Querido Dios, te saludo, dudo de ti, pero te hablo. Primero que nada, quiero entender este asunto de ser buena persona. Te explico: siempre me dijeron que ser buena gente era la base de la vida, que con eso me iba a ganar mi lugar en el más allá. ¿Sabés lo que pasa? No la veo tan clara. O sea, mientras yo estoy devolviendo el cambio cuando el cajero se equivoca o ayudando a cruzar a la señora del bastón, parece que otros andan por allí jugando de listos, dándole su propio significado al “sálvese quien pueda” y parece que les va mucho mejor. Entonces, uno aquí se cuestiona, maestro. ¿Es que los buenos se van al cielo, pero antes de eso tienen que hacer escala en la zona de “curreril”?
A ver, para que me entiendas, hace poco ayudé a un vecino con su mudanza, cargué cajas, muebles y hasta el gato del tipo. ¿La recompensa? Me quedé con un esguince de espalda y ni siquiera me invitaron a un café. Eso, mientras veo cómo un fulano que nunca ayuda a nadie va de paseo a las playas más paradisíacas según Instagram. Así que, estimado Dios (¿estás?), ¿existe algún tipo de sistema de recompensa que yo me esté perdiendo? Porque entre tanto favor y tan baja paga, esto de ser buena gente se me está volviendo un trabajo voluntario sin beneficios a la vista.
Y no es que yo sea envidioso, no; pero es que parece que te andan fallando los sistemas de justicia. El “ojo por ojo” quedó hace tiempo en desuso, y por lo visto aquí, los buenos terminan en el oculista porque ya han puesto el ojo por cada maldito asunto. No sé si se trate de una cuestión de jerarquía de solicitudes.
Y, ahora que estamos en esto, quisiera entender lo de los valores religiosos. Uno se la pasa escuchando que hay que hacer todo como dicen los textos sagrados y, sin embargo, es más probable que te respeten si tienes un auto elegante que si sos buena gente. Hacemos como si tuvieras una lista de requisitos de entrada al cielo, pero luego veo que en la Tierra, la cosa parece ser más una especie de “self-service” espiritual.
Otro tema que quisiera discutir contigo es el del esfuerzo. Nos criaron con la idea de que “Dios ayuda al que se ayuda”, pero a veces siento que esa consigna lo sacó algún atorrante para justificar que no iba a ayudar a nadie. Yo me mato trabajando, soy honesto, ayudo al prójimo, y ahí están otros que con tres palabras y la actitud de “vividor” se las arreglan lindazo. No te pido que abras los cielos y hagas caer una lluvia de lingotes de oro sobre mí, pero, ¿podrías darnos un indicio de que esto de esforzarse vale para algo? Porque siento que estoy en una carrera de fondo y sin meta clara. ¿O nos estás poniendo en modo “simulacro de paciencia infinita”?
Y, finalmente, algo que me parte la cabeza es el destino. Me enseñaron que todo está escrito, y ya me imagino tu caligrafía divina llenando páginas y páginas del destino de cada uno. Ahora, ¿qué pasa si uno ya no quiere seguir el guion? Si quiero improvisar un poco, ¿me dejás o me estás escudriñando con la ceja levantada desde ahí arriba? Porque eso de que tengas ya todo planeado a cada paso, cada tropiezo y cada vez que se me cae el pan con el lado de la mermelada hacia abajo, me parece un poco controlador y psicopático. Déjanos improvisar un poco, titán, aunque sea para darle pimienta a la cosa.
En fin, si puedes y tienes un rato, respóndeme. No espero una epifanía pero con una indirecta me conformo. Aunque, si soy sincero, me bastaría con que me muestres un “dedito para arriba” en mis redes sociales. Y con tu nombre, obvio.