En 1976, en Uruguay aún estábamos con televisión en blanco y negro. Los canales comenzaban a transmitir bastante entrada la tarde, y concluía en un horario que a un veterano actual se le antoja “razonable”. Faltarían cuatro años para que llegaran los colores a la pantalla, y mucho más para lo que luego se llamaría música electrónica.
La radio todavía se transmitía en Amplitud Modulada (la Frecuencia Modulada desembarcaría en 1984) y el panorama musical (con excepciones) era bastante gris, fruto de la censura impuesta por la dictadura.
Algo de rock y pop internacional lograba colarse entre el autoritarismo militar, pero era casi siempre la variante más ñoña, como la que se veía en esos programas ómnibus en los que podían sonar Julio Iglesias o Nicola Di Bari, por ejemplo.
Ese era, más o menos, el contexto musical en el cual aterrizó Oxygène, un álbum que sería uno de los primeros de lo que luego se llamaría música electrónica. Jean-Michel Jarre no fue el primero en incursionar en ese estilo. Es más: Oxygène ni siquiera era su primer disco, sino el tercero. Pero las ondas expansivas de Oxygène definirían en buena parte las coordenadas de ese paisaje musical.
La tapa era una ilustración algo macabra, en la que el planeta Tierra iba desintegrándose y bajo él asomaba una calavera. Pero la sorpresa llegaba cuando uno ponía la púa del tocadiscos en los surcos del vinilo: no había cantante, no había batería, no había guitarra o bajo eléctrico, instrumentos de viento o piano. Ni siquiera había distintos títulos para las composiciones. Todas se llamaban Oxygène, y a cada una se le agregaba un número romano para diferenciarla de las demás.
En lugar de las convenciones del rock o el pop, de esos surcos emanaban texturas sonoras que eran una novedad absoluta para cualquiera que no estuviera en el mundillo de ciertas corrientes avant-garde y familiarizado con nombres como los de Wendy Carlos (googleen, centennials).
Las cascadas arpegiadas de sonidos que pocos habían escuchado hasta entonces causaron furor, y Oxygène se empezó a vender como agua mineral en una "rave". En total, el álbum vendió cerca de 20 millones de ejemplares a nivel mundial, catapultando a Jarre a la categoría de multimillonario. El francés iba a necesitar todo ese dinero para consolidarse como una de las grandes estrellas de la música.
Porque Jarre, imbuido de un espíritu napoléonico, se lanzó a escenificar su música en fastuosos conciertos al aire libre, en los que desplegaba iluminación y sonidos que pretendían transmitir una sensación de futurismo grandilocuente y cinematográfico. Como si apuntara a trasladar a un concierto esa sensación de sobrecogimiento (sense of awe) que alcanzan algunas de las mejores novelas de ciencia ficción. Y la gente acudía en masse a dejarse embriagar por los sonidos que auguraban un porvenir digital: para cuando Jarre llegó a la Plaza de la Concordia en París, galopando sobre el éxito de Oxygène y su sucesor, Equinoxe (1978), lo estaban esperando aproximadamente un millón de personas.
El origen
¿De dónde había sacado Jarre inspiración para esa mezcla de futurismo y aspiraciones “clásicas”, nombrando a sus piezas instrumentales como si formaran parte del mundo de la música de cámara o sinfónica? En parte, de su infancia. Su abuelo, André Jarre, fue uno de los inventores de la primera consola de mezcla de sonido de la radio francesa. Su padre Maurice Jarre, en tanto, fue un peso pesado de las bandas sonoras en Hollywood: entre varios logros, Maurice compuso la música incidental de clásicos como Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago (Maurice Jarre tuvo una fructífera relación creativa con el director David Lean).
Con todo, la influencia del padre en su estilo musical es discutible. Maurice Jarre y la madre de Jean-Michel, France Pejot (quien había sido parte de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial) se separaron cuando este tenía apenas 5 años, y Maurice se fue a Estados Unidos. “Mi padre era más una gran ausencia que una referencia musical. He hablado mucho de esto, y es algo que me entristece. Durante décadas no tuve ningún tipo de contacto con él”, dijo.
Aunque empezó a aprender piano de niño, no tuvo un buen vínculo con su profesor y abandonó al poco tiempo. Sin embargo, la mamá —cuando ya se habían mudado de Lyon a París— lo empezó a llevar a un boliche musical en el que Jean-Michel veía en vivo a figuras como Chet Baker, lo que volvió a encender la llama de la música. De vuelta a aprender y a probar diferentes caminos hacia el reconocimiento. Antes de alcanzarlo probó acá, allá y acullá hasta dar con lo que sería su sello: composiciones instrumentales constituidas de sonidos “raros”.
Luego de Oxygène, Equinoxe y Les Chants Magnétiques y su enorme repercusión, llegó hasta China en 1980 cuando el gigante asiático se estaba abriendo a Occidente por iniciativa de Deng Xiaoping. De esa visita quedó el álbum en vivo Les Concerts en Chine, publicado en 1982.
La fórmula, empero, comenzaba a agotarse y también empezaron las primeras señales de rechazo a semejante éxito (tal como le pasó al trío que, al mismo tiempo que él, arrasaba: Bee Gees). Los sonidos de Jarre se habían colado en tantas partes -en particular, muchos programas de televisión usaban fragmentos de su música para sus cortinas- que el francés aparecía hasta en la sopa. Para 1984, hizo borrón y cuenta nueva: Zoolok incluía percusión preponderante y hasta algo parecido al canto (en realidad, muestras —o "samples"— de voces), en un enfoque más cercano a lo que por esa época hacía Peter Gabriel que a sus primeros discos, más jugados a lo etéreo.
No demoró mucho en volver a casa. Ya Rendez-Vous (1986), sucesor de Zoolok, se parecía mucho más a los primeros discos. Además, sus conciertos empezaron a padecer del equivalente performático de la elefantiasis, con arpas láser y la mar en coche. La parte más intensa del romance con la música y los conciertos de Jarre estaba llegando a su fin, pero él ya se había consagrado.
Marcas y tecnología cutting edge
Aunque la música de Jean-Michel Jarre ya no interprete, como lo hacía, a su tiempo, él sigue activo. Lo último que se supo desde su cuartel general es que trabaja con una marca de autos francesa en elaborar sonidos para las distintas funciones de los vehículos. Su más reciente álbum es Oxymore, editado el año pasado, y también ahí Jarre explora nuevas tecnologías en busca de transmitir experiencias sonoras, en este caso Dolby Atmos y Spatial Audio, recientes incorporaciones al arsenal de grabación y reproducción musical. En una entrevista para el medio chileno La Tercera, el músico francés decía que “en la historia de la música, siempre ha sido la tecnología la que dicta los estilos y no al revés”, lo cual suena a que son los medios de producción los que dictan las condiciones de las cuales derivan los aspectos creativos e ideas que después se plasman en las obras de arte, en este caso un conjunto de piezas musicales que configuran un álbum.