un almacén -situado junto a una ferretería que todavía existe- cuyo propietario se llamaba Raimundo Valverde. Al costado se hallaba una agencia de Loterías y Quinielas y a la vuelta, por Galicia, una peluquería, una casa de repuestos para autos y algún otro local. La panadería y confitería Torre Eiffel, muy famosa en la zona, estaba entonces en la calle Rondeau, en la misma cuadra que la afamada tienda Introzzi, uno de los “shoppings” de la época, como lo fue el London-Paris o la Casa Soler.

También muy cerca se encontraba la desaparecida casa Cardellino (una de las más importantes firmas en el rubro radio y electrónica) y el restaurante Il Ritrovo degli Amici, al cual concurrían algunos personajes famosos. Sobre la calle La Paz se ubicaba el popular tablado El jardín de la mutual, que se armaba en una zona de baldíos existente entre esa calle, Rondeau y Paraguay.

Cuando Cabrera regresó aquél día de la escuela, el barrio era “un alboroto terrible”. Todos hablaban del “robo de las monjitas”. Pero él, con 6 años, ni siquiera sabía lo que era una monja. “Le pregunté a mi padre y me explicó. Ahí me asusté terriblemente. Durante mucho tiempo le tuve miedo a cualquier persona que vistiera así. Una vez mi abuelo fue intervenido en el Hospital Militar y mi madre me dejó solo en un corredor. En un momento vi venir a dos monjas y se me representó aquella imagen. Las religiosas me vieron y a mí se me transformó la cara. Ellas no tuvieron mejor idea que acercarse para consolarme. Peo me pusieron peor. Lloré despatarradamente hasta que apareció mi madre”, recuerda Cabrera.

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Arquitecto Guillermo Cabrera.

El asalto ocurrió apenas comenzaba la hora de atención al público, en un momento en el que de pura casualidad no había ningún cliente en el banco. Únicamente estaban el gerente Lisardo Valdez, el jefe de oficina Nilo Babuglia, el cajero José Pedro Caligaris, los auxiliares Fernando Da Cruz y Alberto Pedro Castagna y el conserje Julio Acosta. Aquel lunes de mayo, había en la caja una suma superior al medio millón de pesos.

Próximo a las 13:05, las monjitas bajaron por Agraciada ataviadas con túnica gris, velo negro y cofias blancas. En el tramo que caminaron habían logrado pasar desapercibidas. Según la crónica del asalto escrita por el periodista Ángel de Vitta, “una” era alta, delgada y llevaba lentes transparentes que permitían dejar ver sus ojos claros, dando el aspecto de ser “rubia”. La “otra” era baja, “rellenita”, de cutis también blanco y llevaba lentes oscuros.

Testigos dijeron que eran jóvenes de entre 25 y 30 años. Y que la “monja” más baja iba por la calle “matándose de la risa” por algo que le cuchicheaba al oído a la más alta. Pero en un momento, los personajes dejaron de pasar desapercibidos: subiendo por Agraciada hacia el Centro, venía un grupo de liceales que se cruzó con ellos y notó algo raro en sus desplazamientos. Los pasos que daban eran muy largos.

Una de las estudiantes, María del Carmen Porta, de 12 años, se percató que se trataba de dos hombres disfrazados y por curiosidad los siguió. Sus compañeros le dijeron “no te metas en líos” y continuaron. La chica vio el momento en el que ingresaron al banco y “se hizo toda la película”. Pensó: “Estos tipos van a robar”.

De Vitta continúa explicando que la liceal corrió hasta una farmacia cercana a denunciar el hecho. Y aunque no le creyeron del todo, llamaron a la comisaría, donde demoraron en atender. Un cliente de la farmacia fue hasta el banco, miró a través de la vidriera y observó que una de las “monjas”, la más baja con lentes oscuros, se encontraba sentada junto a la entrada a la Gerencia, al lado del mostrador, desde donde miraba hacia la calle.

La vio tan serena que rechazó la idea de que hubiera un robo en proceso. Cuando la liceal regresó al sitio, vio como las “monjas” se alejaban presurosas. Quiso seguir sus pasos cruzando Agraciada, pero el tránsito se lo impidió. Y se perdieron de vista.

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Los policías que no salen de su asombro.

EL ROBO Y LO QUE PASÓ DESPUÉS. En esa época era usual que hermanas de caridad concurrieran a los bancos en busca de dádivas, por lo que su presencia no llamó la atención. Sin embargo, el gerente les mandó decir que no estaba. Y que por donativos, debían dirigirse a la casa central.

Continúa De Vitta: “Las ‘religiosas’ rápidamente se separaron. Y mientras ‘una’ se desplazaba junto al mostrador, la ‘otra’ entraba decidida al despacho del gerente y luego al recinto de los empleados. Cuando se acercaron, éstos advirtieron que se trataba de dos hombres empuñando sendos revólveres calibre .38 que extrajeron de los bolsos negros que transportaban. El más bajo llevaba la voz cantante y con acento calmo indicó a los empleados que pasaran ‘por la segunda puerta’ (a la cocina y el baño) apuntándoles con el arma. Un segundo después se le sumaba el otro. ‘¡Que salga el gerente!’, ordenaron. Cuando el mismo les abrió la caja fuerte, uno de los asaltantes lo hizo volver a la cocina. Con tono sereno pero firme, espetó: ‘Quédense quietos y no pasará nada. Si alguien se asoma les tiramos un Molotov” (bomba de fabricación casera).

El asaltante buscó unos instantes la llave para cerrar por fuera la cocina pero no la encontró y simuló atarla con una cuerda. Lo que pasó después nadie lo vio. Se robaron en total 406.485 pesos uruguayos, pero dejaron 118.000 pesos más que no sabían que se hallaban en una caja auxiliar, en una pieza al lado de la cocina donde estaban los empleados. Toda la acción la hicieron en solo siete minutos. Y ocho minutos después, llegó la Policía.

¿Quiénes estaban bajo esos hábitos? Nadie lo sabe, aunque con los años se manejaron muchos nombres: el que mostraba tener cierto éxito económico a partir de 1964, era candidato a ser culpable. Uno de esos nombres fue el del conocido empresario y promotor de espectáculos Everli Rodríguez.

En agosto de 2021, entrevistado por Revista Domingo, Rodríguez se refirió por primera vez de forma pública al tema. Ante la pregunta de si él fue una de las “monjitas”, respondió entre risas: “¡No! ¡Claro que no! Pero ese rumor me ha perseguido siempre. Nunca estuve en un juzgado. Hace unos años estaba almorzando en La Pasiva de Carrasco y un señor de bastón hablaba de mí como una de las monjitas. Me levanté de la mesa y le dije: ‘¿Usted sabe quién soy?’ No, me respondió. Cuando le expliqué que yo no había robado ese banco, su mujer me dijo: ‘Bueno, pero es lo que se comenta’”.

¿Ladrones argentinos?

La Policía jamás pudo dar con los asaltantes. Y la prensa se hizo un festín con el caso. Incluso periodistas de la desaparecida revista Mundo llegaron a disfrazarse de monjas para recrear el atraco. Una de las teorías que se manejó fue la de que se trataba de asaltantes argentinos, porque en esa época algunos cruzaban el río para hacer de las suyas de este lado. Las “monjitas” mostraron mucha calma y “profesionalismo” durante el asalto, que la Policía siempre creyó que fue “entregado”.

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