De Portada
La partida de los hijos de casa es una de las crisis vitales, pero no tiene por qué llevar a la angustia y a la depresión de los padres.
El silencio. El orden. La ausencia. Cuando se van los hijos, ese espacio llamado hogar se pone los atuendos más severos y formales. Como si la vida misma fuera el bullicio infantil y adolescente con sus constantes entradas y salidas, con las ropas y las cosas desparramadas. Como si cuando se fueran se llevaran, también, los latidos que mantienen vivo a ese lugar. Lo que dejan atrás es un espacio más pulcro y rígido, como una antigua prenda almidonada.
En la obra maestra de Richard Linklater Boyhood: Momentos de una vida (2014) —un enorme fresco sobre el paso del tiempo y la grandeza de las pequeñas cosas— la vida de Mason y las de su madre y hermana (con un padre presente pero en la periferia) atraviesa muchas etapas. Una constante en ese trayecto vital es cierto desorden y un movimiento que rara vez se detiene. Hacia el final de la película, cuando Mason se está por ir a estudiar a la universidad y la madre quedará sola, el hogar ya luce más disciplinado, arreglado.
"La casa está mucho más ordenada ahora. Cuando ellos todavía vivían acá, había ropa tirada por todos lados". Ruben Montero vive en Minas junto a su esposa. Es docente, y además atiende un comercio. Primero se fue el hijo Germán y luego la hija Eugenia. Los dos se fueron para Montevideo, a apenas algo más de horas de distancias en ómnibus. Regresan a visitar a sus padres bastante a menudo, aunque no tan a menudo como probablemente desee Ruben. Cuando alguno de ellos, o los dos, vuelven a visitar la casa familiar, padre y madre preparan el hogar para el punto más alto.
"Ya desde el jueves empezamos a prepararnos para agasajarlos lo mejor que podamos", cuenta Montero sobre el momento en el cual él vuelve a sentirse como cuando era el padre del cual Germán y Eugenia dependían.
"Es una crisis vital", dice el psicólogo Álvaro Alcuri sobre el momento en el cual los hijos se van a hacer su propio hogar. Pero Alcuri también dice que es una de las varias crisis que se experimentan a lo largo de la vida. "Una crisis es algo que te dice que algo terminó y que otra cosa empieza. Puesto así, claro, no parece algo tan dramático. Pero algunas visiones de la psicología son más catastrofistas. Pero mi visión pone esto en un contexto de una línea evolutiva, y del necesario crecimiento de todos. Los adultos deberíamos entender que educamos a los chiquilines para que lleguen a la adultez. Muchos adultos no entienden ese proceso, y son los que más sufren cuando ocurre el síndrome del nido vacío".
Quienes tienen más de un hijo o hija, como Ruben, deben elaborar como pueden sucesivas partidas del hogar. Alicia Rodríguez despidió a tres hijos. Vive en Tacuarembó, y también ella hizo el viaje desde el departamento hacia la capital para estudiar. Pero ella regresó a Tacuarembó, se casó y sigue viviendo allí. Ahora, dice, se da cuenta que el mero hecho de irse a estudiar a Montevideo es la partida definitiva. Cuando le tocó irse a ella, no entendía y le molestaba que sus padres le expresaran sentimientos de nostalgia o preocupación. "Me decía a mí misma: ¿Qué más quieren? Estoy estudiando, progresando. Ahora los entiendo más, claro".
Para ella, todas las despedidas fueron distintas. Cuando se fue el primer hijo, Agustín, se contuvo todo lo que pudo de expresarle la melancolía que sentía ante su partida. Pero cuando fue el turno de Iara, la hija, la del medio, eso se quebró. "Con el primero, traté de tapar mis sentimientos, disimularlos. No decirle a él que lo extrañaba. Pero cuando se fue la del medio, fue muy difícil, porque era la hija, la mujer. Ahí ya me permití decirle más cosas. Ahora que se fue Gabriel, el más chico, me permito sentir todo. Si siento que voy a llorar, lloro. Lo mismo la angustia. Pero, al mismo tiempo, soy feliz porque volaron: están estudiando y les está yendo bien."
