La historia es que fui a una kermés cuando tenía menos de 10 años y esa imagen se me aterrizó como por arte de magia. El lugar, que recuerdo, era un club de barrio que estaba lleno de juegos de destreza y puestitos con actividades varias. Todo con montones de chiquilines y con una “cárcel” que estaba en el fondo a la que te podían recluir si alguien pagaba unos pocos pesos. Eran chiquilines con pantalón cortito, chiquilinas con polleras tableadas y un ambiente circense sin un solo animal. La música era como la de un tiovivo o algo así. Había también tortas caseras hechas por las madres y galletitas.
No sé como sucedió que estaba procurando introducir unas pelotitas en unos cajones de color verde con puntuaciones distintas. Todo por un premio que era una bolsa de pop dulce. Estaba concentrado en eso, procurando alcanzar los 60 puntos con cinco pelotitas y había un solo cajón de 12, con lo cual o se embocaban todas allí o no había chance. El 12 estaba en el medio del tablero y el recorrido de las pelotitas era saltarín, porque la madera era vieja y traidora. No sé la razón pero en aquella kermés ese fue el único juego que me gustó.
Había sumado 48 puntos y empecé a entusiasmarme con ganar y en la quinta tirada, alguien me toca el hombro y me dice: “Está detenido, tiene que ir a la cárcel, son 15 minutos”. Eso me dijo una chica bastante agraciada y con una sonrisa entre divertida y curiosa. Me puso unas esposas y me llevó hasta el presidio. Me porté bien y le seguí la corriente. Entre la confusión y el enamoramiento fulminante me olvidé del juego y no entendía lo que sucedía. La cuestión es que ella me hizo ingresar al recinto de metal, era una cárcel pequeña, cerró con un candado la puerta, a la vista de todos y me dejó allí. Estupor.
No recuerdo el tiempo que pasó, pero no duró mucho y tomé conciencia que quien me había mandado para adentro me había hecho una mala jugada y me estaban “gastando”. No sé si en esta época eso sería un bullying, presumo que sí, pero no lo sé. Me sentí abatido y supongo que debo haber estado a nada de ponerme a llorar. No recuerdo lo que sucedió. Se me borró el tiempo que estuve allí, es una buena condición que tengo, borro lo que me hace daño en la vida, sea chico o grande, lo borro y lo mando para algún lugar del disco duro sin recuperación. Tengo una papelera allí siempre disponible.
Eso sí, me acuerdo de que, al rato, en medio de la vergüenza del asunto, la misma chica que había operado de policía mala, vino y me abrió la puerta. La miré, le dije: ¿Me puedo ir? “Si, alguien pagó tu salida”, me dijo aún más risueña. No entendí, pero me desplacé lentamente hacia afuera con precaución. Ella me miró y me dijo: “Fui yo”.
Salí de allí, ella me acompañó. Comí unos churros que vendían en un rinconcito, fríos, pétreos y con poca azúcar. Le invité uno con un gesto. Era alta, dientes gigantes, me llevaba una cabeza, no le importó, a mí tampoco. No hablé demasiado, más bien casi nada, o nada a decir verdad. Ella tampoco. Me miró de costado, yo hacía lo propio y así se produjo mi primera cita, sin palabras, sin lógica, sin plan, sin nada que galardone el momento con algo que permita recordarlo con un toque romántico. Solo dos personas pequeñas que se juntaron por alguna razón -nunca sabré cual- que compartieron una tarde en silencio, mirando a los demás en calidad de nada, viviendo como si fueran saeteros ciegos de una poesía de Federico García Lorca.
Me parece que mi fragilidad psicológica no me permitía ni pensar en decirle nada, me ha pasado mucho eso en la vida, que pasados años entiendo situaciones que viví y que en su momento no comprendí. Raro mi razonar tardío. Montones de veces me caen las fichas años después.
Pero lo curioso de la mente es que quedan percepciones, imágenes, recuerdos, es casi como una copia vieja de un filme de otra época donde se seleccionan escenas algo incoherentes (¿Vieron El Perro andaluz? Quizás algo así, pero en color). Es curioso como el cerebro almacena recuerdos y los acorrala en el presente devolviendo textura y peculiaridad a asuntos que creímos banales. Al final, el juego se trata de eso, de sumar asuntos que nunca son banales y nos hacen bien. O algo así.