EL PERSONAJE

Ni se "habla" con los muertos ni el forense tiene "la última palabra": la realidad según Hugo Rodríguez Almada

El especialista escribe para gestionar las emociones provocadas por su trabajo: una constante lucha contra las tragedias humanas. Su libro Crónicas de un forense tiene versión ampliada

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Dr. Hugo Rodríguez Almada
Francisco Flores/Archivo El Pais

"Objeto extraído del recto”. Esa era la leyenda que acompañaba una pieza puesta en una vitrina que conformaba una especie de museo de la muerte en la entrada de la Cátedra de Medicina Legal y Ciencias Forenses en el edificio de la Facultad de Medicina de la Udelar. “Me siguen preguntando por el museo (específicamente se le consulta por ese objeto que tenía una posición central en la exhibición y todo el que lo haya visto -como yo por el 2006- lo recuerda). Se terminó”, alivia Hugo Rodríguez Almada, su director desde 2010, cuya primera orden fue retirar del mismo espacio un féretro con un cadáver momificado. Hoy, establecida su oficina en el quinto piso del Hospital de Clínicas, no hay nada a la vista.

“Quisimos que la cátedra no tuviera nada que ver con el culto a la muerte ni con el morbo ni con esa cosa medio petulante de que los forenses podemos decir ‘me tuteo con la muerte’, que chapoteamos en la sangre y después comemos tallarines y no pasa nada”, explica.

El trabajo del forense, a su juicio, está muy alejado de la imagen de fantasía que ha creado la franquicia CSI: Crime Scene Investigation o similares (Bones, NCIS y tantas otras), las que ha visto hace mucho tiempo y por las que debe seguir respondiendo con la verdad: “No podemos saber ni a qué hora se murió ni qué balazo fue primero. Sí podemos saber una cantidad de cosas que descartan una versión o que hacen menos probable una versión que otra pero que tienen que complementarse con otras pruebas”. Por ejemplo, un cuidadoso “levantamiento del cadáver” de la escena, revisar minuciosamente archivos o practicar autopsias psicológicas o históricas, dos procedimientos que Rodríguez Almada ha refinado caso tras caso desde que ingresó como médico forense al Poder Judicial en 1996 (aquí trabajó por 15 años) y que algunos ha relatado con calidad literaria en Crónicas de un forense (ahora con versión ampliada) y Los héroes de la bodega.

Las respuestas, muchas veces, se encuentran en los vivos y no en los muertos. A propósito de esto, aclara: “Eso de ‘hablar con los muertos’ es solo frase hecha que queda linda. El cadáver no habla; tiene signos que uno interpreta”. Y, como cualquier tarea humana, no es infalible. “El forense no tiene la última palabra, ni tiene la prueba fundamental ni es el que sabe todo”, dice haciéndonos preguntar cuánto nos ha mentido Gil Grissom de CSI Las Vegas. “Nos arrimamos (a lo que sería “la verdad”) y aprendimos a sospechar de todos quienes afirman tener verdades absolutas en un terreno en el que no abundan o no existen”.

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Dr. Hugo Rodríguez Almada
Francisco Flores/Archivo El Pais

Acostumbrarse.

Rodríguez Almada no descubrió (o no supo entender) tempranamente su vocación. Su plan era ser profesor de literatura. En el liceo se había fascinado con los clásicos griegos -“lo que no dicen estos, lo dice Charly García”, dice-, Shakespeare, Cervantes y Emilio Salgari pero, en tiempos de la dictadura, solo podían ingresar al IPA aquellos que estuvieran “muy limpios” o con “categoría A”. Así que “terminó” en Medicina.

De todas formas, la biología del cuerpo humano ya lo había seducido a través del texto Anatomía gráfica escolar, en cuyas hojas ya amarillentas repasaba con cuidado para aprender el nombre de cada órgano. Lo que más le atraía era el capítulo del esqueleto. Recuerda leerlo a sus 10 años sin saber que, décadas más tarde, entendería que los huesos pueden mantener en secreto cómo ocurrió una muerte violenta.

En la nueva edición de Crónicas de un forense (Sudamericana), repasa su investigación sobre el primer asesinado de la dictadura, Ramón Peré, y cómo una vértebra “malherida pero resiliente” ayudó a conducir a la cárcel al coronel retirado Tranquilino Machado por un delito de homicidio especialmente agravado 37 años después del crimen.

“Pero te voy a doblar esa apuesta”, lanza el forense en la charla con Domingo ante la pregunta de cómo el joven que quería enseñar literatura termina dedicándole su vida a una especialidad médica en la que se aprende a convivir con la tragedia humana. Y lanza: “Toda la vida le había tenido fobia a la muerte. Le huía a los velorios”. Todavía lo hace.

