DE PORTADA
Historias de niños y adolescentes que un día se mudaron a este país dejando atrás escuela, amigos y familia.
Una anécdota: durante la última dictadura uruguaya, una familia tuvo que exiliarse y emigró primero hacia Brasil y de ahí hacia otro país, que en ese momento no sabían cuál sería. A Brasil, los integrantes de esa familia viajaron en ómnibus, para cruzar de Rivera a Santana Do Livramento. Antes de bajar del ómnibus, mientras sonaba una canción folclórica, la madre les dijo a sus hijos: “Escuchen con atención esta canción. Capaz que es la última vez que escuchamos música como esta en mucho tiempo”.
No todos los migrantes atraviesan por experiencias dolorosas, pero como dice una de las personas consultadas para esta nota, mudarse de país es removedor más allá de las razones que estén detrás de esa mudanza. Y no son las mismas experiencias para quien toma la decisión que para aquellos que tienen que adaptarse a las decisiones de otros.
Un libro recientemente publicado recopila historias de migrantes menores de edad, que deben dejar amigos, compañeros de clase y todo aquello que los ancla a un lugar y le da algo de sentido a sus vidas. Revista Domingo fue en busca de niños y adolescentes que, por las decisiones de sus padres, tuvieron que dejar su lugar y se mudaron a Uruguay.
India
Shivaansh (14 años) y Kaashvi (8) Sarkar arriban a la charla junto a su padre Saugat, quien se mudó de India a Uruguay para trabajar, como gerente, en el rubro de las industrias digitales. Toda la familia (la mamá se llama Kajal) llegó a Montevideo en abril, de la ciudad de Bangalore (una ciudad de 13 millones de habitantes). De los dos, Shivaansh lleva la voz cantante. Kaashvi mira y por lo general asiente, pero no dice mucho. Su hermano, en tanto, es un adolescente desenvuelto que no espera ni busca la autorización del padre para contestar preguntas. Y según dice, cuando Saugat dijo que se mudarían a Uruguay para vivir acá durante dos años, reaccionó positivamente. “No sabía nada de Uruguay, así que me puse a buscar información del país. Ahí descubrí que aquí se hablaba español. Pero estaba contento: nuevo país, nuevas experiencias”. Todos en la familia hablan al menos dos idiomas: hindi e inglés, pero Shivaansh también habla otro idioma regional de India, bengali, y ahora empezó a aprender español en el colegio Uruguayan American School. Kaashvi va al colegio St. Andrews.
Tanto Shivaansh como Kaashvi se valen del inglés para comunicarse con sus compañeros de clase, pero por el poco tiempo que han pasado en Uruguay no tienen todavía amigos. Mayoritariamente, van de casa al colegio, y del colegio a casa. La primera impresión que tuvieron de Uruguay fue que es un país “frío y ventoso”. “Es que cuando llegamos, veníamos del verano, que es muy caluroso”, acota Saugat. Y la segunda, que aquellos uruguayos con los que cruzaron en sus primeros días los trataron muy bien. Very nice people (“Gente muy simpática”), dice el padre. Los hijos asienten y entre ellos se ponen a conversar en inglés (para que Revista Domingo pueda seguir la conversación, aunque alguna vez viran hacia hindi o bengali) sobre la primera vez que salieron a comer a una cadena de comida rápida. Cuando llegaron a la caja luego de hacer la cola, la cajera no comprendía inglés, pero una persona que vio el “incidente”, como lo describen ellos, se acercó a explicar lo que cada uno de ellos quería.
Para los tres, Montevideo es una linda ciudad y a diferencia de lo que ocurría en Bangalore, nunca sienten que hay demasiada gente en la calle. La densidad de la población es una de las principales diferencias que ellos y otros indios (en la charla hay un par de compatriotas de ellos que de vez en cuando agregan algo a la conversación) destacan. Otra, claro, es la comida. Shivaansh: “Extraño un poco la comida de India. Los picantes verdes (uno de los ajíes picantes más comunes en India se llama ‘hari mirch’) que allá usamos para muchísimas comidas, acá no hay”. Saugat añade que algunos amigos le han pasado algunos piques de lugares con condimentos típicos de la gastronomía india, pero no hay mucho más. Además, otro tema culinario: toda la familia es hindú, y no comen carne vacuna. “Nunca hemos comido carne de vaca”, comenta Shivaansh. “Comemos pescado, pollo y otras carnes, pero no vamos a comer asado”.
