En Montevideo hay barrios que se trazan en los mapas y otros que persisten en la memoria de sus habitantes. Aunque algunos nombres desaparecieron de la nomenclatura oficial, nunca dejaron de ser parte de la identidad de quienes los habitan. Krüger, La Mondiola y Guruyú son tres ejemplos de esta geografía afectiva: territorios que la burocracia intentó borrar o que la urbanización absorbió, pero que sus vecinos se niegan a olvidar. Con historias que se entrelazan con la llegada de inmigrantes y hasta con un inesperado vínculo con Sudáfrica, estos barrios siguen vivos en relatos, canciones y espacios comunitarios.
Con K y una u con dos puntitos.
“Mamá, mamá… este barrio se llama Krüger, con K y la u lleva dos puntitos”, recuerda Olga Silva, más conocida en el barrio como Marita. Esa anécdota es de cuando tenía 7 años, cuando ella, la menor de 15 hermanos, y sus padres dejaron Treinta y Tres para instalarse en una vivienda de la calle Garibaldi. “Es mi barrio de adopción”, afirma a sus 81 años con varias décadas de actividad social en la zona.
Krüger era el nombre que unos trabajadores de la Compañía Uruguaya de Repartos de Leche S.A. le mencionaron mientras descansaban en la esquina de Garibaldi y Cufré. Así lo había bautizado Francisco Piria al rematar los terrenos el 2 de junio de 1901. Fíjese en la fecha: el barrio, que hoy oficialmente no existe, pero que algunos vecinos siguen reivindicando desde el Salón Vecinal y Cultural Krüger, cumplirá 124 años, aunque es probable que nunca haya oído hablar de él. Por ejemplo, a Gisel Collazo, integrante de la comisión directiva de la institución, le llevó dos años enterarse de que no se había mudado a La Comercial.

¿Y por qué Piria llamó “Krüger” a este barrio? El nombre no parece local ni sigue el patrón de otros que creó, como Nueva Génova o Nueva Roma, inspirados en ciudades europeas de donde provenían los inmigrantes. La razón es un crossover totalmente inesperado: lo nombró en honor a Paul Krüger, presidente de la República de Transvaal —actual Sudáfrica—, a quien conoció personalmente en uno de sus viajes por el mundo. Sin pedir nada a cambio y sin llegar a visitarlo, Krüger donó el dinero suficiente para la compra de una gran quinta destinada a ser fraccionada. “Sacó 457 solares”, recuerda Marita. Los vendió todos. De la propiedad original permaneció durante mucho tiempo una imponente higuera, ubicada en el actual Salón Vecinal y Cultural en la calle Cagancha, que hoy es recordada en un mural.

Los límites del barrio Krüger eran (son) Bulevar Artigas, Garibaldi, Arenal Grande, Constitución y Martín García. Marita recuerda que, en otros tiempos, había un mercadito y otros locales con carteles con su nombre, y que algunas calles se llamaban distinto. Por ejemplo, Aurora, que hoy es Domingo Aramburú, o Malabrigo, que pasó a ser Requena. También rememora que, en 1953, el entonces intendente Germán Barbato visitó la zona para atender reclamos de los vecinos y, según el recorte del diario El Día que conserva, la noticia lo ubicaba específicamente en el “barrio Krüger”.
Durante la dictadura, el gobierno de facto decidió “sacarlo de la nomenclatura”, y desde entonces se empezó a hablar más de La Comercial —con el que ya había una “pica”, aunque sana— o de Jacinto Vera. Para ella, fue como si le hubieran robado una parte de su vida.

Desde una perspectiva formal, Verónica Blanco y Eduardo Álvarez Pedrosian, integrantes delLaboratorio Transdisciplinario de Etnografía Experimental (Labtee) y su Programa de Estudios Culturales, Urbanos y Territoriales de la Universidad de la República, lo presentan como “un intersticio”, un pedazo de barrio que “quedó comido” por Villa Muñoz y La Comercial. Para ellos, representa un “conflicto socioterritorial” que persiste porque aún hay vecinos que mantienen viva la memoria colectiva. Vecinos como Marita, que cuando debe completar un formulario y le preguntan por su barrio, escribe “Krüger” y que vayan a buscarlo.
El Salón Vecinal y Cultural Krüger, gestionado por vecinos, funciona hoy como un espacio de encuentro para niños y adultos, ofreciendo múltiples clases, como yoga, danza, tango y zumba, entre otras. Su origen se remonta a 1947, cuando los hijos de los primeros pobladores y nuevas familias formaron una comisión barrial para resolver problemas relacionados con el acceso a servicios urbanos.
“Buscaban un lugar para generar movimientos que mejoraran su calidad de vida; empezó como un espacio de unión”, explica Blanco. No fue hasta la década de 1990 que lograron que la intendencia les cediera el predio donde hoy se encuentra el salón, que construyeron ellos mismos. Un vecino, por ejemplo, aportó el dinero para hacer la vereda.
A Blanco, psicóloga social, le interesa el trasfondo simbólico de por qué se mantuvo el nombre elegido por Piria, a pesar de que las generaciones más jóvenes del barrio no saben que ese era el nombre original. En este sentido, señala que, al igual que en la alquimia que practicaba Piria, aquí también hubo un “proceso de mutación del metal sin valor en oro” —de terreno baldío a salón— en la “conquista del espacio comunitario”.

