DE PORTADA
Son esenciales para la vida de los museos, de los acervos, de las ciudades pero enfrentan grandes desafíos.
Gabriella Siccardi recorre una pintura con una cámara en mano. Al frente, ante sus ojos, ante los nuestros, delante del obturador, bajo un reflector cálido que permite distinguir cada detalle de barniz o de color o de sombra, el cuadro es lo que es (foto principal): un ser convaleciente en pijama blanco sobre una cama de hierro negro y sábanas también blancas. Sobre el manto, una rosa roja y un capullo amarillo. A la izquierda, bajo una incipiente penumbra, una monja que también es enfermera sostiene una taza blanca humeante. Otros pacientes se pierden en la perspectiva cada vez más ensombrecida.
En la cámara el cuadro es algo más: los tonos verdosos que traduce el infrarrojo invaden la historia del cuadro. Revelan que antes del óleo final hubo allí la presencia de un pintor. Que hubo un lápiz dudoso con el asa de la taza, que las manos de los personajes no eran tarea sencilla, que hubo borrón y cuenta nueva, varias veces. Los dedos más acá o más allá, las yemas más y menos prominentes. Es lo que en el oficio se conoce como “los arrepentimientos del pintor”.
En el hospital (1889) es un cuadro de Carlos Seijo, pintor uruguayo que vivió entre 1862 y 1956. Siccardi es una restauradora de arte que normalmente trabaja a modo independiente, en el detrás de escena del Museo Ralli de Punta del Este y es presidenta de la filial en Uruguay del Consejo Internacional de Museos.
En las anáforas del Museo Nacional de Artes Visuales es la invitada estrella del momento. En su poder está hacer que la obra de Seijo recobre un estado de salud similar al que tenía en 1889, sin los rasguños -incluso los agujeros- que se pueden ver a simple vista, sin la opacidad del barniz envejecido, producto de una época donde la conservación preventiva no era la adecuada.
Las exigencias para traer a Picasso
Eduardo Muñiz y Nelson Pino son los conservadores del MNAV. El dúo es exigente con la climatización de los espacios y tienen medidores manuales y otros que dirigen datos a las computadoras. La temperatura debe ser constante de 21 grados, la humedad entre 48 y 55, la iluminación para óleos no puede superar los 150 lux y para papeles, 50. “Es importante que la obra esté estable para su conservación, porque donde absorba o expulse humedad, comienza el daño”. El mayor desafío hasta ahora ha sido ponderar por el bienestar de los cuadros de Picasso en la exposición de 2019. Desde París les exigían que esos valores fuesen estables y debían enviar gráficas diarias donde eso figurara. Se hizo todo lo posible y funcionó, pero la cantidad de gente que concurría a la muestra movía los medidores y los conservadores uruguayos debían explicar los mínimos cambios en los valores.
El fin de la operación es llevar a Seijo a una de las salas del museo para su exhibición por el Día del Patrimonio, que este año lleva el nombre del médico Manuel Quintela y homenajea al personal de salud bajo el lema “Medicina y salud, bienestar a preservar”.
La mesa de trabajo que la restauradora instaló en el acervo del MNAV parece un laboratorio químico con sus frascos que almacenan solventes y geles entre pomos de pintura, con sus hisopos y bisturíes entre pinceles.
Lo curioso, la humorada, la coincidencia, es que el oficio del conservador y el restaurador de arte poco se asimila con el talento del artista y sí más con la precisión del científico, con el pulso perfecto, con la práctica del laboratorio para mezclar los químicos eficientemente. Y “es muy similar a lo que sucede con la medicina”, dice Claudia Barra, química de profesión, restauradora del equipo del Museo Blanes. “Se trabaja con un área de conservación preventiva, que es como la medicina al mismo nivel. Se le da recomendaciones al paciente, se trabaja en el diagnóstico, no hay una intervención. Luego está la conservación curativa. Hacés algunos tratamientos, una sutura, pero no se llega a la cirugía. La cirugía se da en la restauración en sí. Y ahí no te vas a operar el corazón con un especialista en neuro”.
