Por María de los Ángeles Orfila
Cada 15 minutos el canto del cuco interrumpía la charla. Sonaban las campanadas, se asomaba el pajarito de madera, una pareja empezaba a bailar en círculos y otra bajaba y subía sus jarras de cerveza sobre la mesa. Y aunque Nilson Camean (65) asegura que los relojes “no son elementos proclives a tener anécdotas”, ese cucú de los años 40 musicalizó varias historias. “Pero el que siempre me asusta es aquel cuando marca las 12”, cuenta al señalar un reloj colgado en la misma pared que a cada hora emite el canto de un ave diferente. A las 12 un búho vocaliza fuerte y se mezcla con el cuco y los otros campaneos que invaden el taller “Péndulo” de la calle San José.
El padre de Nilson era relojeroy lo miraba trabajar fijamente sentadito en un taburete a su lado. A los 9 años le llegó la pregunta que tanto ansiaba: “¿Querés aprender?” La primera orden fue ir hasta la ferretería a comprar 100 gramos de clavos. Luego vino la lección: cómo cortarles la cabeza y sacarles punta. Lo repitió por dos meses. Lo siguiente fue desarmar despertadores. Luego limpiarlos. Luego armarlos. Ya tenía 11 años. Más tarde hizo lo mismo con los relojes de pulsera. Y tiempo después con los relojes de pared.
“A los 18 años entré a trabajar en Orient. Me tomaron una prueba: que desarmara un reloj y que lo limpiara. Me dijeron que estaba para oficial pero como era muy joven me preguntaron si me servía entrar como medio oficial. Yo dije que sí porque quería trabajar”, relata a Domingo.
Luego pasó a los talleres de Tressa, Eterna Matic y otras marcas mientras estudiaba en la UTU. Pero como ganaba un sueldo mínimo renunció y consiguió trabajo en una metalúrgica. Al tiempo se independizó y abrió su propio local de joyería y relojería para luego abandonar la primera actividad y más tarde la venta de relojes -“tuve 14 robos”- y se quedó solo con la reparación. “Hace 40 años que estoy en esta cuadra (San José y Andes, donde han dejado sus relojes empresarios, políticos, expresidentes, escritores, figuras relacionadas con el fútbol, embajadores y más) con lo que siempre hice toda la vida”, apunta sobre un oficio que asegura que prevalecerá por mucho tiempo.
Nilson Camean da cuerda, mantiene y arregla los relojes de varias residencias importantes de Montevideo; también ha reparado relojes de políticos, de un expresidente, de embajadores, de escritores, de artistas, de empresarios y de vecinos (y prefiere no divulgar sus nombres). Por sus manos han pasado Rolex de varios miles de dólares o piezas de colección de otras marcas de lujo como Patek Philippe u Omega. Cuenta que hay muchos coleccionistas uruguayos que atesoran todo tipo de relojes y que solo confían en sus manos para su reparación. Eso sí, cada vez se le hace más difícil conseguir repuestos. Él hace muchas piezas mecánicas pero otras debe pedírselas a un tornero especializado o debe salir a conseguir cristales que ya no se fabrican en plaza. “Cuando te traen un reloj de marca, la responsabilidad es más grande. Un vidrio para uno común anda entre $ 400 y $ 700 y para un Rolex entre $ 4.000 y $ 5.000”, cuenta. ¿Y qué reloj usa él? Uno sencillo, dice. También tiene uno de pared en su casa que toca campanadas cada 15 minutos. El que pertenecía a la casa de su infancia lo tiene en el taller para arreglar. “Mi cuñada dice que suena muy fuerte; la estoy dejando descansar”, bromea.
La hora exacta.
“No soy 100% efectivo”, advierte Nilson. “Tengo un 0,03% de error”, precisa. Esta estadística se basa en que en 56 años -contando desde la sacada de punta de los clavos- solo se le resistieron tres relojes: uno de pared, uno de mesa y uno de pulsera. Nada mal; aunque, si él se tiene que calificar, se pone un “siete de 10” por la simple razón de que sigue “aprendiendo” y todavía llegan a su taller mecanismos desconocidos. “Pasaron miles de relojes por mis manos y me sigo asombrando con cosas que nunca he visto. Es un mundo bastante entretenido”, cuenta.
Cuando sucede esto hay que poner en juego la condición que, a su juicio, separa los buenos relojeros de los relojeros del montón: la perseverancia. “Son cosas delicadas y que hay tratarlas con suavidad. Hay que desarmar todo y limpiar ruedita por ruedita, pasarle un palito por los piñones, limpiar cada uno de los dientes y pivotes y ajustar los agujeros. Si el trabajo está bien hecho, todavía existe la posibilidad de que falle y haya que desarmarlo otra vez”, cuenta. Esto se repite para evitar la máxima de las “herejías”: sustituir la máquina original por una que funcione a pilas.
Y aunque él mismo dice que “si hoy no pudiste, mañana vas a poder”, el día que recibió a Domingo en su local se había quedado hasta las 5:30 de la mañana arreglando el reloj de una clienta. “Se me complicó y hasta que no lo sacara seguí de largo”, comenta.
Así como deja en claro que la perseverancia debe condimentarse con una pizca de compromiso y con otra de obsesión, tampoco puede faltar el empeño. Nilson sufre de cataratas -está a la espera de una fecha para operarse- por lo que una “nubecita en el ojo” a veces le obliga a cambiar de un reloj chico a uno grande.
Nilson sabe que el reloj que arregla hoy es probable que sea la última reparación que le haga y lamenta no haber tenido un aprendiz. Su hijo no quiso continuar con el oficio. “¿Sabés lo que dice? Que el reloj no se usa más. Y yo le digo: mirá todo esto de relojes. Estoy tapado de trabajo. La gente que tiene relojes de US$ 1.000, US$ 3.000 (y mucho más) no los va a tirar a la volqueta. Hay cientos de esas personas. Por eso trabajo todos los días. No tengo Carnaval ni Turismo. Este año solo me tomé tres días de licencia”, relata.
Tres o cuatro clientes llegan al taller “Péndulo” por día. Muchos llegan desde el interior con piezas de sus bisabuelos o abuelos -“cuando fallece alguien en la familia dicen que el reloj se paró; hay mucha mística”- o que trajeron de un viaje o compraron por internet. Ahora mismo tiene un reloj de mesa de unos 80 años que pertenece a la Junta Departamental de Paysandú porque allá no hay relojero. O cabe otra posibilidad. “O lo que hay no es de plena confianza”, dice.
En este sentido, Nilson cuenta que él conoce unos 10 relojeros de su mismo estilo (con estudios, experiencia, paciencia y amor por el oficio); por el resto no da la cara. “A esos no los puedo calificar. Esos dicen que un reloj antiguo no tiene arreglo y que hay que ponerle una maquinita a pila. Yo antes de cortar una mano veo si te la puedo curar; ellos te dicen que te pongas una ortopédica”, diferencia.
Por eso, en estos días Nilson atiende con la mayor imperturbabilidad posible a un reloj de pared que le dejaron para un ajuste: el primero en 300 años. Es una pieza de origen inglés completamente de bronce y con materiales y una manufactura que le han sorprendido. No obstante, el relojero aclara: no le interesan las marcas ni los precios. Ese taller es un “hospital” y ahí van a parar los enfermos. “Yo destapo un reloj y le arreglo la máquina. Para mí es un mecanismo; el trabajo es el mismo”, dice. Por lo que quedaba preguntarle cómo zanja la discusión mundial: ¿se puede cambiar un Rolex por un Casio? “Los dos dan la hora”, concluye.