EL PERSONAJE
Es una de las escritoras uruguayas más importantes de la actualidad. Este año recibió el Bartolomé Hidalgo, el Sor Juana Inés de la Cruz y el Premio Nacional de Literatura por su novela Mugre rosa.
El miércoles primero de diciembre fue un buen día enGuadalajara, México. A pesar de que parecía que iba a llover una lluvia intensa, el cielo estuvo liso y claro de una manera prolija y brillante, como un homenaje, como presagio. Ella había llegado a la ciudad hacía una semana pero ese día era especial: era el momento en el que todo —el trabajo, el esfuerzo, la entrega y los años, la fe en la escritura y la certeza de que al final las cosas suceden — terminaba de completarse, de encontrar un sentido, un cauce. Porque después de más de veinte años publicando y tantos más escribiendo, Fernanda Trías (45) iba a recibir, ese primero de diciembre, el premio Sor Juana Inés de la Cruz, que entrega la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, uno de los reconocimientos literarios más importantes para autoras de habla hispana.
La ceremonia fue en el mismo lugar en el que se entregan los Sor Juana todos los años: el Auditorio Juan Rulfo, un espacio grandísimo, blanco e iluminado por unas lamparitas brillantes que le dan un aire mayestático y elegante.
Fernanda llegó temprano. Estaba tranquila de una manera extraña, rara, ajena. Se había preparado para ese día durante un mes entero y no quería — no podía— fallar: que le temblaran la voz y las manos cuando quisiera hablar, que le ganara la emoción y no pudiese pronunciar las palabras. Había estudiado el protocolo y lo había repasado, había buscado un espacio de silencio para saber qué era lo que quería decir en los que, quizás, serían los quince minutos más importantes de su carrera como escritora hasta entonces: los quince minutos que tenía que durar su discurso como ganadora del premio, los quince minutos en los que todo — el público, las luces, las cámaras— recaería sobre su cuerpo y su voz.
Lo hizo así: se vistió con un pantalón y unas botas negras y discretas, se puso una camisa blanca y negra, se dejó el pelo suelto — oscuro y larguísimo— cayendo sobre el hombre derecho, escuchó con atención y con mesura el discurso de Marisol Schulz, directora de la FIL, y la lectura del acta del jurado a cargo de Ave Barrera, y una semblanza sobre su trayectoria que hizo la escritora Andrea Jeftanovic. Miró hacia abajo, sonrió apenas, recibió el premio — un diploma blanco con un marco rojo— por parte del rector general de la Universidad de Guadalajara, Ricardo Villanueva y finalmente caminó hacia un atril gris y sobrio para leer su discurso. Habló sobre Mugre rosa (Random House 2020) la novela distópica por la que recibió el reconocimiento, y por la que, un mes antes, había recibido el premio Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro. Habló sobre el pasado y la memoria — “Yo, al igual que la protagonista de Mugre rosa, no sé qué busco cuando revivo el pasado, qué señales y grietas en el tejido del tiempo, qué intento atrapar en las redes de la memoria”— habló sobre la crisis climática— “Si cada generación piensa su propio apocalipsis, yo pertenezco a la que está protagonizando el terror climático”— habló sobre la angustia — “No conozco a nadie que escriba a quien no le duela el mundo” , sobre las mujeres que escriben — “Nunca en la historia de la literatura ni en la historia de la humanidad, las mujeres que escribimos habíamos tenido tanta visibilidad”— y sobre el terrorismo de Estado — “Quiero agradecer a México, porque soy Uruguaya, porque nací en dictadura, y México y su embajda en Montevideo le tendieron la mano a cientos de perseguidos y víctimas del terrorismo de Estado”—. Sin embargo, todo se trató sobre un solo tema, sobre una sola cosa, la única cosa, la cosa definitiva, la cosa absoluta: “Yo sigo hablando sobre literatura”, dijo.
