Opinión | Hoy debate, hoy debate

“No basta con decir la verdad, ni con creer en ella”

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Washington Abdala
Cabeza de Turco.

¿Cómo identificar la verdad hoy de noche en medio del ruido? ¿Cómo discernir, en el acto discursivo, lo verdadero de lo calculado, lo sincero de lo utilitario? Este ejercicio no es solo racional: tiene implicaciones morales y existenciales. Observar un debate entre dos candidatos, con la mente abierta y el corazón atento, puede ser una prueba de fuego para nuestra inteligencia y para nuestro compromiso con la integridad.

Al observar el debate entre ellos, un espectador genuinamente interesado en la verdad debe distinguir tres dimensiones esenciales: primero, quién de los dos parece decir la verdad; segundo, quién cree firmemente en lo que dice; y, tercero, quién muestra una actitud de servicio hacia el bien común. Para ello, uno no puede depender únicamente de la retórica ni de las estadísticas. La verdad, como decía Aristóteles, se encuentra en la conformidad entre lo que alguien dice y la realidad objetiva. Pero, a menudo, la realidad se encuentra impregnada de tonos, matices y valores que requieren un ojo atento y una mente serena.

Primero, consideremos la cuestión de la verdad objetiva. Platón advertía contra el sofista, el experto en palabras y en apariencias, aquel que ofrece argumentos envolventes y convenientes sin apego a la esencia de las cosas. En un debate político, el espectador atento debe estar preparado para desenmascarar las medias verdades y los rodeos. ¿Qué cuestiones esquiva el candidato? ¿Qué verdades indiscutibles expone? El acto de escuchar, así, se convierte en un ejercicio de autocrítica y rigor intelectual. No se puede mirar un debate comiendo pop y con música fuerte de fondo. La gente con sesgo irá detrás de su sesgo. Podrían no mirar el debate y sería lo mismo.

Segundo, el espectador debería prestar atención a la convicción interna del candidato. Decía Kierkegaard que la verdad para uno mismo es una cuestión de fe y de sinceridad profunda, un acto en el que la palabra es más que un mero símbolo: es una manifestación de la propia existencia.

Por último, y quizás lo más importante, está la dimensión de la utilidad para la sociedad. No basta con decir la verdad, ni con creer en ella; es imprescindible que esa verdad —de la que hablarán los aspirantes— se traduzca en una actitud de servicio y de entrega. Esta es la perspectiva del filósofo pragmático, quien no evalúa la validez de las ideas solo por su lógica interna, sino por su capacidad para transformar la realidad humana. Si una propuesta política es verdadera, pero sus consecuencias son negativas o impracticables, ¿qué utilidad tiene? El espectador con discernimiento debe juzgar si el candidato posee una visión de la sociedad que fomente el bienestar en serio y no de palabra. La preocupación de fondo no es solo qué dice o cree cada candidato, sino cómo puede realmente su proyecto repercutir en el bienestar de la comunidad.

Así, el camino hacia la verdad no es una línea recta, sino un delicado balance entre lo verdadero, lo sincero y lo útil. Al atender a este debate, el espectador se convierte en un guardián de la verdad y la integridad, un actor moral cuya responsabilidad es discernir quién merece su apoyo en función de un ideal más elevado que el simple beneficio personal o la victoria política. En cada afirmación, en cada retórica persuasiva, hay una oportunidad para desenmascarar las intenciones y sopesar la autenticidad.

Este viaje, aunque aparentemente solitario, está guiado por una convicción profunda: la política puede ser un servicio noble si está en manos de quienes están dispuestos a sacrificar sus propios intereses por un bien superior. Suma atención entonces.

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