DE PORTADA
La pandemia relega a un segundo plano una problemática que por prejuicios y desconocimiento es trivializada o estigmatizada.
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Mientras estamos ocupados hablando de los contagios y fallecimientos por la pandemia, la problemática de la salud mental, y los desafíos que esta conlleva, tiene un perfil mediático menos notorio. Pero, como se sabe, los trastornos y las enfermedades mentales no solo implican una serie de esfuerzos a nivel individual, familiar y sociopolítico. También se cobra vidas, más que el coronavirus.
Hace unos días, el relativamente novel programa periodístico La letra chica le dedicó una de sus transmisiones al tema. Titulado La otra pandemia, el programa contó entre otras cosas con el aporte de la periodista (y gerente de contenidos digitales de El País) Ana Laura Pérez, quien dio cuenta de algunos indicadores alarmantes.
Entre algunos de los datos manejados en el programa —basados en un estudio que está siendo llevado a cabo en etapas por la Facultad de Psicología de la Universidad de la República—, casi el 40% de los encuestados en esa investigación declaró sentirse deprimido (7% de ese grupo dijo tener síntomas de depresión “graves”), y 20% admitió un aumento en el consumo de alcohol y otras drogas desde que empezó el período de la así llamada “nueva normalidad”.
Aunque se esté empezando a hablar más de este complejo tema, imposible de abarcar en una nota periodística, persisten prejuicios que por un lado trivializan las enfermedades o trastornos mentales y, por el otro, dotan de un fuerte estigma a quienes padecen o transitan alguna de esas enfermedades.
A veces, las razones de estas actitudes tienen su origen en el desconocimiento de las particularidades de esas enfermedades. Ignorancia que se refuerza porque a menudo esos prejuicios circulan en medios de comunicación masivos o redes sociales, por ejemplo.
“Lo peor que le puedes decir a una persona es que está loca”, dijo hace unos años el comediante estadounidense Dave Chapelle cuando le preguntaron por uno de sus colegas, quien había tenido un quiebre emocional. “Es despectivo. Como no entiendo a esa persona, es que está loca. Es una estupidez. Esta gente es fuerte, no está loca. Tal vez, lo que ocurra es que su entorno no la entiende”.
El psiquiatra Vicente Pardo es, también, cofundador de la ONG Centro Psicosocial Sur Palermo, que viene trabajando con estos temas desde 1987. Pardo señala que, justamente, es común la confusión respecto de qué significan los términos a nivel de la opinión pública. “Hay una banalización de estos temas sobre todo en cuanto al diagnóstico”, dice Pardo y pone como ejemplo el término “bipolar”.
Según él, muchas veces se usa de manera inexacta porque se simplifica en exceso. “Para muchos, un trastorno bipolar es sinónimo de inestabilidad emocional, como un cambio trivial de estado de ánimo. Pero es algo bastante más grave que puede durar hasta semanas en las que el individuo pierde control sobre su estado de ánimo. Puede tener facetas muy eufóricas en el episodio maníaco (o hipomaníaco) que puede manifestarse de formas diferentes: hiperactividad sexual, apuestas de negocios muy arriesgadas... En el trastorno bipolar, además, pueden darse repetidamente episodios depresivos muy graves, con alto riesgo de suicidio”.
Deprimidos
La colega de Pardo, la psicóloga Reneé Castillo —también cofundadora del Centro Psicosocial Sur Palermo y exdirectora del Programa de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública en 2006— concuerda con que a menudo hay una banalización a nivel social, pero que hay matices que separan a la depresión de otros padecimientos mentales, porque es algo más comúnmente aceptado. “Como el estigma sobre las enfermedades mentales es muy grande, lo que mucha gente hace es decir ‘estoy deprimido’. Es más aceptable decir eso porque la depresión está más socializada que, por ejemplo, un trastorno bipolar”, señala la profesional.
En parte, agrega Castillo, eso es porque la depresión a veces es una reacción natural a una situación dolorosa o traumática. “Hay depresiones reactivas frente a algo traumático como la ruptura de una relación, la pérdida del trabajo o la pandemia que estamos viviendo. Eso es parte de un período de duelo para procesar situaciones dolorosas. Es natural que uno atraviese ese tipo de depresiones”.
