Opinión | Democracia, revancha eterna

"El tono como dialogamos en una sociedad es un asunto delicado"

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Washington Abdala
Cabeza de Turco.

El tono como dialogamos en una sociedad es un asunto delicado. El tono en el que nos hablamos, nos decimos cosas, nos reprochamos y nos contestamos dice mucho de nosotros mismos. Si usted mira la televisión, baja el volumen, descubrirá si hay intensidad en el intercambio de opiniones de quienes hablan sin oírlos. Lo propio sucede con el Parlamento, si oye al miembro de turno disertando, si le baja la voz, advertirá algo de lo que estoy refiriendo. Los gestos hablan, todo es el mensaje.

También se puede hacer lo propio en los noticieros -solo para que lo experimente- baje la voz de los periodistas del deporte y verá quien -en base a sus rostros- está diciendo algo que suma o algo que confronta. La gestualidad, las posturas adustas, está lleno de señales que hoy se decodifican. Ni le digo si mira a los tres candidatos que hoy compiten en la Argentina por la presidencia, póngalos sin volumen. Cada uno de ellos dice muchísimo con sus histrionismos, sus enojos y sus posturas corporales. Hablan los rostros. A ver, no se trata de encontrar “señales” inventando algo, es solo un dato más: el mensaje y la forma como conversamos la democracia también denota apego a la misma o distancia para con ella. El continente posee bajo aprecio por la democracia. Del norte al sur los sistemas políticos crujen, la gente está enojada y el contencioso dialéctico refleja esa animadversión. ¿Qué esperábamos del continente más violento del mundo?

Si se prestó atención a la segunda vuelta electoral en Ecuador, a la forma como tuvo que votar el presidente Daniel Noboa, con chaleco antibalas y dentro de un operativo de seguridad infernal, eso pauta que las cosas están difíciles en cada vez más países. Recuerdo que se mató un candidato en la primera vuelta allí. O sea, hay demasiada violencia narco en el continente.

No sé cómo se retoma una conversación civilizada, pero tengo claro que requiere de esfuerzos colectivos, de elevar la mirada y discutir hasta un punto, no pasarlo. Si todo va a ser parte del “picadero” de la política, hay una zona donde los límites se pierden y la tensión gana el alma del que debate, y fuimos. Lo afirmo con humildad, porque me gusta debatir más que el chocolate, pero sabiendo que hay zonas delicadas donde cuando se ingresa ya no hay retorno. Es así, hay expresiones que nos llevan al infierno.

La realidad es que todo se puede decir, hasta el argumento más profundo, duro, incómodo y emplazante pero con habilidad retórica, respeto y sin necesidad de producir heridas de muerte al adversario. Porque los adversarios se necesitan mutuamente en democracia para ser mejores; semana a semana habrá que sentarse con ellos y continuar el conversatorio. Y el mundo sigue. Y el ciudadano solo espera que le respondan con hechos, no con palabras. Por eso es tan difícil el arte de la oratoria, obliga a ser punzante pero necesita que esa acción no sea criminal y que no derribe al contertulio porque si es la guerra final: no hay revancha. Y la democracia es la revancha eterna, esa es su esencia. De lo contrario, somos terroristas verbales, nos matamos de una y para siempre, y el asunto no tiene vuelta atrás. Porque las palabras también hieren. Tanto como una puñalada y a veces más.

Se trata de seguir siendo esa isla de civismo que siempre hemos sido donde todo nos lo decimos en la cara pero con la capacidad de no romper los puentes. Ese es un sello histórico por el que se nos respeta afuera. Preservarlo no estaría mal. Nada mal.

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