Historias de inmigrantes españoles

Uruguay se construyó con el aporte de miles de viajeros. Entre ellos, muchos españoles llegaron para "hacer la América", pero antes debieron batallar con permisos y muchos documentos. La historia confirma que el Uruguay "abierto" fue una verdad a medias. Discriminación y xenofobia fueron usuales en las leyes de este pais.

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CARINA NOVARESE

Los que llegaron y los que se fueron, un balance que desde hace tiempo desfavorece a Uruguay y que, sin embargo, supo hacer llegar hasta estas tierras a miles de españoles en sucesivas oleadas migratorias. A través del relato de cuatro inmigrantes que arribaron desde la madre patria a Montevideo en la última de estas grandes oleadas, en la década de 1950, se revive la experiencia del desarraigo, la aventura de lo desconocido, la esperanza de conseguir aquí lo imposible en la tierra natal devastada por las guerras, las desdichas de extrañar a la familia y los amigos y, sin embargo, el tesón de seguir trabajando tantas horas para no volver con la cabeza gacha.

José María García, Aniceto Chaín, Francisco Lista y Horacio Díaz fueron sólo cuatro de los miles de españoles que se tiraron al agua y quisieron hacer la América. En sus casos, relatan, las jugadas que les salieron bien y pudieron construir familias y negocios que hacen que sientan a este país como propio. Pero la historia, advierten, no fue color de rosas para casi nadie.

En medio de tantos buenos recuerdos, los inmigrantes no olvidan detalles que en ese momento los pusieron nerviosos: meses para conseguir los papeles que les permitirían entrar a Uruguay, cuotas para ciertas profesiones u oficios —que en algunos casos los obligaban a mentir para poder entrar como algo que no eran ni tenían intención de ser—, cartas de recomendación, revisaciones médicas y hasta pasaportes retenidos.

JOSE MARIA GARCIA. Todavía guarda su traje y su gabardina del año 1957. Los había comprado en "Las tres V", una de las mejores tiendas de La Coruña y había pagado, por ambas prendas, 3.000 pesetas. Eran las 3.000 pesetas que le habían sobrado de las 13.000 que le había enviado su hermano para comprar el pasaje del barco que pronto los reuniría en tierras uruguayas. José María, entonces con 16 años, había recibido 1.000 pesos uruguayos que se apresuró a cambiar por pesetas. En tiempos en que en España casi todo iba mal, cuando aún no se habían disipado los malos recuerdos de las guerras, ese dinero era una pequeña fortuna.

"Pepe" llegó al puerto de Montevideo un 27 de julio de 1957. Atrás, en Brantuas, su pueblo nativo de Galicia, había quedado la familia casi entera, incluyendo a su padre picapedrero y sus 10 hermanos. Consigo traía un baúl y su oficio de zapatero, que había desempeñado desde los 9 años, cuando tuvo que dejar la escuela para ponerse a trabajar, y que hasta el día de hoy desarrolla todos los días.

Su hermano Antonio fue quien lo entusiasmó para venirse. "No había casa en el pueblo, de las 230 que había en esa época, que no tuviera a alguien en Uruguay o Argentina. Y se habían ido familias enteras. América era el horizonte que en ese momento España no ofrecía", recuerda. Además, casi todos los que soñaban con la riqueza y la aventura habían visto alguna vez a "aquellos famosos emigrantes que aparecían con sus grandes coches, los famosos colachatas, para hacer turismo. Y así uno pensaba que América era llegar y llenar".

Los primeros años en Uruguay, para Antonio y después para José, no fueron llegar y llenar. El mayor logró ingresar legalmente a Uruguay gracias a una tía suya que había emigrado tiempo antes. Las leyes del momento, recuerda José, exigían que alguien se hiciera cargo del nuevo inmigrante y que atestiguara que lo haría durante dos años, al menos. Antonio, que como José había sido zapatero desde niño, ingresó al país sin embargo como "peón rural". Al menos ese era el rubro que figuraba en los papeles que tardó más de un año en conseguir en el consulado uruguayo en Bilbao.

El mismo camino siguió José, pero esta vez la "carta de llamada" la escribió su propio hermano. Lo de peón rural quedó para las formalidades porque ninguno de ellos pisó nunca el campo para trabajarlo. Al llegar José se sumó a Antonio en el pequeño tallercito de composturas que había montado con sus ahorros en la calle Chaná, a pocas casas de lo que hoy es la Ortopedia Bergantiños, propiedad de José María García, alias Pepe.

