Por: Andrés López Reilly
Juan Carlos Montero Zorrilla fue un pintor intimista, que mantuvo siempre una vida artística de bajo perfil, pese a proceder de una familia de prosapia: su tío fue el pintor y escultor José Luis Zorrilla de San Martín -hijo del “poeta de la patria”- y su padre Raúl Montero Bustamante, una figura conspicua de su época, fundador y presidente de la Academia Nacional de Letras.
Su personalidad y sensibilidad lo guiaron siempre por caminos propios. Y aunque en cierta medida fue autodidacta, pasó por el Círculo de Bellas Artes, la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad del Trabajo y el taller de Joaquín Torres García, donde fue alumno directo del creador del universalismo constructivo.
A lo largo de toda una vida dedicada a la pintura, que lo llevó a exponer en Uruguay y el exterior, recibió varios premios y distinciones. Y su legado se encuentra hoy tanto en colecciones privadas como en instituciones públicas, entre ellas el Museo Histórico Municipal de Montevideo, el Museo del Banco República, el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Senado e intendencias del interior del país.
Sin embargo, la obra del “pintor de los carruajes” -como se lo conoció, aunque su obra también incluye paisajes, abstractos, naturalezas muertas y retratos- sigue siendo desconocida para el gran público.
En los últimos tiempos, el uruguayo Eduardo Font de Bon se ha encargado de inventariar y rescatar parte de ese legado y de darle visibilidad a un pintor que decidió vivir su vida sin estridencias.
“Cuando te encontrás con la obra de Montero Zorrilla, la apreciación del artista te envuelve y te empuja a respetar a su creador. Se percibe la sensibilidad de su mano, de su alma que se expresa, se siente el afecto al trabajo, la impresión de su carisma. Lo que ha logrado no es algo común, tiene variedad, se ve al pintor amplio, completo. Maneja colores que motivan, con trazados poco tímidos. Y tiene series que en su colorimetría se pegan al novecientos, con tonos muy Art Nouveau”, dice el curador a Revista Domingo.
El pintor, ceramista y crítico de arte Jorge Abbondanza dijo una vez que Montero Zorrilla legó una obra que, como el buen vino, madura por el solo hecho de reposar. Y fue curioso que su vocación se afirmara a través de sus ojos y que dominara el oficio como lo hizo, ya que tuvo dificultades de visión desde su nacimiento.
UNA VIDA EN LA PINTURA. Durante su extensa línea vital (nació el 21 de febrero de 1912 y falleció el 11 de agosto de 1994) Montero Zorrilla realizó exposiciones individuales y otras colectivas que, pese a su bajo perfil, lo llevaron a ser reconocido en el mundo del arte.
En 1927, con 15 años, comenzó su aprendizaje a fuerza de acierto y error. Y a los 20 ya integraba el selecto grupo de discípulos del Círculo de Bellas Artes, que en esa década había dado un salto cualitativo muy importante. En 1933 realizó su primera muestra en el Club Católico de Montevideo, con pinturas del barrio Punta Carretas, una buena demostración de un artista que ya en sus pininos mostraba una total independencia.
Inaugurado el Salón Nacional de Bellas Artes en 1937, se sintió seguro de su trabajo y debutó en ese espacio como expositor un año después, empezando desde entonces a cosechar premios. La tradición artística de la familia se prolongaba así en la dedicación de un hombre que era nieto del poeta, sobrino del escultor y primo de la actriz China Zorrilla.
A partir de 1940 perfeccionó sus conocimientos en la Universidad del Trabajo, en cursos bajo la dirección de Manuel Rosé, un pintor famoso por haber plasmado muchos paisajes que rodean la ciudad de Las Piedras, donde vivió varios años, y de las Sierras de Córdoba, de donde era originaria su esposa. Como una forma de rendirle homenaje, el Liceo Manuel Rosé de Las Piedras, declarado monumento histórico nacional, lleva su nombre.
Posteriormente, Montero Zorrilla frecuentó el taller de Joaquín Torres García y estudió bajo su dirección, atraído por la revolucionaria técnica del pintor uruguayo que más cotiza en el extranjero. En esa década intervino en el Salón Municipal de Artes Plásticas, que recoge diversas obras de su autoría.
