Lucas Fuente: "Necesitás oficio para poder enseñar"

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Lucas Fuente. Foto: Estefanía Leal
ESTEFANIA_LEAL

EL PERSONAJE

Es argentino pero siente que pertenece a Montevideo. Desde un local en Ciudad Vieja y en Canal 10, demuestra que la pastelería es más sencilla de lo que parece.

Cuando termina la entrevista, Margot —90 años, saco de lana rosado, pelo gris corto que le roza las orejas, espalda encorvada— golpea la puerta de vidrio y madera negra en La Obrería, la escuela de cocina de Lucas Fuente y pide un vaso de agua. Con el vaso de cartón lleno, camina despacio hacia su silla plegable dispuesta en la sombra de la esquina de Pérez Castellanos y Sarandí. Se sienta y deja el vaso en el piso. “Es para el perro. El perro es de ella. Viven acá, en el edificio de enfrente y siempre bajan. Es como una eminencia de la Ciudad Vieja. A mí creo que por esas cosas me gusta este lugar y siento que pertenezco”, dice Lucas Fuente, el repostero, y añade algo más sobre la comunidad y sobre la vejez que no llega a quedar en el audio de la entrevista. Lo de la vejez tiene que ver con sus recuerdos y con el entorno en el que creció.

Cuando habla de eso a Lucas los ojos le quedan como dos cristales empañados a punto de explotar. Desvía la mirada hacia la ventana. Hace un segundo de silencio como para acomodar el nudo en el pecho y dice que creció en Tigre, Argentina. Pero no en el Tigre de ahora, sino uno que era “pueblo”, con calles de tierra y sin agua potable, por el que pasaba el aguatero. Uno en el que jugaba a cocinar y hacía platos con flores, agua, pasto y tierra.

Y entonces se acuerda del olor a los guisos o el asado o los pastelitos rellenos de almíbar “riquísimos” o las torta fritas que hacía su abuelo “Abo”. Tona, la abuela, no era buena cocinera, pero parece que los fideos le quedaban deliciosos y ese era su menú especial para los fines de semana.

“En esa época no se hablaba de los problemas de sal. Mi abuelo hacía un pan con chicharrón con abundante sal y me acuerdo de comerlo a la tarde mientras jugábamos a las cartas los tres”.

A Lucas se le resbala una lágrima que retiene inmediatamente con la mano —en la muñeca tiene una sandía tatuada—. “Tengo 39 años ya y, sin embargo, los sentimientos no desaparecen”.

—¿La cocina era tu forma de comunicarte con tu abuelo?

— Yo miraba. Porque él no era mucho de hablar. Antes, sobre todo la gente de campo (era de Entre Ríos) y los hombres no eran muy expresivos. Tenían que tener la postura de macho. Entonces no hablaba tanto. Pero después entendés que la sensibilidad se transmitía a través de esa cocina. En vez de dormir la siesta se ponía a hacer pastelitos.

El cocinero podría decir que fue ahí, en el hogar de su infancia, que la vocación se le despertó. Podría decir que fue ahí, viendo a su abuelo y a su padre cocinar, que supo que lo que quería hacer con su vida era pasar los días y las noches frente a las hornallas. Pero no. No fue ahí.

El arraigo

El local de La Obrería —“el primer espacio de cocina participativa en Uruguay”, dice Lucas; ver recuadro— parece ser todo lo opuesto a aquel barro y las flores y el pasto y el agua en Tigre. Pulcro y citadino, el centro de todo es la isla blanca de varios metros que se extiende a lo largo del salón. Encima, una hilera ordenada de sets de bowls esmaltados con ingredientes adentro dan señal de que pronto empieza la próxima clase. Es que allí la cocina no es un lugar exclusivo del chef. No, allí, el que entra tiene que ponerse el delantal de jean porque también le toca cocinar. Dan talleres y una vez cada tanto —lo anuncian en Instagram— hacen sábado de brunch para el que quiera ir a sentarse y comer.

“Pero el eje es la formación gastronómica del público”, dice Lucas. “Nosotros acá enseñamos desde el oficio y desde la experiencia. Ahí es donde uno más aprende y puede comunicar y trasladar a los otros. Necesitás haberte quemado las manos, necesitás haber pelado 100 kilos de papa para enseñar”.

Pulcra y citadina, esa esquina de luz cálida entre paredes oscuras y rojizas es ahora su lugar de pertenencia, como Montevideo.

Antes de mudarse a Uruguay tuvo una pastelería en Recoleta, Buenos Aires. No se sintió cómodo en esa ciudad. “No había viajado mucho ni muy seguido a Montevideo, pero siempre me gustó. La gente, la actitud, ese pueblo que todavía se respira a pesar de ser una capital y una ciudad grande. Todavía se respira sencillez y eso fue lo que más me atrajo. También estaba la posibilidad de Volverás a mí (la chocolatería que tiene con su socio). Empecé a jugar con los chocolates y a hacer cosas novedosas y sin buscarlo se fueron acercando. Hoy estoy superfeliz. Me voy 15 días y ya extraño. No tengo la añoranza por volver a algún lugar. No. Hoy siento que este es mí lugar”.