Los recuerdos se agolpan sin que la sonrisa abandone nunca su rostro. Mantiene el cantito gallego, pero a esta altura casi siempre intercala los rioplatenses "vos" cada dos palabras. Al principio, dice, no todo fue tan fácil. Los chistes de gallegos —"y a mí me encantan", señala José— eran cosa de todos los días y lo menos que se le podía decir a un paisano de sus tierras era "gallego pata sucia". Montevideo hervía de inmigrantes y algunos uruguayos —"como en todos lados", los disculpa José—, confundían bromas con ofensas.

Llegó a Montevideo en el Monteudala, luego de 17 días de ajetreado viaje que lo mantuvo enfermo y mareado. El barco tocó puerto a las 11 de la noche pero no fue hasta las siete de la mañana —cuando subieron las autoridades migratorias que se quedaron con los pasaportes de los pasajeros— que desembarcarían en Montevideo. José les dio el suyo y guardó un papel en el que se establecía que podía permanencer en el país durante 90 días. En España había pasado por un riguroso examen médico, aunque a esta altura no se acuerda muy bien si era exigido por Uruguay, por España o por la compañía naviera.

A los 90 días José recuperó su pasaporte y otro documento que le permitía residir en el país. Durante varios años, el pequeño local de la calle Chaná fue su taller y su hogar. Allí fue donde conoció al doctor Caritat, por medio de su secretaria, quien había llegado al taller para pedirle que le hiciera un par de zapatos para su sobrino con problemas. El par de zapatos número 29 que hizo terminaron convirtiéndolo en el ortopedista de Caritat y el dueño de Bergantiños.

Luego vino el casamiento, con Josefa, una española que conoció en una de sus recorridas por bares y lugares de música. Más tarde los dos hijos y aún después las tres nietas.

José prefiere no recordar los malos momentos. "Más de una vez me iba a caminar por la Rambla y pensaba que si Galicia hubiera sido la Isla de Flores me hubiera ido nadando. Pero era un tema de morriña", dice. Es que, reconoce, vino pensando en hacerse la América y regresar triunfante. "Pero la vida me dio una familia acá".

Ahora regresa cada poco tiempo a España y dice que si a los 15 días el avión bajara en el pueblo, se lo tomaría encantado para volverse a Montevideo.

ANICETO CHAIN. No sabe muy bien de dónde proviene su nombre, aunque reconoce que de gallego no tiene nada. Un día, una clienta de su carnicería que se llamaba igual le dijo que el apellido venía de Libia. Lo único que Aniceto sabe con certeza es que él y su familia entera por generaciones vivió en Fonsagrada, en la provincia de Lugo y que, a los 14 años, emigró a Uruguay con su familia.

Un día se enteró de que su padre había decidido venirse a Uruguay, siguiendo los pasos de su hermano y un tío abuelo. Ellos fueron quienes se hicieron oficialmente "responsables" de los viajeros.

El adolescente recibió de buen talante la decisión del viaje. Todos se embarcaron en el Salta, un barco de línea argentina. Soportó los embates del agua y hasta tuvo que ponerse el chaleco salvavidas en una noche de tormenta en que muchos temieron por su vida.

La llegada al puerto lo dejó con la boca abierta. "Era un gentío infernal. Al final nos encontramos con la familia", recuerda ahora, en la institución de la que es presidente, Hijos de Galicia. Su padre trabajó primero como mozo en un bar —que aún sigue existiendo en la esquina de Uruguay y Rondeau—, pero muy pronto pudo montar su propia fonda, como la llama Aniceto, sobre la calle Roxlo y 18 de Julio, frente a un tambo que los proveía de leche fresca. Allí trabajaba toda la familia para hacer las comidas que llenaban las panzas de los obreros de la zona.

De día Aniceto era mozo y estudiante para intentar ingresar a un banco; de noche salía de farra a cuanto club existiera. El joven pronto se adaptó al nuevo país. Su madre, en cambio, nunca se acostumbró e incluso nunca habló castellano correctamente, aferrándose al gallego de su pueblo y acudiendo a Aniceto para que le hiciera todos los trámites y mandados.

Los años lo llevaron del Centro a Malvín, porque su padre instaló una carnicería que hasta el día de hoy sigue en manos de Aniceto. Allí conoció a su esposa, una española que había emigrado a Uruguay a los cuatro años. Luego vinieron los tres hijos y también las visitas a España y a su pueblo natal. "Para visita está bien, pero yo estoy contento acá", dice Aniceto.

Cuando recuerda buenos y malos momentos, rescata que "el uruguayo siempre fue bueno conmigo y por eso siempre lo defiendo. Para mí este país es la segunda España y quiero tanto a uno como a otro".

FRANCISCO LISTA. Lo primero que le impresionó sobre Montevideo, apenas cumplidos los 17 años, fue que en los almacenes se dejaban afuera los cajones repletos de frutas y verduras y nadie se las robaba. Recién terminaba de bajar del barco junto a su hermana, dos años mayor que él, y corría el año 1950. Eran los únicos dos miembros de su familia de 11 hermanos que habían decidido, con empecinamiento, probar suerte en nuevas tierras.