Gisel, otra vecina, agrega: “Es verdad que mucha gente no conoce al barrio como Krüger y ni siquiera aparece en un registro (de la intendencia o del Instituto Nacional de Estadística), pero nos encargamos de contar su historia”.
En el salón, una exposición con fotos e información recorre la memoria de sus vecinos, que siguen enarbolando la bandera del Krüger, no por el sudafricano, sino por su propia identidad.
Sos el más rana.
La mención del “registro” no es casual. Domingo pidió un vehículo por aplicación para ir desde el Krüger hasta Rivera y Luis Alberto de Herrera y, en el mapa, el punto de partida aparecía en La Comercial, mientras que la llegada figuraba en La Mondiola. “Estamos en muchas batallas. Esa la hemos ganado”, dice Enrique Conde, presidente de la Fundación Barrio La Mondiola. Eso sí, rara vez aparece la opción “La Mondiola” en los listados de barrios al completar formularios, por lo que Conde suele elegir la categoría “Otros”.

Los vecinos lograron que Google reconociera el barrio, al igual que la Intendencia de Montevideo y la Junta Departamental, que le adjudican 113 años de existencia. Sin embargo, no hay una fecha concreta de fundación, ya que surgió de manera espontánea, no por una decisión administrativa ni como parte de un fraccionamiento inmobiliario. “Esto no es ni Pocitos, ni Buceo, ni Villa Dolores, ni Pocitos Nuevo. No es un barrio dentro de otro barrio. Para los mondiolenses, este es otro barrio”, afirma.

Sus límites históricos son: al este, la avenida Luis Alberto de Herrera; al norte, la avenida General Rivera; al sur, el Río de la Plata; y al oeste, el cauce del Arroyo de los Pocitos, actualmente soterrado. Hoy, este límite se considera marcado por la unión de las calles Manuel Pagola, al sur, y Eduardo Mac Eachen, al norte.
Ese curso de agua dividía el pueblo de Nuestra Señora de los Pocitos —luego simplemente Pocitos— de una zona poblada inicialmente por trabajadores de las canteras de granito (una propiedad de Piria, porque el que no quiere sopa… y otra de Félix Buxareo), pescadores y lavanderas. Más tarde, el barrio recibió inmigrantes españoles, italianos, armenios y judíos, entre otras colectividades, que terminaron de conformar su identidad.

“Era un lugar lindo y barato, pero lo único que había eran unas canteras donde, de vez en cuando, explotaban barrenos y moría gente, además de un hospital de tuberculosos e infecciosos (el Fermín Ferreira). No era el balneario de los Pocitos”, cuenta Conde, destacando la diferencia entre dos paisajes y niveles de vida completamente distintos: de un lado, un barrio opulento con hoteles para veraneantes y chalets; del otro, casas de ladrillo, tejas, madera y techos de zinc. Luego, agrega con humor: “Todo muy bien con nuestros vecinos de Pocitos, pero nos deben el nombre, porque lo inventaron las lavanderas de La Mondiola”.
Uno de los testimonios más antiguos y conocidos sobre la existencia de la barriada es el tango “Garufa”, cuyo primer verso menciona al protagonista de esta canción de 1928: “Del barrio La Mondiola sos el más rana”. Esta frase admite dos interpretaciones: una alude a la fauna del arroyo, mientras que la otra se basa en el lunfardo, donde “rana” significa “listo”, “avispado” o “sagaz”.
La Mondiola le debe su nombre a unos de los primeros almacenes de la zona. Uno de ellos exhibía una pieza de bondiola colgada de un árbol, lugar que se convirtió en punto de reunión. Los vecinos llamaban mondiola al fiambre y, con el tiempo, se convirtió en un topónimo para todo el barrio.
“La Mondiola es, hasta donde yo sé, el único barrio del mundo cuyo nombre aparece en el primer verso de un tango; ni siquiera ocurre con los barrios clásicos de Buenos Aires”, afirma Conde. Para él, este es uno de los mayores valores patrimoniales de la zona y un símbolo de su identidad tanguera, una tradición que desde su fundación los vecinos buscan recuperar.
Para ello, existen varios proyectos en marcha. Uno de ellos consiste en transformar la sede de la Fundación Barrio La Mondiola, ubicada en Rivera entre Marco Bruto y Luis Alberto de Herrera, en un museo interactivo que celebre la historia del tango vinculado al barrio. También se planea abrir un espacio gastronómico con esta temática. Actualmente, el local está en obras, aunque ya funcionan varios talleres. Al igual que el Salón Vecinal y Cultural Krüger, el lugar está gestionado por los propios vecinos, quienes, además de ofrecer actividades recreativas y culturales, buscan convertirlo en un centro “social y cívico”.
Otro objetivo es que la plazoleta ubicada en Rivera y Julio César, donde se encuentra una vieja garita policial, pase a llamarse “Garufa”. En la zona ya se han colocado 11 placas conmemorativas, y se planea colocar al menos 15 más para identificar viviendas de vecinos ilustres o momentos históricos. No siempre los trámites han sido fáciles, no solo ante la Intendencia o el Municipio CH, sino también con ciertos propietarios que no quieren que su edificio se identifique como parte de La Mondiola y prefieren asociarlo a Pocitos. Conde remata: “Eso es muy de nariz para arriba, de nuevo rico… Es para darnos risa y pena. Sé que es un nombre que parece ‘vulgar’, pero es un barrio histórico con un corazón bohemio y artístico”.