Restarle importancia a una depresión que tiene otras causas que una reacción comprensible y natural a un dolor, sin embargo, agrava la situación de quien la atraviesa: “Porque se evita el contacto con la persona que está mal. Y yo creo que eso refuerza el aislamiento de la persona que está mal. Las dos actitudes, la banalización y el estigma, tienen un mismo fondo: ‘Yo no quiero ver el malestar del otro, para no encontrarme con mi propio malestar’. Si yo lo banalizo no existe. Y si no existe para el otro, tampoco existe para mí. Además, el que está mal ‘molesta’: es aburrido, no quiere hacer nada, no quiere participar. Y son pocas las personas que saben contener el dolor del otro”.
¿Cuáles son los orígenes de estas actitudes? Para el psiquiatra Alexander Lyford-Pike, hay cuestiones históricas. “A principios del siglo pasado, cuando el amigo Sigmund Freud buscaba lesiones anatomopatológicas no encontró nada. Entonces dijo que todo eso es psicológico. Como no había un sustrato físico… Ahí fundó el psicoanálisis y esa corriente generó mucha resistencia entre la medicina”. Pero hoy, agrega Lyford-Pike, eso ya se está superando: “Actualmente, el médico general ya sabe de la importancia de la psiquiatría”, comenta y añade que ha habido una revolución positiva respecto a los tratamientos y la medicación que está ayudando a superar muchos padecimientos.
Aún así, Lyford-Pike, como otros expertos consultados, destaca la complejidad de los temas que hacen a la salud mental. “Llama la atención que tengamos esto en Uruguay. Hay un esquema multifactorial, en donde los elementos culturales están relacionados con elementos genéticos y también idiosincráticos”. Para dar uno de varios ejemplos sobre todo lo que hay que tener en cuenta a la hora de hacer diagnósticos y evaluaciones, el psiquiatra menciona la calidad del sueño. “Hay relaciones bastante potentes entre las alteraciones del sueño y las depresiones. Las personas que duermen menos, especialmente las que se acuestan después de las 23.30 horas a 0, sabemos que no van a tener las primeras etapas del sueño, que es el más profundo y cuando más se fabrican los neurotransmisores responsables de los circuitos en el cerebro que hacen a nuestros estados de ánimo. Una persona que sistemáticamente se acuesta después de la medianoche se está salteando una etapa de sueño que es primordial para la salud mental”, explica.
También, continúa, hay que prestarle atención (cuando el caso lo amerite) a los consumos de diferentes sustancias. Menciona a la cafeína como una sustancia que puede alterar la calidad del sueño y también la marihuana. “Tuve un paciente que cambió la medicación antidepresiva por marihuana medicinal, sin el componente psicoactivo, el THC. Pero la marihuana usada en forma crónica produce depresión. Ese muchacho desgraciadamente empezó a consumirla dejó la medicación que estaba tomando se deprimió y se suicidó”.
La muerte por mano propia
Magdalena (42 años, no es su nombre real) intentó suicidarse hace dos años con tranquilizantes. Algunos familiares se dieron cuenta de que no estaba simplemente “durmiendo” y pudieron salvarla. Había tenido problemas con sus hijos y con su pareja y decidió quitarse la vida. Según relata, luego de haber pasado por el CTI, se sintió contenida por aquellos especialistas que la atendieron tras el intento. “Me ayudó mucho haber sido atendida en el marco del Sistema Nacional de Cuidados, que me ayudó a acceder a medicinas y terapia a un costo reducido. En ese momento, no tenía trabajo y mis ingresos eran bajos. Por suerte, por mi situación familiar pude costear lo que había que pagar, pero a veces pienso en aquellos que por ahí no tienen ni para eso. Además, quedé asombrada gratamente luego de ‘despertar’, porque me atendió un equipo que no se centraba en el intento de suicidio, sino en mi situación de vida. Eso me hizo ver que no estaba sola y que lo que yo tenía era una enfermedad, que era algo que no había elegido. No me juzgaron y eso me ayudó a no tener la vergüenza que tenía por haber intentado suicidarme. No me pasó lo mismo con parte de mi círculo social, que se alejó. También mi familia contó con ese acceso a especialistas y mis parientes pudieron consultarlos, sacarse dudas”, cuenta a Revista Domingo.