La idea de emigrar comenzó a gestarse, como en casi todos, a raíz de las penurias que vivía España. El adolescente tenía seis tíos maternos que ya estaban radicados en Uruguay y algunos otros paternos en Argentina. "Pero se decía que Uruguay estaba en mejor situación, por eso yo quería venir acá aunque era más difícil de entrar", recuerda. Por eso, insistió con una visa que le costó un año y medio tramitar en el consulado uruguayo de La Coruña. Es que, explica, el gobierno uruguayo retaceaba la entrada de extranjeros.

A los 17 años todavía no tenía un trabajo y tenía ansias de progresar. Pasaría un tiempo hasta que se diera cuenta que los que se iban no siempre eran los grandes triunfadores que contaban ser. "Cuando llegabas aquí te dabas cuenta que no les iba tan bien como decían. Igual que ahora pasa con los uruguayos que se van a España. Hay quien le va bien y hay quien no".

A bordo del Carrieden, un barco de carga francés que ofrecía boletos más baratos, Francisco hizo el largo viaje en la bodega que había sido acondicionada para los pasajeros. En Montevideo él y su hermana comenzaron a trabajar en la fábrica papelera de la familia y vivieron con ellos durante un tiempo. "Después me debo haber conocido casi todas las pensiones del Centro y de la zona", se ríe Francisco. Pocos años después se alquiló un apartamento con su hermana.

Más de medio siglo después de aquel día en que bajó en el Puerto de Montevideo, Francisco dice que si alguna vez pensó en volver, la vida le indicó otra cosa. "La familia tira, pero al final uno construye lo suyo acá y lo siente como su país", dice.

HORACIO DIAZ. Llegó en enero de 1950, a los 20 años, desde su Asturias natal y con el oficio de mueblero que había aprendido en su tierra. Aunque no le iba mal, el prospecto de dos años de servicio militar no le hacía ninguna gracia. "Un día conversé con una persona que estaba viviendo en Cuba que me dijo ‘¿usted va a perder años en el servicio militar? ¿por qué no se va a América?’ Y yo dije ‘bueno, me voy a América’. Así me decidí".

Primero recaló en Argentina, a la que llegó gracias a unos primos que vivían allí y que le consiguieron un contrato de trabajo; éste le llegó por correo y estaba firmado por Evita Perón, amiga de una de las primas hermanas de Horacio. "Pero cuando llegué a Argentina, en noviembre del 49, me quisieron meter en cuestiones de política, con Perón y yo no quise. Tenía 20 años y venía de una guerra civil siendo casi un niño; había visto ametralladoras adentro de mi casa. Después de vivir eso, no quería meterme en política".

Por eso se fue a hablar con el cónsul uruguayo; le contó su problema y el diplomático le facilitó un permiso por 60 días para visitar a un familiar enfermo en Uruguay. Es que, el papeleo para mudarse definitivamente tardaba entre un año y medio y dos, recuerda Horacio. "Para entrar a Uruguay unos conocidos me hicieron un contrato por 5 años, aunque precisaba uno por 2".

Aquí consiguió trabajo como encargado de una cancha de bochas. En poco tiempo conoció a Uruguay, a los uruguayos y hasta a los campeones del 50 que iban a jugar a las bochas. Poco tiempo después montó un bar y almacén en la Aduana. "En aquel tiempo, las casas mayoristas, cuando veían que eras gente de trabajo, te daban todo fiado. Pagabas a 30, 60 o 120 días sin problemas".

Después de 50 años en el país, Horacio recuerda que vino pensando: "si me gusta, me quedo y sino, vuelvo y hago el servicio militar. Pero me encantó. Cuando no estoy en Uruguay lo extraño. Al igual que extraño Asturias cuando paso mucho tiempo sin ir".

A pesar de su buena experiencia, con tres hijos y nueve nietos, dice que está en contra de la emigración. "Se parte a las familias. Yo no sufrí mucho porque a los 20 años uno se lleva el mundo por delante. Pero mi madre estuvo ocho días llorando mi partida".

La politica migratoria uruguaya: apertura y xenofobia

En la historia uruguaya, varias oleadas migratorias acercaron miles de personas al país. La época más prolífera al respecto, apunta Carlos Zubillaga —autor de varios libros sobre el tema y actual director del Instituto de Ciencias Históricas de Humanidades–, se ubicó entre los años 1870 y 1930, aunque una tercera gran oleada trajo miles de inmigrantes más desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los últimos años de la década del 50.