Por supuesto que recuerda el impacto que le significó ver el primer cadáver que había que disecar en el curso de Anatomía en el segundo año de carrera. Pero, como todo en la vida, es cuestión de acostumbrarse. “A lo que no te acostumbras, por suerte, es al impacto que genera la violencia en las personas. Lo destructivo que es, no solo en lo material como las lesiones o una cabeza aplastada, sino en el sufrimiento que les genera a esa persona (si sobrevive) y a su familia. Las tragedias siguen en los sobrevivientes”, afirma.

La historia que le sigue a un caso una vez acabada la intervención judicial puede ser más cruenta que el caso en sí, porque, insiste, la “verdad judicial es limitada”. Eso aprendió al contactarse con víctimas y familiares para complementar su libro. Como ejemplos -y con la promesa de no ahondar en spoilers- basta leer los capítulos “Rotisería Perla”, “Hurto aclarado” o “La penúltima del Gordo Polenta”, tres casos distintos -intento de homicidio, hurto y estafa- en los que los testimonios de los sobrevivientes cambiaron todo lo que había conocido de ellos años antes.

En el primero descubre que la mujer a la que su ex pareja había querido asesinar a apuñaladas y dejado una escena “inusualmente sangrienta” había perdido un hijo tres meses después y que él mismo le había practicado la autopsia. Se suicidó a los 14 años. “Los expedientes estaban en el mismo piso (del juzgado) y no lo supe. ¿Cuántos (casos) pueden ser así? Lo que ve el expediente judicial ilumina una partecita de la realidad que no necesariamente es la más importante”, cuenta a Domingo.

En “Hurto aclarado” cuenta que conoció tiempo después que el delito del título fue el menor de los problemas de sus protagonistas. “El gran delincuente es...” Lo dice en la entrevista pero vamos a reservar el misterio. Solo vamos a decir que no es ninguno de los que robaron los “700 gramos de milanesa” del almacén. El caso aclarado por la Policía no profundizó en dos casos evidentes de explotación sexual de menores, pero desató una demanda civil por daños y perjuicios contra ASSE y el Ministerio del Interior. “Lo único que sabía era que un tipo había quedado parapléjico”, dice el forense. Fue convocado para analizar si el ladrón había recibido o no la atención médica adecuada. “El gran delincuente” anteriormente señalado no fue quien terminó procesado sino un médico por el delito de lesiones gravísimas culposas, al mismo tiempo que se desestimaron las denuncias por brutalidad policial. Rodríguez Almada valoró que el hombre había perdido el 89% de su capacidad funcional total por las graves secuelas físicas que sufrió en diferentes traslados al hospital y a la comisaría luego del accidente en moto que tuvo durante una persecución policial.

Quizás la historia de Angelo Prezza, el Gordo Polenta, es la más cinematográfica. “Es increíble que no sea ficción”, reconoce quien fue designado como perito en una demanda por daños y perjuicios. Prezza pretendía cobrar una indemnización a una mutualista por un presunto caso de mala praxis al asegurar que una operación cardíaca lo había dejado hemipléjico. El tema es que nunca había pasado por el quirófano; lo había hecho su hermano. Si esto ya da para película, ¿qué tal lo que la verdad judicial no vio en su momento? Años después, Rodríguez Almada se entrevista con la exesposa de Angelo, cómplice de la estafa constatada, que le revela otra historia: el Gordo Polenta la había rescatado de una red de trata de Milán gestionada por uruguayos. Él ya había hecho carrera en el negocio del narcotráfico y de pasaportes falsos, entre otras cuestiones, y había estado 17 años preso en una prisión de alta seguridad en Grecia. A su hermano, que también tenía su prontuario, lo operaron por un infarto de miocardio, haciéndose pasar por él. Ella asegura que Angelo la salvó de ese ambiente y lo cuida desde que quedó inválido por otra pericia médica no investigada.

“Por supuesto que ver a una mujer apuñalada no es una imagen agradable de ver. Pero me puedo habituar. Pero no a la tragedia humana de antes y después del caso”, confiesa. Reconoce que se paga un “precio emocional” por este trabajo y que se debería contar con mayor apoyo psicológico. Cuenta que priorizar un homicidio por sobre una violación o por sobre un suicidio lo terminaban poniendo irritable por las emociones acumuladas. Por ver “tantas muertes por nada” como sigue viendo. Descubrió que escribir lo ayuda a gestionar lo que le provoca “la acumulación de violencia, sangre y tragedia”. Y aunque lo que escriba puede parecer ficción pura, él tiene las pruebas: todo es estrictamente real.

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