Quince días después, un miércoles a las cinco de la tarde en Uruguay, Fernanda dice, en una videollamada desde la casa de su hermano en Los Ángeles, Estados Unidos, que lo único sobre lo que se debería hablar es sobre literatura. Y no lo menciona con soberbia ni con pretensión. Lo dice porque le pregunto cuál es la lucha que tienen que dar las mujeres que escriben hoy. Y lo dice así: “Se supone, porque no lo digo yo, lo dicen desde la crítica y la prensa, que lo más interesante que se está escribiendo en América Latina en este momento lo están escribiendo algunas autoras. Aún así, se sigue hablando sobre el hecho de ser mujer y escribir. Hay una contradicción ahí. Entonces para mí la principal lucha que nos toca librar es que a las escritoras se nos lea desde la letra, desde el texto y no desde la condición de mujer que escribe y desde el tema del que escribimos. La literatura no es el tema, la literatura es la escritura misma, es la poética, la estética. No hay que ver sobre qué escribimos sino cómo lo escribimos. La mujer tiene que dar la pelea de que se le permita existir escribiendo sobre cualquier cosa y no únicamente sobre temas que son considerados de mujeres, que se lea desde la propuesta literaria, desde la letra y no desde el cuerpo que escribe”. Después, agrega: “El otro gran desafío es mantener esta visibilidad, porque como todas las luchas, todos los terrenos que se ganan se pueden perder. Tenemos que salirnos del fenómeno y volver a hablar de lo que importa, que es la literatura misma”.
¿Cómo alguien se convierte en escritora? ¿Cómo, cuando no hay referencias ni ejemplos ni espejos, alguien — una adolescente de los primeros noventas en Montevideo— decide que va a escribir novelas aunque crea que no va a poder publicar, aunque ni siquiera piense en esa posibilidad porque es una mujer y ella no ha leído nunca a otra mujer que escriba libros?
La historia de Fernanda con la escritura es un poco la historia de Fernanda con los libros. Y también la historia de un conflicto, de una manera incómoda de la existencia.
Nació en 1976 en la Blanqueada, en Montevideo, pero sus recuerdos de la infancia son en el barrio Cordón. Tienen que ver con niños y niñas jugando en las veredas, con amigos del barrio, con la calle Chaná, con bicicletas, con la quema de hojas en las esquinas, con el olor del humo y el calor del verano, con cierto idilio perdido y con la sensación de que pasaba algo — la dictadura— de lo que en su casa no se hablaba. En su familia, dice, el silencio siempre fue algo importante: las cosas no se hablaban. Y en su literatura, se dará cuenta después, también. “Con los años fui repasando y en mi valoración de las cosas creo que esa tensión, ese ambiente de que había algo peligroso de lo que no se hablaba, marcó mi escritura, porque tiene que ver todo el tiempo con los silencios, con algo que no se dice, que es amenazante”.
La adolescencia fue distinta. Fue el momento del conflicto: un momento pésimo, así lo define ella. Fue de sentirse incomprendida, fue de tener pocos o ningún amigo, fue de ser la rara del colegio, fue de una pelea constante con los adultos. Fue de aislamiento y de soledad pero también fue de ir a la casa de su padre, que estaba separado de su madre, y leer todos los libros que se encontraba en la biblioteca. Y entonces, la adolescencia fue, quizás, también, un momento de revelación: de sentir una conexión casi vital con los autores que leía, como Albert Camus o Juan Carlos Onetti o Mario Levrero, como si eso que ellos le decían pudiese rescatarla del mundo, como si solo con leerlos alcanzara para romper con la soledad, para hermanarse con ellos aunque no los conociera, aunque algunos ni siquiera estuviesen vivos.. Fernanda empezó a escribir gracias a esos autores: porque ella también quería poder generar ese vínculo tan intenso con alguien más. “Hasta que alguien no te lee no se completa el sentido de un libro”, dice.
Después de escribir fragmentos en absoluta soledad y discreción sin poder completar ninguno, consiguió el teléfono de Levrero y lo llamó para incorporarse a su taller literario. Él, Mario Levrero, uno de los escritores más relevantes de la literatura uruguaya, fue la primera persona que la leyó. Fue, también, la primera persona en notar que ella no leía a autoras mujeres. En su biblioteca no había mujeres.. Y no se lo cuestionaba. Ahí aparecieron Flannery Oconnor, Clarise Lispector o Carson Mccullers. “Fue muy importante para mí darme cuenta de que las mujeres también escribían”, dice. Porque entonces supo que ella, quizás, también podía, alguna vez, escribir.