Cuidar a las historias de papel
Marco Tortarolo es técnico restaurador especializado en el área de papel y desde 2014, tras 14 años en el Museo Blanes, pasó a hacerse cargo de la obra plana del Museo Histórico Cabildo. En ese espacio, al que se llega después de un largo recorrido que lo resguarda de peligros, se albergan 2.390 obras de papel en planeras y unos 200 cuadros enmarcados y colgados en peines. Su tarea en ese lugar consiste en resguardar todo de la mejor manera posible, de cuidar la temperatura, la humedad, de arreglar pequeñas imperfecciones, proteger los papeles de potenciales peligros para la acidez. Supo realizar intervenciones mayores, pero prefiere dejarlas para edificios mejor preparados. “Acá la pintura y los dibujos son modestos, porque lo que se guarda está basado en el valor histórico o iconográfico urbano sobre el artístico”. En el acervo del Cabildo pondera tema sobre técnica: vistas al puerto, paisajes urbanos y rurales, tipos humanos y personajes históricos célebres. Un acervo de dibujantes viajeros.
Es un oficio vital para cualquier museo, ciudad, acervo. Recupera lo que el tiempo, la humedad y la temperatura estropean en una tela, en un papel, en una escultura, en un muro. Preserva la identidad cultural para que, como desea cualquier nación sana, traspase las generaciones y llegue tan lejos como sea posible. Una labor intrínseca para las bellas artes, pero que no termina de consolidarse.
Herederas del oficio
Dónde empezó todo. Cómo alguien decide que quiere abocar su vida a montar vidrios de colores como quien se enfrenta al puzzle de 1.000 piezas más desafiante y que, a diferencia del de cartón, tendrá incidencia sobre la luz y la mirada del lugar que adorna.
Para Siccardi fue con su abuelo, Pascual Pisano, maestro del vitral que fundó una empresa familiar en 1927. Luego se fue a estudiar a Alemania y varias becas después recupera vitrales, edificios (las Carmelitas o el Castillo Pittamiglio por ejemplo), pinturas, esculturas.
¿Cómo se mantiene cautiva en un oficio en el que hay que remar y remar? La respuesta está en la magia, en la sensación vibrante que genera analizar una escultura de José Belloni con rayos X o durante la limpieza de un cuadro descubrir que debajo había otro oculto. Le sucedió.
“Esto más que arrepentimiento fue un escondimiento. Un cliente me trajo un Prometeo encadenado que estaba oscuro, muy oscuro, quería que lo limpiara. Yo empecé por las partes más claras y vi que abajo había otro cuadro, de mucha mejor calidad”. El dueño le solicitó que se deshiciera del Prometeo y dejara relucir la imagen escondida. Ese dueño también le pidió que retocara todo el cuadro. “Por suerte los restauradores (es una regla muy importante) siempre usamos productos que son reversibles, para que a futuro se pueda recobrar la obra original. Era un cuadro que podía llegar a valer muchísimo, pero el dueño falleció y no sé qué hizo la familia. Descubrirlo fue alucinante”.
Para Claudia Barra la restauración fue regalo de su padre, Ruben Barra, histórico restaurador uruguayo retirado que supo estar a cargo del Taller de Restauración del Ministerio de Educación y Cultura.
“Él ponía el caballete y yo pintaba. Con 14 años lo acompañé a estudiar a Italia y concurrí de oyente a seminarios y clases. De a poco él me fue formando. Después hice Facultad de Química y mantuve una vida paralela entre mis dos carreras. Con mi padre hicimos una dupla divina y lo sigo consultando”.
Suspendidos en plataformas de madera sobre andamios fue con él y con su colega Mechtild Endhardt que dirigió la vuelta a la vida del plafond de la sala principal del Teatro Solís en el año 2003. Era un equipo grande conformado por ellos más Laura Lozano, alumnos de Bellas Artes y una becaria alemana. Todavía recuerda la sensación del cuello doblado para poder curar lo que el agua filtrada y restauraciones incorrectas (con materiales distintos al original) habían hecho con el temple de Pío Collivadino, allí donde dice Mozart, Lope de Vega, Molière y otros tantos nombres de la historia del arte. El óleo de Carlos María Herrera, la alegoría, había corrido mejor suerte.