En medio de estas oleadas, los gobiernos uruguayos adoptaron posiciones diversas con respecto a la inmigración, que en algunos casos Zubillaga llega a calificar de xenófobas. La ley madre sobre el tema fue aprobada recién en 1890, luego de una serie de leyes o decretos aislados en los que primaba el "deseo" de abrir las puertas a la inmigración por considerarla un factor de "engrandecimiento". Esa fue la única norma global en la materia que conoció el país, señala Zubillaga en el libro La Utopía Cosmopolita. El investigador también explica que más allá de la intención del gobierno de la época de propulsar la inmigración laboriosa, "sus normas excluyentes iniciaron la práctica oficial de enunciar criterios de rechazo, fundados en razones económicas, sociales y étnicas".

La ley de 1890 estableció criterios muy concretos para el rechazo de inmigrantes: no podían entrar a Uruguay enfermos de mal contagioso, mendigos, individuos que por vicio orgánico o por defecto físico fuesen absolutamente inhábiles para el trabajo y los mayores de 60 años (excepto en el caso de familias enteras de inmigrantes en las que al menos cuatro fueran útiles para el trabajo). Aún más, el artículo 27 de esa ley prohibía específicamente la inmigración asiática y africana y "de los individuos generalmente conocidos con el nombre de húngaros o bohemios". Zubillaga explica que esta "innovación de signo xenófobo se mantuvo a lo largo de todo el período batllista, con la sola excepción consagrada por ley de junio de 1906 referida a los sirios-libaneses".

En el otro extremo pero en la misma ley, se determinaban otras medidas fomentadoras de la inmigración, tales como el anticipo de pasajes en tercera clase para inmigrantes que vinieran a establecerse al país, el alojamiento y manutención gratuitos en el Hotel de Inmigrantes a los que llegaran con pasaje anticipado y el funcionamiento de una agencia de trabajo.

ENFERMOS. Pocos años después, en 1915, se amplió el concepto de inmigrante de rechazo, que pasó a incluir a los enfermos afectados de lepra, tracoma y tuberculosis abierta, los dementes en cualquier grado, los que ejercieran alguna profesión, arte o industria ambulante. Otra ley de 1932 continuó agregando rechazos, esta vez incluyendo a quienes tenían defectos físicos u orgánicos congénitos o adquiridos, padecimiento de enfermedades crónicas de los centros nerviosos, epilepsia, toxicomanía o ebriedad consuetudinarias y patologías cardíacas. La misma norma prohibió la entrada al país de todo extranjero condenado por delitos del fuero común.

"El golpe de Estado de 1933 vino a consagrar un realineamiento de los sectores conservadores, no ajenos a las tentaciones totalitarias que recorrían el mundo. Los componentes xenófobos que pautaron su actitud ante el fenómeno inmigratorio, no constituyeron una excepción a sus opciones ideológicas de base", explica el historiador.

A partir de su investigación Zubillaga concluye en que el agotamiento de las expectativas del país como centro receptor de inmigrantes en el lapso del flujo masivo, "dio paso a una reflexión que se tradujo en la legislación excluyente". El rechazo no sólo impidió el ingreso de asiáticos y africanos (en 1926, el folleto informativo sobre Uruguay señalaba: "El Uruguay es el único país de América que no tiene población indígena, siendo sus habitantes de raza blanca") sino que incursionó "en el terreno más riesgoso de la ‘profilaxis mental’, que las leyes de Nuremberg elevarían a la categoría de factor de purificación social".

Más tarde, la parcial rectificación de rumbos que se produjo en la segunda posguerra —según detalla Zubillaga en otro de sus libros, Hacer la América— sobre todo debido al accionar del Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas, generó el último flujo significativo de inmigración española.

10 años para aprobar el tratado

El por estos días tristemente célebre Tratado de Paz y Amistad de 1871 entre Uruguay y España —al que algunos uruguayos intentan apelar para que se les permita permanecer en ese país—, originariamente fue un trámite largo y penoso que terminó siendo aprobado por la presión de España sobre Uruguay para que se decidiera. Luego de 10 años de insistencia por parte de la madre patria, finalmente fue ratificado durante el gobierno de Máximo Santos, como consecuencia del diferendo que había surgido entre ambos gobiernos debido a la desaparición y posterior muerte en Uruguay de un ciudadano español, Manuel Sánchez Caballero, además de la muerte del inmigrante Silverio Sarracina y de la visita intempestiva que la Capitanía del Puerto de Montevideo realizara a un bergantín español, incumpliendo leyes marítimas. Así lo explica en su libro Hacer la América, el historiador Carlos Zubillaga.

Las autoridades españolas negociaron que no reclamarían más sobre estos asuntos, a cambio de la ratificación del tratado que les interesaba sobremanera para la protección de los inmigrantes españoles en Uruguay.

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