Montevideo es una ciudad en constante transformación, y algunos barrios que antaño formaban parte de su identidad hoy han desaparecido en el entramado urbano. Arroyo Seco y Goes son dos ejemplos de esta metamorfosis: aunque sus nombres persisten en la memoria de algunos vecinos y en ciertas instituciones, ya no existen como unidades administrativas.
“Arroyo Seco es un caso intermedio entre lo que sucede con Guruyú y Krüger”, explica Eduardo Álvarez Pedrosian, integrante del Laboratorio Transdisciplinario de Etnografía Experimental (Labtee) y del Programa de Estudios Culturales, Urbanos y Territoriales de la Universidad de la República. No es “un barrio dentro de un barrio”, sino un barrio distinto que ha sido absorbido por el crecimiento urbano, dificultando la reivindicación de su identidad.
Según los estudios de Eduardo Álvarez Pedrosian y Verónica Blanco en la zona, solo quienes viven en el Complejo Zapicán o sus alrededores —y, por supuesto, gente mayor— continúan identificándose como vecinos de Arroyo Seco, pero sin un fuerte sentido de pertenencia. Sin embargo, a efectos administrativos, el área hoy está designada como parte de Reducto. Además, otros puntos emblemáticos del antiguo barrio Arroyo Seco, como la actual Plaza de las Pioneras o la Escuela Técnica Arroyo Seco —que conserva el nombre original—, hoy forman parte del entramado urbano de la Aguada.
Un detalle geográfico: la sede de la UTU siempre estuvo en la Aguada, aunque justo en el límite con el antiguo Arroyo Seco.
Esta denominación aparece en documentos de 1756 y 1757, cuando Cosme Álvarez Romero y Francisco Castellano solicitaron terrenos en el paraje “llamado Arroyo Seco” o “frente al arroyo Seco”, el que corría hacia la bahía por lo que hoy sería la calle Entre Ríos, con desembocadura a la altura de la calle San Fructuoso.
El curso de agua está actualmente entubado y, según el investigador, su existencia solo se hace evidente cuando hay inundaciones en la zona. “Algunas casas todavía tienen diques construidos en las puertas donde ponen tablones para frenar el agua”, ilustra.
Más curioso es el caso de Goes, nombre que se le debe a los hermanos Goes, Scipión y Vicente, que según historiadores introdujeron a Asunción desde San Vicente, Brasil, hacia 1555, un toro y siete vacas, que luego, con su multiplicación y otros aportes, a lo largo del tiempo, iban a inaugurar la ganadería del Río de la Plata. A pesar de tener instituciones y organizaciones que marcan presencia barrial —hasta hubo programas urbanísticos y de revitalización social que llevaban su nombre— “hoy no existe oficialmente como barrio”, aclara Álvarez Pedrosian a Domingo.
Administrativamente, la parte sur de lo que antes se conocía como Goes pertenece a la Aguada y la parte norte, a Villa Muñoz. Es más, los jóvenes hoy llaman “El Mercado” a la zona que rodea el Mercado Agrícola de Montevideo y la tugurizada ex “manzana 861” —donde ahora hay edificios de apartamentos entre las calles Amézaga, Porongos, Libres y Valle Inclán—. “Hay grafitis con el nombre. Hay que ver si prende”, señala.
Y reflexiona: “En realidad, esta confusión o mezcla es positiva en el sentido de que habla de una ciudad dinámica, de un área de la ciudad en permanente transformación, en oposición a lo que encontramos en la periferia urbana donde es tal el nivel de fragmentación que hay disputas territoriales por tres manzanas, porque se las considera otro barrio, y se convierte en una guerra. Acá es todo lo contrario, es una danza”.
Ese nombre endemoniado.
El francés Gounouillou, cuya pronunciación y escritura resultaban “endemoniadas”, según Álvarez Pedrosian, para los vecinos, terminó siendo conocido por todos como Guruyú. Este inmigrante, que llegó al país a mediados del siglo XIX, se dedicó a los negocios marítimos y turísticos. Su nombre quedó inmortalizado en el carácter del barrio que se formó en el extremo de la península de la Ciudad Vieja, identificado hasta hoy con el deporte y el candombe.
“La Ciudad Vieja abarca todo lo que está desde la Puerta de la Ciudadela hacia el oeste, y Guruyú comprende desde la calle Maciel hasta la Escollera Sarandí”, precisa Héctor Torres, uno de los responsables de la Liga Guruyú, que cuenta con casi 100 años de existencia. Su familia ya los cumplió y pasó: su bisabuela, inmigrante italiana, fue la primera en establecerse en el barrio, y sus nietos representan la séptima generación. “Es cierto que hoy nos referimos más al barrio como Ciudad Vieja o incluso como Aduana, pero quedan algunas instituciones que mantienen el nombre”, dice a Domingo.