Con el Museo Blanes el primer contacto fue para el cuadro del Juramento de los Treinta y Tres Orientales. Cuatro meses en los que Barra y Endhardt trabajaron mano a mano. “La obra tenía inestabilidad de la capa pictórica, con microdesprendimientos, que no se notaban a simple vista. También decidimos hacer una limpieza de barniz, un elemento que protege al cuadro, pero que se oxida y oscurece, desapareciendo el brillo de los colores originales”.
Las carencias del rubro
A pesar de las inquietudes de quienes se dedican a esto, en Uruguay no hay ni hubo formación académica y los recursos son escasos. Quienes hoy trabajan, primero emigraron para luego importar el conocimiento de otras universidades del mundo -basta con ir a Argentina, Brasil o Chile para encontrar una grilla formal-. Otros han aprovechado cursos o talleres esporádicos que traen las instituciones o alguna organización como la sede uruguaya del Consejo Internacional de Museos. Otros lo traen por herencia familiar, por crecer entre caballetes, vitrales y murales descascarados y ver manos atentas montándolos como puzzles.
“No hay formación, ese es el problema de Uruguay. En el mundo son licenciaturas. Porque no es un trabajo de que agarro un cuadro y lo pinto. No. Hay un montón de operaciones en el medio que implican una formación de largo plazo. Se han hecho instancias de tratar de hacer formación en Uruguay con recursos del exterior, pero no se logró ni que el Ministerio de Educación y Cultura ni que la Universidad de la República pudieran entender el problema. Es el cuello de botella que tiene Uruguay respecto a eso, porque las colecciones del país son valiosas, de mucha obra, y no se está generando quiénes puedan conservarlas en el tiempo”, reconoce Vladimir Muhvich, integrante del área de pintura en el Departamento de Restauración de la Comisión de Patrimonio del Ministerio de Educación y Cultura.
La ausencia de un centro de formación referente que centralice desde la educación y la investigación en el área convierte al departamento, dirigido por Cecilia Vázquez (especialista en papel) en el único polo formal donde se centraliza la recuperación, la normativa y el control.
Leire Escudero, española, se mudó a Uruguay con una beca para trabajar como gestora cultural. Restauradora y conservadora recibida de la Universidad del País Vasco, terminó por formar parte del equipo que desde hace unos tres años trabaja para poner en orden el archivo del Museo Blanes. “La carrera en España son cuatro años y luego especialización con máster. Para conservar o restaurar tienes que aprender desde fundamentos científicos hasta historia del arte”.
Marcos Delgado, colega de Escudero en el Blanes, es autodidacta. Era escultor, tenía talento para el yeso con sus requerimientos y se fue formando con cursos y colegas del entorno, sobre todo en el Museo de Historia del Arte, donde estuvo hasta hace dos años. “Esta dirección (la del Blanes) ha hecho una cosa muy buena que fue armar un equipo y el presupuesto está invertido básicamente en la conservación preventiva y la climatización de todo el museo, que es esencial para que perduren las obras. La restauración es importante, pero la idea es conservar bien y no tener que llegar a eso. Y ahora se está trabajando en un área para el arte contemporáneo que requiere otro desafío por lo distinta que es cada obra y porque cada material requiere un cuidado especial”.
Delgado pone como ejemplo al bronce, que aunque parece indestructible, sin un buen cuidado se oxida. Y en ese proceso aparecen tóxicos. Del yeso, el material que trabaja por excelencia, habla de las cualidades fantásticas, que no depende tanto de la humedad, y que no se precisa más que las herramientas, más yeso y agua para trabajarlo. Lo común a todas, dice, es el respeto para trabajarlas, porque siempre que la obra es ajena, el autor es la mano prioritaria.
Y no solo la formación tiene que importarse, también los elementos químicos y los análisis que requiere la investigación para la intervención de una obra deben conseguirse en el exterior. Y en esos casos hay que valerse de los contactos en laboratorios extranjeros.
Ellos y ellas, restauradores uruguayos de arte, hablan -siempre- del anonimato, de lo reversible, de desaparecer, de rescatar pero sin sobresalir. Recorren los escaparates de su oficio con amor, hablan de la necesidad de que la sociedad y el país piensen más en la importancia de conservar y restaurar y comparten sus secretos, o algunos.
