Eustaquio fue siempre quien supo todo de Funes, hasta cómo moriría. Su madre decía que Eustaquio había nacido con un don para la premonición, pero él lo atribuía a un instinto innato, una conexión invisible con su hermano menor, Funes el Memorioso. Funes sí que tenía ese don de la recordación de manera inaudita. Lo de Eustaquio era solo un pique de un humano más, esas percepciones que tenemos todos sobre lo que acontecerá, nada mágico; intuición, olfato o algo así.
Desde niños, la vida de Eustaquio giró en torno a Funes, el prodigioso hermano cuya memoria perfecta se convertía en una carga tan extraordinaria como insostenible. En la escuela, Eustaquio vivía a su sombra. Los maestros y compañeros se maravillaban ante el chico que nunca olvidaba nada, que recitaba cada lección con una precisión que rozaba lo inhumano. Funes era una computadora viviente en un tiempo donde la idea de una máquina pensante apenas se insinuaba en la literatura de ficción. Pero Eustaquio, aunque sutilmente envidioso, también comprendía lo que eso implicaba. Veía cómo se aislaba, incapaz de compartir el mundo con quienes olvidaban y perdonaban.
La memoria de Funes era un espejo implacable, y nadie podía soportar su reflejo. No se soporta el recuerdo perfecto de la ofensa, de la altanería, de la bravuconada o de la miseria humana. Es mejor dejar correr y lograr que el devenir sea lo que tenga que ser. Y es mejor perdonar en silencio y sin alharacas, de esa forma se vive más y con menos ira interior.
En la adolescencia, Eustaquio observó cómo Funes intentaba acercarse a las chicas, siempre sin éxito. Ninguna podía tolerar la omnipresencia de una memoria que no perdonaba, ni olvidaba, que capturaba cada gesto, cada palabra, cada susurro con una fidelidad aterradora.
Eustaquio, aunque a menudo consumido por sentimientos encontrados, también sentía una compasión profunda por su hermano. Sabía que Funes estaba atrapado en un laberinto de recuerdos infinitos del que no podía escapar, y esa prisión de la memoria perfecta era también su eterna condena. A medida que pasaban los años, Eustaquio notó cómo el peso de esa memoria inquebrantable empezaba a cobrar su peaje en Funes. Se volvió más huraño, más recluido, y supo que su final estaba cerca.
Eustaquio era el único que sabía que su memoria absoluta no era un regalo divino, sino una maldición que lo alejaba de la humanidad. Lo veía como un mártir silencioso, un ser que cargaba con el peso del tiempo en sus hombros. Esa carga era tan pesada que Eustaquio, aunque secretamente enojado, también sentía un profundo respeto por el padecer de su hermano. Sabía que, de alguna manera, el destino de Funes estaba ligado al suyo, y que ambos compartían una conexión que trascendía lo meramente fraternal. Fue Eustaquio quien predijo que Funes no pasaría de los 46 años. Sabía también que Funes moriría el día de su propio cumpleaños, un irónico recordatorio de la naturaleza cíclica de su existencia. Y, aunque intentó advertirle, sabía que era inevitable, que la memoria misma de Funes, esa maravillosa y terrible facultad, lo llevaría a su fin de forma ineluctable.
Cuando llegó el día, Eustaquio se sentó junto a Funes, el hermano que siempre supo todo, menos cómo olvidar. En el silencio de esa última tarde, Eustaquio lloró por ambos, por el hermano que nunca pudo ser libre y por él mismo, condenado a recordar el día en que perdió a Funes el Memorioso.