Ni siquiera es necesario, como en los casos de Alicia y Ruben, que se vayan lejos. Mariana Mallada, por ejemplo, dice que su hijo Ramiro —que se fue en 2014 con 26 años— se mudó a apenas una cuadra. Pero que fue "duro" igual. "Fue triste. Al principio, sentía un vacío. Y me aburría. Además, mi marido y yo tuvimos un adelanto de lo que sería, porque cuando se recibió, en 2012, se fue de viaje y estuvo 14 meses fuera de casa. No me podía comunicar mucho con él, porque anduvo viajando por toda América Latina, en lugares sin conexión Internet. Sentía muchos nervios".
Aunque uno sepa que ese día va a llegar, no es fácil prepararse para cuando zarpa el barco que se llevará a los hijos. La psicóloga Florencia Fernández, explica que los duelos se transitan: "Como padres, podemos imaginar cómo será el momento en el que nuestros hijos se vayan, pero es muy difícil prepararse realmente para esa instancia. En el psicoanálisis decimos que no se puede hacer prevención. Me ha pasado que me piden si puedo preparar a un niño para la pérdida de un familiar. Y les digo: Eso es imposible. Los duelos se transitan, y hay que buscar el mejor modo de hacerlo. Pero no se previenen. No hay manera de anticipar cómo será el duelo para una persona en particular".
Algo similar dice Alcuri: "Soy enemigo de las soluciones estándar. Las terapias de manual de auto ayuda son nuestras archienemigas. En las consultas, tratamos a cada uno de acuerdo a sus particularidades, a que recorren sus propios caminos y realicen sus propias búsquedas. Y eso es algo que se tiene que hacer, no te lo pueden vender precocinado, en un manual que te dice que a todo el mundo le va a servir lo que está ahí".
TRANSFORMACIÓN
En ese camino está Mercedes García, madre de un hijo único, Pablo. Hace 12 años que se fue del hogar, en Solymar, para vivir con su pareja. Mercedes y su esposo (que ya falleció) dejaron el cuarto del hijo tal cual estaba cuando aún vivía ahí. "Durante casi un año, el cuarto permaneció igual. Mi marido y yo pasábamos por ahí, mirábamos hacia el cuarto y sentíamos una tristeza enorme. Entonces, decidimos reacomodar ese dormitorio y transformarlo en una salita de estudios con la computadora y otras cosas. Y todo cambió. Ya no era el cuarto de Pablo". Luego Pablo se fue a Nueva Zelanda con su familia, y Mercedes tratará de ir a verlo a él, a su nuera y sus tres nietos el año que viene. Mientras espera por la fecha del viaje, se comunica con ellos a través de WhatsApp, y se emociona cuando recuerda que sus nietos le cantaron "feliz cumpleaños" en una videollamada.
Alicia, por su lado, cuenta que a veces desperdiga ropa por la casa, como para recordar cuando sus tres hijos le hacían rezongar por el desorden. Algunas de las maneras que los que quedan atrás encuentra para intentar preservar con mayor nitidez y riqueza las memorias de una época en la que la casa era más ruidosa, y donde había menos espacio para moverse porque los hijos ocupaban muchos de los metros cuadrados disponibles.
En todos los casos narrados hasta aquí, se trata de un hogar más o menos convencional: hombre y mujer, casados, con uno o más hijos. Pero ¿qué pasa cuando se trata de hogares monoparentales? ¿O cuando se trata de hogares de una clase social menos privilegiada? Para Jorge Cohen, docente de la Facultad de Psicología, "se puede pensar en que en Uruguay los ciclos de vida tienen dos vertientes bien diferenciadas, que tienen mucho que ver con clase social. Y en la clase social de máxima pobreza, los ciclos de vida son mucho más rápidos y abreviados. La emancipación —que es relativa— del hogar parental se da mucho antes, y también se tiende a tener hijos mucho más temprano. Pero a su vez, a menudo no se van del todo del círculo familiar. Ocurre que o siguen viviendo bajo el mismo techo, o se ubican en una casa al lado. Generalmente, se trata de mujeres, con una presencia masculina periférica". En esos casos, señala Cohen, no se produce el síndrome del nido vacío, dado que las generaciones se van reproduciendo a un ritmo más elevado y las diferencias de las edades de hijos y nietos no sean tan marcadas.