Y acá (con Planeta) ha publicadosus libros Simple (2018) y Alfajores (2021), y se ha hecho un lugar en Canal 10.

Antes de intentar en Buenos Aires, Lucas pasó su juventud en Río de Janeiro. Allí trabajó en un restaurante al que iban Madonna, Tom Cruise o Hugh Jackman y aprendió, a fondo, lo que era la vida del cocinero. Llegó a trabajar entre 15 y 16 horas. Supo lo que era comer en cuclillas algo rápido para seguir cocinando para otros.

“Me iba bien en el restaurante, me pagaban bien. Todo buenísimo. Pero al mes de llegar me quería volver porque extrañaba. Entonces coincidí con Dolli Irigoyen, le comenté qué me pasaba y por las palabras de ella seguí ahí: ‘Sos joven. Olvidate de todo, cociná y disfrutá. Le hice caso y me relajé. Fue como el destino, porque si no fuese por eso, me hubiese ido antes. Creo en el destino, pero también en el trabajo duro. No en quedarte con los brazos cruzados esperando”.

 —¿Siempre quisiste ser cocinero?

—Quise ser muchas cosas: arquitecto, veterinario, médico, ingeniero farmacéutico, locutor, investigador de crímenes como los de la televisión —hasta que supe que había cadáveres de por medio—. Me hicieron un test vocacional y salió el lado artístico. Hasta que un día, viendo un programa de cocina en televisión, dije: ¿y por qué no esto?

Dice Lucas que justo se decidió en una época en la que no te tomaban en ninguna cocina sin estudios previos y que para estudiar “salía una fortuna”. Así que trabajó medio horario en un call center y con lo que ganaba le daba justo para pagarse las clases. También cocinó en puestos de hamburguesas y panchos y en otro en el que tenía que preparar pop y algodón de azúcar. “Me salían bien”, sonríe. “Siempre trabajé y siempre traté de ser el mejor en lo que hacía. Si tenía que pelar papas, buscaba ser el más rápido y prolijo. Después fueron surgiendo posibilidades”.

Lo dulce

Mientras su libro Alfajores busca darle a ese postre rioplatense una “elevación cultural” —“Tenemos el clásico que no existe en otra parte del mundo y, sin embargo, lo tenemos olvidado”, dice—, con Simple quiso desterrar los miedos (y los mitos) que generan los dulces. Él, que reprobó pastelería cuando hizo la carrera y que hoy, después de sacudir sus propios temores, es uno de los pasteleros reconocidos de la ciudad, admite: “Le tenemos mucho miedo a la pastelería porque es muy técnica, muy precisa. Pero podés animarte sin necesidad de tanta técnica y con poca cosa. Yo sabía que quería ser pastelero, pero no me animaba. Le tenía respeto y lo veía como algo lejano”.

—¿Y hay alguna receta dulce que hasta el día de hoy intentes e intentes y no te salga?

—Sí, aunque no parezca, el tartín (la tarta invertida de manzana) es una cosa que me cuesta muchísimo. Te juro. Si la tengo que hacer la hago, pero trato de evitarla porque me da una cosa que yo que sé. Nos pasa a todos los cocineros y pasteleros que hay días que te levantás con que no te sale nada y pasa, no sé por qué. Pero con esta receta me pasa que ya le tengo como un poco de bronca.

Si se imagina su vida de jubilado, cuando dentro de unas cuantas décadas más su cuerpo y su cabeza le pidan que pare, no puede evitar verse detrás de las hornallas. “En una casa alejada de la ciudad, cocinando y cocinando. Lo que quiera. Y abriendo las puertas en el día a día para que vayan a comer lo que yo cocino. No me imagino sin cocinar. Y si reencarnara en una abeja, sería la cocinera del panal”.

Sus cosas

Osvaldo Gross

El cocinero Osvaldo Gross —que dentro de poco va a estar en La Obrería— fue su referente en cuanto a la repostería. “Osvaldo fue el que me acercó al mundo dulce y el que me transmitió un poco toda esa pasión. Fue ahí que me di cuenta de que en realidad no es tan complicado como uno cree”.

Un recuerdo

Después de los seres queridos, el alfajor era lo primero que se le venía a la cabeza cuando vivía lejos del Río de la Plata. Además, es la que recuerda como su golosina favorita de la infancia. “Lo tenía siempre en la mochila para la escuela. De dulce de leche y nieve. Pensábamos que era más sano por no ser de chocolate”.

La obrería

La Obrería —donde también funciona ahora la tienda de chocolates Volverás a mi— es un proyecto que emociona a Lucas Fuente y que tiene como punto principal la formación gastronómica tanto para amateurs como profesionales. Para cada especialidad, hay un chef distinto. “Es un espacio para ver la cocina como comunicación”.

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