En 1950 obtuvo un importante premio en el Primer Salón del Litoral de Salto y en 1966 expuso 10 óleos en el Inter-American Defense College de Washington, USA, junto a otros destacados artistas uruguayos.
El pintor compartió su vida creativa con su esposa Camila de la Bandera (durante varios años restauradora del Museo Nacional de Artes Visuales y una de las pioneras en el arte del telar en Uruguay), con quien también hizo varias exposiciones. Entre 1955 y 1970, estuvo a cargo del Museo Fernando García, donde existe, algo arrumbada, una notable colección de carruajes antiguos. Allí obtuvo la inspiración para los cuadros más conocidos de su trayectoria.
En 1970 expuso por vez primera esos trabajos en el Salón de la Sociedad de Amigos del Arte de Montevideo, presentado por el profesor Guido Castillo, quien escribió sobre su obra: “Estos carruajes tienen un halo misterioso y nos hablan de soledad y recuerdos. En ellos, además de un sello propio, nos descubre una fina y profunda sensibilidad. Su pintura tiene magia y poesía”.
Entre 1977 y 1980, participó en exposiciones colectivas en salones de Girona y Barcelona, en España. Y en Pinares de Maldonado, donde tenía su atelier “La Linterna”, completó una parte importante de su obra. En 1994, poco antes de su muerte, el Museo del Gaucho y la Moneda organizó una muestra retrospectiva que fue muy visitada por el público, a la que se unió un recital de su hijo Raúl “Ciruja” Montero.
La última gran exhibición de su trabajo fue en 2012, al cumplirse 100 años de su nacimiento, en el Museo de Arte Contemporáneo de El País.
“PERSONALIDAD MUY DEFINIDA”. “Mi viejo optó por tener un perfil bajo. Y en los últimos años estuvo apartado del mundo”, dice “Ciruja” Montero a Revista Domingo. Pero el conocido cantante de tangos aclara que su progenitor tuvo “una personalidad muy definida”. Y que, por ese motivo, no fue imbuido por la obra de su tío José Luis Zorrilla, cuyo taller se encuentra junto a su casa de Punta Carretas, a pasos de la rambla. “Quien realmente lo introdujo en el arte fue Pedro Zorrilla de San Martin, otro hijo menos conocido del poeta, quien sabía mucho de pintura. Mi viejo se definió como pintor cuando se separó de Torres García, porque Joaquín, que fue un genio, utilizaba tonalidades bastante pálidas. Y a él eso no le gustaba”, destaca.
Agrega el cantante y compositor: “Pintó toda su vida, aunque pasó por un período en el que estuvo muy enfermo. En los últimos años lo hacía sobre todo en la casa que tenía en Pinares, sobre la Parada 28, cerca del Camino de la Laguna. Era muy amigo de Manolo Lima (1919-1990), otro pintor y docente muy conocido. En aquellos años Pinares era un bosque, no había nada”.
Ciruja Montero recuerda de su infancia a su padre pintando en Punta Carretas, en esa íntima comunión entre el artista y el lienzo: “Hay pequeños cuadros suyos que tengo yo y que son totalmente desconocidos de lo que era el barrio en esa época, cuando era como una selva. También hizo muchas pinturas en Florianópolis, debido a que mi hermano, que hoy vive en Europa, había comprado una casa en la Playa de los Ingleses y se lo llevaba durante un mes o un mes y medio para allá”.
La pintura de Montero Zorrilla, fácilmente reconocible, tiene los comienzos de las líneas figurativas de la época de su iniciación, animada después por destellos de modernidad que dan la pauta de su presencia en la actualización permanente del arte nacional en el siglo pasado.
Pero ha sido siempre coherente. Así lo demuestra una crítica de Ernesto Pinto publicada en el diario El Bien Público, en septiembre de 1947: “Ha pintado siempre con humildad y con fervor, silenciosamente, siguiendo su estado interior irrenunciable”.
Como escribió Jorge Abbondanza en El País en noviembre de 2012, dado que Montero Zorrilla fue un artista particularmente retraído (aunque no huraño), mostrar ahora su obra -parte de la cual está además a la venta- equivale a remediar el escaso acceso que el público tuvo a ella en el pasado.