NOMBRES DEL DOMINGO
Es una de las referentes del periodismo narrativo latinoamericano. Ha publicado sus textos en varios medios de América y de España. En 2019 recibió el premio internacional Manuel Vázquez Montalbán.
Todos —un hombre que lee, una mujer que lee, un escritor, un periodista, un estudiante, alguien que escribe— saben, más o menos, quién es Leila Guerriero. O saben, al menos, que es alguien que escribe historias reales que se leen como si fueran cuentos o novelas, que se obliga al rigor más absoluto de la investigación periodística para escribir la realidad como si fuese una poesía llena de belleza. Todos —un hombre que lee, una mujer que lee, un escritor, un periodista, un estudiante, alguien que escribe—saben, más o menos, que Leila Guerriero es una referente del periodismo narrativo, ese que busca contar historias reales utilizando las armas de la ficción en Latinoamérica y un poco más allá.
Leila es argentina de Junín pero sus textos se leen en todas partes: en América Latina, en Europa, en Estados Unidos, en Canadá. Leila es argentina de Junín, tiene 53 años, siete libros publicados —Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Plano americano, Una historia sencilla, Zona de obras, Opus Gelber, retrato de un pianista, Teoría de la gravedad—otros en los que participó como editora —Cuba en la encrucijada, Un mundo lleno de futuro— o libros colectivos como Usted está aquí crónicas de ciudades. Es editora para Latinoamérica de la revista Gatopardo, columnista y periodista en El País de Madrid y ha publicado en medios como Página 30, La Nación, Rollling Stone, Revista Anfibia o El Mercurio. A lo largo de toda su carrera ha recibido reconocimientos desde todas partes; el último fue el premio internacional Manuel Vázquez Montalbán, en la categoría Periodismo Cultural y Político.
El jurado que le otorgó el premio, dijo: “Ha puesto de manifiesto y relevancia la necesidad, la importancia y la fuerza del periodismo. Un oficio que no solo insta a ir, ver, volver y explicar, como ella misma ha descrito, sino también a contestar para qué, por qué y cómo se escribe”.
Más allá de eso, nadie -un hombre que lee, una mujer que lee, un escritor, un periodista, un estudiante, alguien que escribe- que no sea de su entorno sabe quién es, exactamente, Leila Guerriero. Y es probable que nunca lo sepan. Su lugar, dijo alguna vez, es el de contar las historias de los otros, no la de ser protagonista de una historia.
Este texto, por lo tanto, no pretende traicionar su voluntad, sino que busca ser un acercamiento casi tímido, casi pudoroso, casi venerado a una de las grandes maestras del periodismo y de la escritura latinoamericana.
Desaparecer
Junín es una ciudad que se encuentra a 260 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Junín es su ciudad de nacimiento, a la que vuelve a veces, a la que visita cuando puede, cuando no está en Madrid o en Barcelona o en México o en Uruguay o en Colombia o en Perú.
En su casa de la infancia -la de un ingeniero y una maestra que tenían tres hijos- había un sillón verde de pana. En ese sillón Leila leyó Los cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Y empezó a devorar con un hambre curioso y voraz todos los libros de la biblioteca.
Leila no quería ser periodista. Leila quería escribir. La vehemencia de la lectura la había llevado a escribir poemas y relatos intentando imitar a Ray Bradbury o a William Faulkner. Y su familia, que no tenía nada de artística más allá de una biblioteca y el gusto por la música clásica, le decía que sí, que escribiera, que lo intentara. Para alentarla le regalaron un diccionario de ideas afines que había creado alguien que se llamaba Fernando Corripio.
Como no había ningún lugar que la formara para ser escritora estudió la licenciatura en Turismo en la ciudad de Buenos Aires. Y como cuando terminó se dio cuenta de que esa carrera no tenía nada que ver con viajar y mucho menos con escribir, como todavía había una pulsión y una libido de escritura que no encontraba su lugar, un día fue a golpear la puerta de la redacción de Página / 12, uno de los diarios más importantes de la Argentina de comienzos de los 90, dirigido por Jorge Lanata. Dejó en un sobre un relato de ficción que se llamaba Kilómetro cero y se volvió para Junín. Lanata decidió, sin conocerla ni haber hablado con ella, publicar su relato en el diario. Tiempo después la llamó y le dijo que tenía un trabajo para ella en la revista Página 30, el lugar en el que querían escribir todos los periodistas devotos de la escritura.
El primer día llegó a la redacción y pasó por el despacho de Lanata. Leila tenía menos de 25 años y nunca había trabajado como periodista. Él le dijo, más o menos, lo siguiente: “Andá y defendete como puedas, es lo único que te puedo decir. Y las puertas que no se abran tumbalas a patadas”. Y fue. Con la primera nota que le encargaron, una sobre el tránsito en la ciudad de Buenos Aires, entendió de qué se trataba el periodismo y se aferró a un método de hacerlo que es el mismo que profesa hoy: un trabajo de investigación fuerte abarcando todas las puntas posibles, poner a hablar ese material de archivo con la realidad, desgrabar todas y cada una de las entrevistas realizadas, repasar todo lo reunido, seleccionar, no empezar a escribir hasta que la primera frase sea segura, firme, bella y entonces sí, apagar el teléfono, bajar las persianas y someterse a jornadas de 12, 15 y hasta 16 horas de escritura hasta lograr que cada palabra, que cada coma y que cada metáfora tengan su lugar en el texto.
Leila escribe porque cuando no lo hace se siente mal, física y anímicamente. Escribe para ordenar internamente un mundo que le resulta absoluta, bestialmente caótico y difícil de comprender. “Solo entiendo qué quiero pensar de algunas cosas cuando las escribo”. Lo hace, también, para ayudarnos a comprender, para dejar un relato y construir una memoria a través de crónicas y perfiles que son de una delicadeza, de un cuidado, de una belleza y de una sensibilidad fina y salvaje.
Nadie sabe -un hombre que lee, una mujer que lee, un escritor, un periodista, un estudiante, alguien que escribe- quién es exactamente Leila Guerriero, más allá de algunos retazos suyos develados en columnas: que tiene dos gatas y que les trajo un nido de lana de Canadá, que vive con un hombre al que siempre nombra como “el hombre con el que vivo”, que le tiene miedo a los pájaros y a los murciélagos pero más a los murciélagos que a los pájaros, que a veces cuando está lejos quiere volver a casa, que vive con una nostalgia crónica por el hogar, que le gusta hacer dulces caseros y amasar el pan, que sus días son buenos si puede escribir, correr y cocinar, en ese orden, que se sabe casi de memoria un poema de Idea Vilariño que dice “Todo es muy simple mucho / más simple y sin embargo / aun así hay momentos / en que es demasiado para mí”, que es atea y que no quiso hacer todo lo que se suponía que tenía que hacer -casarse, tener un hijo, tener una vida “normal”- que hace las compras en un supermercado chino y que la novela Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez le pareció estupenda, que en su biblioteca hay muchos libros y que entre ellos está Al amigo que no me salvó la vida, de Hervé Guibert. Y que a veces, durante la pandemia, se sintió una honorable desgraciada. Que no le gusta dar consejos y que cuando le preguntan cómo se hace, cómo se logra contar la realidad así -tan viva, tan llena de matices, tan llena de contradicciones- ella habla de correr, de respetar, de cantar, de escuchar a Pearl Jam, de ser curiosos, de mirar películas de Werner Herzog, de tener algo para decir, de equivocarse, de ser tozudos, de aprender, de permanecer y después de desaparecer. Siempre se trata de desaparecer. Es tan simple como desaparecer, tan complicado como ocultarse en las historias de los otros.