Menos mal que lo dijo él. “Esa torta de escombros” es un proyecto que Jorge Gallas tiene guardado para el próximo invierno. A la vista es puro pedrerío en un viejo cajón. Él asegura que sabe cómo recomponer lo que, en realidad, es un omóplato de Glossotherium (un perezoso gigante), que colapsó en sus manos al desenterrarlo. “¡Alguien tiene que hacerlo!”, bromea.
La tarea está lejos de asustarlo. Jorge, hoy de 68 años, dedicó muchas décadas de su vida a la búsqueda, limpieza, clasificación, estudio, catalogado y archivo de fósiles. Su colección particular es de más de 4.400 piezas. A esto le suma la reproducción y reconstrucción de huesos con el máximo rigor posible -forma, funcionalidad, textura, color-, lo que puede insumirle meses o años. Y muchos trabajos empiezan con algo solo descriptible como una torta de escombros.
Su último desafío fue rearmar la cadera de un perezoso gigante. Los huesos habían sido donados al Museo Nacional de Historia Natural (MNHN) en 1931 y, desde entonces, habían estado esperando por alguien en una caja. Viajó hasta Colonia para documentar la que hasta entonces era la más completa en el país y la institución le proporcionó información de otras piezas similares. El rompecabezas lo completó con una tortera de su esposa que rellenó de hormigón, un soporte de un ventilador que rescató de un contenedor y un armazón de metal desplegado.
Cada vez que faltan piezas, Jorge fabrica moldes de látex para reproducirlas y luego ajustarlas. Su objetivo es que no se note lo artificial (en sus palabras: “Me obsesiona que queden exactamente iguales”). Trabajo terminado: dice que esta cadera es ahora la más completa de la región.
Todo lo hace en su taller ubicado en el fondo de la casa de su hija. Antes trabajaba en el balcón de su apartamento pero su esposa lo “corrió” cuando pretendió llevar su colección que era exhibida en el museo del Colegio Pío (de la paciencia que le ha tenido su esposa cuenta varias anécdotas a lo largo de la entrevista).
“Esto que ves acá son cuatro filas de cajas clasificadas: xilópalos, astrágalos, radios, caderas, húmeros, omóplatos, tibias -lee las etiquetas mientras abre el contenido-. Serán unos 500 kilos de fósiles”, cuenta. Eso es solo un rincón.

De una estantería muestra pedacitos de muelas de mastodonte, una punta de garra de lestodonte reconstruida y, pausa mediante, uno de sus objetos favoritos: un diente de Josephoartigasia monesi, el roedor más grande de la historia.
De otra saca una tupper que tiene escrito en la tapa: “Fósiles con marcas”. Allí conserva, por ejemplo, una porción de tibia de una cría de lestodonte con unas incisiones provocadas por alguna herramienta humana. “Esta es una de las posibles explicaciones de la desaparición de la megafauna. Se comían al bebé, con papá no nos metíamos”, relata.
Lo más grande en ese espacio es la pata reconstruida de un lestodonte. “Era un oso que caminaba por acá hace 10.000 años, que pesaba aproximadamente tres toneladas y media y tenía tres metros de altura. Era una mole”, explica. A los huesos originales le sumó las réplicas, las que trabajó durante un año. La pieza no es estática: cada hueso se mueve independientemente. “Esto no es un peluche en una vidriera”, aclara.

Otra de las reconstrucciones más notorias de Jorge es el cráneo de un megaterio (Megatherium americanum), el más grande de los perezosos gigantes de nuestra megafauna, que se exhibió el año pasado por primera vez en el MNHN. “Me lo trajeron en una carretilla”, recuerda. Era una pieza de unos 90 centímetros, lo que da una pista del tamaño que tuvo este animal en vida. En su taller conserva una muela que no sujetó a los otros huesos para evitar mayores roturas. Mide unos 30 centímetros.

En proceso tiene la cola de un lestodonte para la que tiene que armar un puzzle de unos 230 huesos y una cola de un gliptodonte (Glyptodon). Así relata la tarea: “Ya llené la carcaza que le da la forma. Es como hacer un huevo de Pascua. Todo tiene que quedar pegado alrededor para que quede el espacio para la resina. Luego tengo que desmoldar y sacar la pieza. Claro que hoy podés meter esto en una impresora 3D y sale pero hay muchísimos detalles de manualidad, sobre todo, para el ajuste de los huesos”.
Jorge Gallas tiene un “objetivo de largo alcance”. Este es llevar parte de su colección de fósiles -la que no será entregada al Museo Nacional de Historia Natural- a distintas escuelas rurales. Su meta es conseguir algún sponsor que lo ayude en la construcción de “mini museos” contenidos en peceras con estantes que luego serán llenados de piezas y entregados a las instituciones. “Estos materiales lógicamente no deberían permanecer en domicilios particulares; los míos estuvieron en exhibición permanente en el museo del Colegio Pío por años”, cuenta a Domingo.
Y añade: “Como visitante en distintos museos me he sentido abandonado entre vitrinas con poca información y la apatía de asesores ausentes; es por eso que durante las muestras soy apasionado y lo traslado al diálogo. Busco enamorar a los visitantes para que no vean solo una vidriera. Si asisten niños, procuro fomentarles la imaginación e investigación”. Este paleoaficionado ha colaborado con exposiciones al público en el Día del Patrimonio o en La Noche de los Museos, ha recibido visitas de escolares y grupos varios y ha brindado apoyo a clubes de ciencia y a estudiantes universitarios, entre otros. “Ganarle piezas milenarias a la naturaleza y proyectarlas a través de los niños al futuro es lo que me moviliza junto a actuar como un cazador al revés, ‘resucitando’ fauna extinta sin depredar, dando apoyo a la ciencia”, afirma.

Un loco.
Jorge es electrotécnico (ya jubilado), no paleontólogo. Nunca estudió paleontología; es un aficionado, aunque hizo algunos cursos. La primera vez que excavó en un sitio fue en el departamento de Colonia por invitación de su hermano. Se llevó un montón de huesos y consultó con paleontólogos. Casi todos eran de vaca. Aprendió qué y cómo buscar y no paró (ni siquiera en las vacaciones familiares; dice que sí lo hizo en su luna de miel).
Su rol como colaborador de museos es voluntario (no recibe ningún pago ni viáticos por los materiales). Las técnicas las desarrolló entre pruebas y errores y las herramientas, en muchos casos, son invenciones propias. No tener un aprendiz es algo que le preocupa. “No encuentro un loco con el mismo síndrome”, se ríe.
La labor de la reconstrucción de un fósil es extremadamente delicada -“mucho tacto fino y trabajo a mano alzada”- y reconoce que tiene “gran manualidad” pero hace dos años que se enfrenta a un nuevo reto: fue diagnosticado con un principio de Enfermedad de Parkinson. “Se me ve bien porque tengo la mano en movimiento. Si la dejo quieta empieza tocar la maraca sola”, bromea. Pero con seriedad, agrega: “Reconozco que esto tiene un fin terapéutico”.