Suicidios jóvenes
La catedrática (grado 5) y psiquiatra Gabriela Garrido, experta en salud mental —particularmente en trastornos del espectro autista, TEA— en niños y adolescentes, dice a Revista Domingo que en lo que respecta a su campo de trabajo, el concepto de “salud mental” es muy amplio. “Y no solo es resorte de la medicina o especialistas. Sobre todo en el área infantil o adolescentes interviene toda la sociedad: hacen a la salud mental una cantidad de aspectos educativos, de recreación... Todo eso. Cuando estos componentes constituyen dificultades y sufrimientos tienen repercusiones que limitan el aprendizaje, la comunicación, el estar en la escuela sin problemas y participar. Eso no hay que minimizarlo. Que un niño escolar manifieste con insistencia que su vida no tiene sentido, es muy grave. Hay que darle mucha atención, y hay que ubicarse en aspectos del diagnóstico, y no solo del niño sino de toda la situación, que requiere una mirada muy específica. Los problemas de salud mental en la infancia existen y hay un reconocimiento mundial de esto. En el campo de los adultos, ese reconocimiento ha sido más tardío. Pero hoy lo que vamos conociendo es que muchas de las problemáticas de salud mental de los adultos comienzan en la infancia y si nos extendemos a la adolescencia tardía, prácticamente 80% de los problemas en los adultos se instalaron antes del período que va de los 20 a los 24 años y eso hace estar más atentos a las edades tempranas”.
Otro aporte de Garrido refiere a los suicidios entre adolescentes y jóvenes. “No me atrevería a hablar de aumento porque como tenemos poca población unos pocos casos pueden alterar la tasa anual. Lo que sí puedo decir es que han aumentado las consultas y las hospitalizaciones por todo lo que son los comportamientos del espectro suicidas y las lesiones autoinfligidas, que estaban acotadas a ciertas poblaciones como las personas privadas de libertad que hoy se han generalizado hacia todos los grupos sociales".
El testimonio de Magdalena, aún en el marco de un intento de suicidio, abre un camino esperanzador en el medio de un panorama sombrío y acuciante. Como se sabe, Uruguay es uno de los países de América Latina con más altos índices de suicidios. En el programa periodístico ya mencionado se volvió sobre la alarmante tasa: 18,4 suicidios sobre 100.000 habitantes, cuando el promedio en la región es de 9,8 y el mundial es de 10,6.
Es un tema que sigue sin poder responderse de forma sencilla o inequívoca. Castillo dice que durante años se creyó que algo tenía que ver el carácter melancólico o tristón del uruguayo, pero que ese es un estereotipo que, de haber tenido algo de cierto, ya no aplica.
Con todo, tanto ella como Pardo afirman que ha habido mejoras, aunque aún falte mucho. “Tenemos mejores herramientas estadísticas ahora”, dice Castillo, “pero creo que no todavía no tenemos políticas de prevención adecuadas. Se han hecho avances, como en 1986 (un año antes que empezáramos con Sur Palermo) cuando se aprobó el Plan Nacional de Salud Mental, por ejemplo”. Lyford-Pike, por su lado, hace una apreciación parecida: “El gobierno, me parece, está manejando muy bien la pandemia de la COVID-19, pero en suicidios se están muriendo más de 700 personas por año, más que lo que mata el coronavirus, y no parece haber una política sobre esto”.
Pero Castillo no se deja ganar por el pesimismo. Aunque los datos más recientes provoquen tristeza y desesperanza, ella dice que además de las medidas que ya se han tomado, existen factores que permiten vislumbrar algo de optimismo: “El mero hecho que nos estén consultando por estos temas demuestra que son cosas que preocupan. Ahora se habla más y se hacen visibles cosas que antes se escondían. Es un proceso y hay que seguir sensibilizando a la comunidad”.
Sensibilización, educación y difusión en los medios son algunas de las claves mencionadas por los especialistas para superar un escollo altamente complejo, tanto desde el punto de vista médico como social y cultural. Y uno que no solo provoca mucho dolor sino también nos interpela como sociedad.