¿Qué otras cosas extrañan de su país? A familiares, amigos y, agrega Kaashvi, sus mascotas, dos periquitos que tuvieron que dejar allá. E ir al cine. En India, iban casi una vez por semana a ver una película, además de que -como explican- la experiencia de ir al cine es bastante distinta. Allá, cuentan los tres, la audiencia reacciona de manera mucho más extrovertida a lo que ocurre en la pantalla. Acá, el mayoritario silencio los sorprende un poco. Y aunque los hermanos se sientan a gusto en Uruguay, no demoran nada en responder “Sí” cuando les preguntan si quieren volver a vivir en India.
Un sacudón vital
Rinche Roodenburg es, desde hace años, una activista en apoyo a aquellas personas que por distintas razones -muy a menudo trágicas- tienen que migrar de un país hacia otro. Ya no integra la ONG Idas y Vueltas, pero sigue formando parte de la Red de Apoyo al Migrante. Dicha organización asiste a quienes arriban al país en muchos aspectos. Por ejemplo, ayudan a armar un curriculum vitae o a emprender. También canalizan donaciones u otras acciones solidarias, además de contribuir a visibilizar las particularidades en las condiciones de vida de los migrantes. Además, aclara algunos términos: “No existe ‘el migrante’. Existen millones de personas que emigran”.
Para ella, las peripecias de quienes son menores de edad merecen una mirada específica. “Es un tema fuerte actualmente, porque hay una enorme cantidad de jóvenes que están migrando. Algunos menores de edad llegan incluso solos, sin sus padres”.
Además, añade, a veces pasa que una familia que llega a Uruguay -ella menciona el caso de los migrantes venezolanos- lo hace tras haber vivido todo tipo de experiencias, incluso las más desagradables y/o violentas. Todo eso va dejando huella. “Estos niños ven cosas que uno no quisiera que los hijos de uno vean”. Llegan, continúa Roodenburg, “con una carga emocional muy fuerte”. Pero no es solo eso, dice. También se trata de niños o adolescentes que llegan al país luego de “muchas pérdidas”: “Los abuelos, los tíos, los amigos, la escuela, los juguetes... Eso no excluye que posteriormente recuperen muchas de esas cosas. Además, no siempre son bien recibidos. Por suerte, eso no es lo más frecuente, pero también pasa”. En el proceso de adaptación e integración, muchos niños también tienen que lidiar con bullying, xenofobia o racismo. A veces, por cosas tan banales como la pronunciación o el uso de términos desconocidos en el país en el cual su familia se asienta. “Imaginate que hasta para alguien que viene del interior a vivir a Montevideo, para estudiar o trabajar, esa experiencia puede tener facetas traumáticas”. Cuando las distancias son mucho más grandes que las que separan a los departamentos de la capital, las vivencias pueden ser mucho más removedoras.
Angola
Alexander Dos Santos (14) llegó a Uruguay hace un año y medio, porque su padre vino a trabajar en el consulado de Angola.
“La primera impresión que tuve fue que es un país más organizado que Angola. Acá, la gente respeta más las reglas del tránsito, por ejemplo. Otra cosa que me llamó la atención es la tecnología. En Angola no está tan desarrollada como acá”.
“No me costó tanto aprender español, porque es muy parecido al portugués, y empezar a venir al colegio (Queen’s College) me ayudó mucho en ese sentido.
Allá vivía en un barrio privado, y me movía casi siempre dentro de ese barrio. Iba a practicar jiu jitsu, volvía a casa, hacía los deberes y listo. Vivir en un barrio como Pocitos es distinto: hay más ruidos del tránsito y más gente”.
“No me costó mucho hacer amigos. Primero hice amigos en el colegio, y ellos me presentaron a otros. Salimos a caminar por la rambla, y vamos a jugar al fútbol. Angola es bastante futbolero, pero yo no iba a jugar tanto como en Uruguay. De los cuadros de acá, siento más simpatía por Peñarol”.