Pasó por el taller de Levrero. Logró escribir una novela completa, Cuaderno para un solo ojo. Levrero la mandó a la editorial Trilce, donde él publicaba. Les interesó pero no quisieron publicarla. Un año después Fernanda les mandó La azotea, que publicaron en 2001. Tenía 25 años y la certeza de que eso — escribir, escribir, escribir— era lo quería para siempre.
Estudió traductorado porque sabía que en Uruguay un escritor es alguien que cada tanto publica un libro mientras trabaja de otras cosas que tanto no le gustan pero que le permiten vivir. En 2004 se fue a vivir a Francia gracias a una beca de la UNESCO y desde entonces nunca más regresó a vivir a Uruguay. Pasó por Nueva York, por Buenos Aires y por Chile hasta que llegó a Bogotá, donde vive ahora (ver Sus cosas).
En el medio, casi siempre estuvo sola: era una mujer joven que tenía una obsesión, la escritura, pero no conocía a otras — salvo excepciones, como su amiga Inés Bortagaray—, en América Latina, que quisieran lo mismo, que publicaran, que estuvieran diciendo cosas. Así fue por al menos diez años, hasta que empezaron a sonar otros nombres, como el de Mariana Enríquez o el de Samanta Schweblin que le daban la sensación de red, de una contención que por primera vez podía atisbar las fronteras y encontrarlas.
En el medio hubo otros libros antes de Mugre rosa: No soñarás flores, Cuaderno para un solo ojo, La ciudad invencible. Escribir siempre se trató de una búsqueda. “No me gusta repetir fórmulas, escribir desde mi zona de confort. Mugre rosa fue un intento de salirme de los esquemas en los que ya había escrito y no encuentro manera más evidente de eso que meterme en un género como la distopía, que nunca había trabajado y que podía salir extremadamente mal. Y yo sabía eso, pero igual me lancé a la aventura. Para mí escribir siempre tiene que ser empujar los límites de mis propias búsquedas literarias. Y arriesgar a que todo salga mal, sabiendo que también todo puede salir bien”.
En Uruguay son casi las siete de la tarde pero en Los Ángeles apenas pasó el mediodía cuando Fernanda dice que, desde 2019 no viene al país. Antes venía por las fiestas pero esta vez toda la familia se encontró en Estados Unidos. No sabe, dice, después de casi dos horas de entrevista, si podrá venir el año que viene. Todo el primer semestre lo tendrá ocupado entre viajes a distintos eventos y ferias.
Fernanda dice que agradece que todo el reconocimiento le haya llegado ahora, a los 45 años, después de tanto trabajo y de tanto esfuerzo. Que Levrero siempre le decía que esa era la mejor manera: ni muy rápido, porque podía perderse, ni demasiado tarde, porque podía frustrarse. Que se siente muy agradecida y emocionada pero que ahora necesita mirar hacia adentro, recuperar el silencio: volver a escribir.
Apenas una hora después de terminar la entrevista, el Ministerio de Educación y Cultura anuncia los ganadores de los Premios a las letras. Mugre rosa es, también, la novela ganadora de la categoría Narrativa. Alguien le avisa por las redes y ella responde, en Twitter: “Para cerrar el año con broche de oro (...) ¡¡Gracias!!”, y un corazón rojo.
Sus cosas
MUGRE ROSA. Es su última novela. Además del Bartolomé y el Sor Juana, ganó el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura en la categoría Narrativa y en 2020 The New York Times lo eligió como uno de los mejores libros en español. Allí inventó a una Montevideo distópica que se adelantó a la pandemia: una ciudad en la que hay una peste que lo destruye todo, mascarillas, hospitales colapsados y caos.
MARIO LEVRERO. Fue su primer lector. Participó de su taller de escritura, la ayudó a publicar su primera novela, La azotea, y le presentó a varias autoras mujeres que ella antes no leía: en su biblioteca había solo hombres: Flannery O´Connor, Clarise Lispector, Carson McCullers. Además, tuvieron una amistad cotidiana que fue más allá de la literatura.
BOGOTÁ. Vive en Bogotá, Colombia, donde, desde 2016, da clases en una maestría de escritura creativa. Aunque cree que es una ciudad muy intensa y apabullante para una uruguaya, reconoce que el dar clases y trabajar con distintos jóvenes que empiezan a publicar los textos que trabajaron con ella, le da cierto sentido de pertenencia.