Para Álvarez Pedrosian y Blanco, quienes han trabajado en la zona, Guruyú aún conserva “una identidad propia” que lo convierte en “un barrio dentro de otro barrio”. Como ejemplo, recuerdan que los vecinos de la Cooperativa Guruyú votaron por mantener su nombre tradicional entre varias opciones, incluida “Old City”, una denominación que apuntaba directamente a una versión más moderna del lugar. También existe el club Guruyú Waston.
Torres confiesa: “Ya casi no quedan vecinos de la generación anterior a la mía, que fueron los que vivieron la plenitud del barrio. Yo agarré lo último de un barrio que, como tal, ya no existe”. Como muestra de esa vitalidad pasada, recuerda que la pasión futbolera era tan grande que la cancha de la liga llegaba a reunir a más de 1.000 personas por partido, con dos encuentros cada sábado y tres los domingos. Sin embargo, esta intensa vida social comenzó a decaer a mediados de la década de 1980.
Dos datos curiosos sobre la cancha: uno es que, tras la apertura de la calle Juan Lindolfo Cuestas, una parte del campo de juego quedó más corta (aspecto que pronto será solucionado); el otro es que en la zona se está llevando a cabo una exploración arqueológica, donde ya se han hallado vestigios de la muralla de Montevideo y lo que se presume era una de sus baterías defensivas.

Mientras tanto, en estos tres barrios de Montevideo, los vecinos resisten el olvido a través de historias, placas, reuniones en sus salones comunitarios y partidos de fútbol. Aunque los mapas no siempre los reconozcan y las aplicaciones de transporte los confundan, ellos insisten en que su identidad no se borra. Porque, al final del día, un barrio no es solo un nombre en un listado: es la memoria viva de quienes lo habitan y lo defienden.
En el corazón del barrio, la cancha de la Liga Guruyú no es solo un espacio para el deporte, sino un punto de encuentro, de identidad y de pertenencia. Para quienes viven en la zona, este rectángulo de tierra y pasto ha sido testigo de generaciones que han crecido pateando una pelota, aprendiendo códigos de respeto y forjando amistades que duran toda la vida.
Héctor Torres, uno de los integrantes de la Liga Guruyú, explica con pasión los planes que tienen para el futuro: primero, mantener y ampliar el uso del espacio una vez que terminen con los cateos arqueológicos e iniciar una liga femenina a través de un convenio con River Plate para que las divisiones femeninas puedan entrenar aquí. Además, dotar de más espacio al club de baby fútbol Alas Rojas y a un equipo de béisbol que ha colaborado en el mantenimiento del campo de juego. También se busca que la cancha sirva para las divisiones Sub-13 y Sub-15, brindando un espacio a los jóvenes que ya no pueden jugar en baby fútbol y que muchas veces no tienen oportunidades en clubes profesionales.
Pero la cancha no es solo para el fútbol. “Toda organización social que necesite el espacio tiene las puertas abiertas. Es parte de la devolución que le debemos al barrio por habernos apoyado en el Presupuesto Participativo”, dice.