En el universo de la clase media — "con el cual la mayoría se identifica, aún siendo de clase alta", acota Cohen—, los cambios en ciertas costumbres dilatan la llegada del síndrome. "En ese universo de clase media, la emancipación de los hijos se produce de una manera cada vez más tardía. Antes, la partida ocurría a los 20, 21 años, mientras que hoy es común que eso se produzca cerca de los 30. Eso retrasa también la edad de los padres para lidiar con el síndrome. Si antes, con una edad entre 45 o 50 años ocurría la partida de los hijos, hoy pasa que es común que estos se vayan cuando los padres ya pasaron los 55 años de edad".
Que muchos se vayan del hogar madre cada vez más tarde genera en los padres un doble impacto negativo: por un lado, la tristeza que se siente cuando el hogar parece enmudecer. Por el otro, los años para poder rehacer la vida sin hijos y poder dedicarse a la pareja y a los placeres de la autonomía disminuyen.
Hay un capítulo de la serie Los Simpsons —el primero de la cuarta temporada— en el cual Bart, Lisa y sus compañeros de clase se van de vacaciones. Los padres van a despedir a los párvulos, acongojados. Cuando el ómnibus con los pequeños se pierde en el horizonte, explota la algarabía entre los adultos.
Aunque no se trate de un caso equivalente al síndrome del nido vacío, tanto Homero como Marge recuperan la pasión en la pareja y se encuentran con tiempo libre para gozar de ciertas cosas que, con los pequeños en casa, les eran vedados.
Al respecto, Fernández sostiene que "en algunos casos puede generarse cierto alivio cuando los hijos se van". En parte, porque, como han señalado varios de los padres y madres consultados, puede haber hasta una sensación de orgullo cuando se ve que quienes están estrenando adultez se destacan en sus estudios o puestos de trabajo. "Si se trata de una mudanza relacionada con la construcción de un proyecto personal, puede pasar eso", añade Fernández.
"El tiempo ayuda a recomponer y a elaborar el duelo", comenta Mariana y más allá de que agrega que el dolor por la partida de su hijo nunca se fue del todo, ella y su marido tienen una vida bastante activa que incluye trabajo, viajes y un círculo social amplio.
En la medida que uno como padre o madre también "crezca" junto a sus hijos, dice Alcuri, el impacto generado por esa crisis vital no será devastador. "Lo esencial", agrega Fernández, "es que de la partida de ellos devenga para los padres la posibilidad de proyectarse, de generar nuevos espacios. Un poco como sucede en el momento del retiro laboral, que también es un hecho importante. Tanto una cosa como la otra puede ser la fuente de una gran angustia o un gran alivio. Siempre decimos que la manera en la cual una tramite esa situación —esto también puede decirse, por ejemplo, de una separación— es determinante. Es el modo en el cual se lleva a cabo esto lo que importa, no la situación en sí".
Tal vez ese silencio, ese orden y esas ausencias puedan ser los primeros y tristes indicios de una nueva etapa que sea más luminosa y no tan lúgubre.
Reenfocar la vida y el tiempo libre
Más allá de matices, los expertos consultados para esta nota coinciden en la relevancia de varios factores cuando se produce la partida de los hijos. Por un lado, es importante contar con una red social amplia, que pueda amortiguar el impacto de la reciente ausencia y también potenciar los proyectos o pasatiempos personales de los padres que atraviesan por el síndrome del nido vacío. "Es importante salir", dice el psicólogo Jorge Cohen, quien cuenta que a veces se ha encontrado en sus consultas con personas que le dicen que salieron de sus casas solo para ir a verlo. "Gente solitaria, sin amigos, que se va apagando. Ahí puede complicarse un poco". Otro factor es encontrar actividades que distraigan de la melancolía. "En cualquier momento de la vida es importante tener pasatiempos y actividades. Pero en este caso lo es aún más", afirma Cohen. Es, también, a esas cosas que se refiere Álvaro Alcuri cuando recomienda construirse a sí mismo mientras los hijos van creciendo y yendo hacia la edad adulta.