El sueño de El Dorado, la ciudad perdida construida completamente en oro, fue para muchos una aventura, para otros una búsqueda inútil y para muchos más una sed insaciable que arrasó con sus lugares sagrados. “Esto no fue un saqueo de la noche a la mañana. Fue desde mediados del siglo XVI hasta 1993”, asombra Clara Chauta con las fechas. Ella es la guía que acompaña al grupo que deberá caminar dos horas (en promedio, porque hay que hacerlo a 3.100 metros de altura) entre los senderos de la Reserva Forestal Protectora Laguna del Cacique de Guatavita -instaurada en ese año- para conocer la cuna de esa leyenda.
A Clara se la encuentra como “contadora de historias ancestrales” en YouTube. Es descendiente de indígenas Muiscas y relata en cada parada del recorrido la historia de su familia y la de su tierra. Al fin y al cabo, “Chauta” significa “hombre de labranza”, es decir, el que cuida la tierra. Y es la que revela el verdadero secreto de El Dorado: sí entregaban a la laguna ofrendas de oro, cuarzo y esmeraldas y sí muchas fueron encontradas y expropiadas, pero las ofrendas más importantes eran las “espirituales”, un tesoro, por supuesto, más invaluable que cualquier otro.
La vista hacia la laguna desde los dos miradores al tope de la montaña explica el significado de “invaluable”. Pero no solo eso. El ascenso que exige al máximo rodillas, pulmones y corazón (“cuando el pquyquy esté acelerado, tomen aire muy suave por la nariz, sosténgalo y suelten como si soplaran una velita”, recomienda Clara y conviene hacerle caso) lleva por escenarios naturales sorprendentes.
Varias especies vegetales cuentan parte de la historia: los tijiquí o borracheros simbolizan el agua y la limpieza espiritual para los muiscas, los chopos simbolizan el fuego y la eliminación de los miedos, el tabaco simboliza el aire y la claridad del pensamiento, y la coca simboliza la tierra y la cosecha de nuestros actos. Nada es caprichoso en el camino.
La ambición y lo sagrado.
Lázaro Fonte, Hernán Pérez de Quesada, Antonio Sepúlveda y los coroneles Hamilton y Campbell son algunos de los nombres más citados entre los hombres que pretendieron hacer suya la leyenda de El Dorado. “Se habla más de los españoles pero aquí vinieron ingleses, franceses, alemanes y colombianos y cada uno empezó a abrir la montaña a su manera”, denuncia Clara. Durante siglos se buscó el tesoro que se creía que reposaba en el fondo de la laguna pero luego la montaña sirvió de cantera para su propio municipio. Eso terminó cuando la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca se hizo cargo de la protección y recuperación de la zona.
La Laguna del Cacique de Guatavita está ubicada en el municipio de Sesquilé, a 57 Kilómetros al norte de Bogotá. Se puede llegar en transporte público pero lo más cómodo es en un tour al que se le puede agregar una visita a la Catedral de Sal de Zipaquirá para completar el día (en Civitatis, por ejemplo, el tour completo ronda los US$ 100). La visita a la reserva se hace únicamente con un guía y, según el estado físico de la persona, puede llevar dos horas. Hay varias paradas pero la más esperada es la laguna que dio origen a la leyenda de El Dorado. Esto se debe a que los nuevos caciques realizan allí un ritual por el que se sumergían con su cuerpo impregnado de polvo de oro y era allí donde su pueblo dejaba sus ofrendas de oro y cobre pero también de cuarzo y esmeraldas. Los conquistadores supusieron que la laguna debería estar repleta de tesoros. La balsa de la fotografía es la representación del ritual del nombramiento del nuevo cacique y está exhibida en el Museo del Oro en Bogotá. Allí se ve al nuevo jefe con los ancianos que se dirigen al centro de la laguna para recibir el permiso de los dioses.
Una parada del recorrido es en el “boquete”. No es más que uno de los lugares en donde se intentó sin éxito romper la roca para quitar el agua. Así lo hizo Pérez de Quesada con esclavos muiscas que sacaron agua con vasijas, día y noche durante meses. Lograron bajar 1,50 metros y, sí, consiguieron las figuras de oro (tunjos) de las que hablaba la leyenda pero aprendieron la lección del karma: no era oro puro, sino una aleación con cobre (llamada tumbaga) porque conectaba lo masculino (el Sol representado en el oro) y lo femenino (la Luna representada en el cobre). Su valor para ellos, en ese entonces, era decepcionante.
Todavía se desconoce la profundidad de la laguna. Clara cuenta que los buzos nunca han llegado al fondo -se estiman unos 30 metros- porque no resisten más de 10 minutos sumergidos por el frío. También lo impide una densa capa de algas. Tampoco se sabe cómo fue su formación. Para los abuelos muiscas estaba claro: era dónde nacía el agua. Esa laguna que cambia de color -de celeste a verde a marrón, según la época del año-, que todavía guarda incontables tunjos que los siglos le dieron su verdadero valor, era su lugar más sagrado: allí iban para estar en conexión con los dioses, con la tierra y con la comunidad. Ese era el verdadero tesoro de El Dorado.