Claudia Frigerio, conservadora independiente formada en México que el año pasado restauró el mural de Alpuy en el Liceo Dámaso, dice que ese ejemplo, un trabajo demandado por la comunidad de la institución, demuestra que de a poco a los ciudadanos se les hace más evidente la importancia de cuidar la cultura, de preservar y restaurar para que el valor no se pierda.
La obra que estaba escondida
Estaba por debajo de cinco capas de pintura comercial. Nadie lo imaginaba y la tarea de Claudia Frigerio, luego de terminar con la restauración de la puerta principal del Palacio Santos incendiada en la dictadura, era sumar una sexta capa de pintura. Pero no, afirma, una restauradora de arte jamás pinta una pared sin analizarla primero. Y sucedió.
“Hicimos lo que se llaman escalas estatigráficas, un cuadradito como en escalera, donde capa por capa vamos bajando y llegamos a la original. Y la experiencia del conservador te dice que la textura podía indicar presencia de mural”. Luego vinieron otras escalas estatigráficas corridas y empezó a aparecer la imagen. Lo primero que vieron fue el ojo de un ave, después la cara de una figura femenina y un niño. Fue un hallazgo famoso en el año 2014 que entre investigación, el envío de las muestras para analizar en México -donde se formó Frigerio- y aprobaciones terminó por resurgir al completo en 2017.
El estudio minucioso de Frigerio y su equipo sobre la historia y el autor de la obra derivó en que los murales pintados en el predio del Ministerio de Relaciones Exteriores venían de la época de Máximo Santos, que en una caja del archivo está el papel que confirma que el militar mandó pagar al artista suizo Martino Perlasca, medalla de oro de aquel Montevideo, que el mismo artista había pintado murales en la Sala Verdi y en el Club Uruguay. Y siguió el trabajo de arqueología urbana en esas instalaciones. “Ahora te puedo decir que es de Perlasca, que se hizo en 1883, pero en el momento te encontrabas con una alegoría y no sabías nada”.
El gobierno suizo se interesó por el proyecto e invitó a un historiador del arte de su país para seguir investigando, también se hizo un intercambio con alumnas suizas para que colaboraran con Frigerio. “Con ellos hicimos una investigación documental en archivos y encontramos que la pintura mural que descubrimos en el salón imperial del Club Uruguay fue realizada por Perlasca bajo la dirección de Juan Manuel Blanes y se desconocía que Blanes tuviera incidencia en la pintura mural en Uruguay”.
Actualmente su equipo trabaja con murales de Perlasca, de grandes dimensiones, en la Catedral de San José.
Hoy, si el lector quiere, puede apreciar el trabajo de hormiga en el temple o el óleo del plafond del Teatro Solís; en los cuerpos, las armas, la bandera, los uniformes y la arena del Juramento de los Treinta y Tres Orientales de Juan Manuel Blanes; en Composición, de Petrona Viera, abriendo la invaluable exposición del Museo Nacional de Artes Visuales; en las paredes del Palacio Santos o Sala Verdi donde ahora, se sabe, pintó el suizo Martino Perlasca.
Pero si el lector se acerca a estas obras y no percibe nada extraño, el restaurador habrá dado prueba de su poder principal, el de la invisibilidad.
Petrona en el Taller de Restauración de la Comisión de Patrimonio
En el taller del Departamento de Restauración de la Comisión de Patrimonio del MEC tiene como uno de cometidos el tratamiento a la obra patrimonial o a colecciones que pertenezcan al Estado uruguayo. Así, en enero realizaron una intervención en la obra de Petrona Viera Composición (Retratos en el Jardín) que incluyó la consolidación, limpieza, resane de material y resane cromático y barniz de retoque para un cuadro que desde su creación en 1927 no había sido restaurado y se encontraba en un estado de conservación de “regular a malo”, como estipula el catálogo de la exposición El hacer insondable que se puede visitar en el MNAV hasta noviembre. En las observaciones de los restauradores también se percibió, por ejemplo, que las líneas craqueladas indicaban que la obra estuvo durante mucho tiempo guardada enrollada en un cilindro. O que el soporte elegido por Petrona Viera no fue el más idóneo, que los materiales eran incompatibles como para perdurar por demasiado tiempo sin la conservación y el tratamiento adecuado. La obra habla de sus necesidades por si sola.