“Nos vamos a quedar cinco años acá. Tal vez más. Allá en Angola tengo familiares, pero también tengo familiares en Brasil, en Portugal y en Francia y de vez en cuando hablamos por videollamada. Algunos se fueron a buscar trabajo, a tener una mejor calidad de vida. Extraño algunas cosas de Angola, como la comida. Allá comía un plato de maíz con una salsa que acá no hay, pero me gusta el asado, la milanesa y el chivito”.
“Acá soy una minoría, por el color de mi piel. Es un poco raro, ¿no? Porque allá, lo raro era ver gente blanca. Por lo menos al principio me sentí raro, pero ya no. No he tenido tanto contacto con la cultura afrodescendiente uruguaya, pero mi padre sí y me cuenta que aquí hay descendientes de gente de toda África. Me han insultado de manera racista, pero no les presté atención. Seguí mi camino”.
Venezuela
María Viera llegó a Uruguay hace algo más de tres años. Primero vino su madre, y ella y su hermana mayor arribaron después. Son del estado de Anzoátegui, cuya principal ciudad es Barcelona. Como en la mayoría de los migrantes venezolanos, la de irse de su país fue una decisión que les fue impuesta, para poder tener un mejor pasar.
“Cuando estaba claro que nos veníamos a vivir a Uruguay me lo tomé bastante bien. Un poco me dolió, porque es un poco triste dejar familia y amigos, pero las condiciones en las que estaba Venezuela no eran muy buenas que digamos”.
Cuando llegó, una de las primeras cosas que le llamó la atención fue lo visual. A María le pareció que Montevideo es una ciudad “muy linda” y destaca a la Ciudad Vieja y Pocitos como algunos de los barrios que más le atraen. También los montevideanos le cayeron bien. “Les gusta cómo hablo, me piden que diga palabras porque les gusta cómo suena”.
Según lo que cuenta, se integró bastante bien y agrega que se junta más con amigos uruguayos que venezolanos, por un tema de edad. Los venezolanos que conoce son, por lo general, más grandes que ella.
En ese proceso de integración María encontró un aliado poderoso: el K-Pop. El género musical popularizado por incontables grupos de jóvenes cantantes y bailarines de Corea del Sur fue el que le permitió formar vínculos de camaradería y amistad con sus pares, e integra un grupo de baile que recrea las coreografías que las estrellas de esos grupos realizan en sus videoclips.
Los grupos de K-Pop suelen acompañar sus videoclips promocionales con otros en los que muestran las coreografías sin cortes. Así, los fans pueden aprender los bailes de manera un poco más sencilla que si tuvieran que hacerlo a partir del videoclip promocional, que muchas veces tiene una edición vertiginosa. Un poco más sencilla nomás. Porque los pasos de baile son harto complicados.
Pero se ve que a María no le cuesta tanto, porque ella integra la “mesa chica” del grupo de baile, y es una de las que decide quién baila para tal o cual presentación en vivo del grupo. El 28 de agosto pasado fue la última vez que se presentaron, y ya están preparando la nueva, con ensayos semanales. De todas maneras, María dice que falta un poco para llegar a estar entre los grupos de danza de K-Pop más destacados. “Te tiene que salir muy perfecto” para entrar en el podio, afirma.
Extraña Venezuela, “lo normal”, dice. Ya no tiene tanto contacto con los amigos de allá, e incluso con sus familiares “porque muchas veces no hay luz allá, entonces se hace difícil conectarse a Internet”, relata. También echa de menos algunas de las comidas que eran comunes en su país, como los panchos. Acá también hay, agrega, pero allá le ponen muchas más cosas que la mostaza o el ketchup que predominan entre las preferencias nacionales cuando se piden panchos.
A diferencia de Shivaansh y Kaashvi, María no está muy segura de querer volver a Venezuela si, en un futuro, la situación de ese país alentara a regresar. “No sé si volvería a vivir allá. Siento que Uruguay es un buen país para vivir. Comprendo la situación de mis padres. Ellos, como tantos otros venezolanos, como que están esperando que Venezuela se arregle para poder volver. Pero a mí me gusta acá”.