Opinión |"No llores como una nena"

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Washington Abdala.
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CABEZA DE TURCO

Lloro con alguna serie de Netflix si me agarra con la guardia baja. Por Washington Abdala.

Semejante salvajada nos la estampaban en el cerebro a los varones cuando éramos chicos. Si te pegaban una tunda, si te marcaban duro en el campito y si te caías, lo peor que podías hacer -en aquellos lejanos años- era llorar. Listo, quedabas marcado como una “nena” para el imaginario colectivo de la época. Sí, un delirio todo y discriminación a varias puntas. Lo sé. Así, aguanté hasta que pude, y la verdad, de chico no lloré casi nunca. Hasta alguna paliza que me comí, la aguanté estoicamente y aprendí a no llorar. Duro aquel tiempo.

Me largué a llorar con el cine. No fue la literatura -como debió ser- sino el cine. Arranqué con el neorrealismo italiano, pasé por los clásicos gringos y Charles Chaplin, que lo volví a ver casi todo de adolescente y me destruyó. De chico miraba a Chaplin con mi tío Mario, pero de chiquilín me hacía reír. A los 18, al verlo de vuelta, me hizo añicos la cabeza y advertí lo criminal para la conciencia que era Chaplin. Si alguno de ustedes puede ver El pibe y no emocionarse un poquito, lo lamento por ustedes.

Cuando ganó Ricardo Alfonsín en Argentina en la redemocratización se me cayeron un montón de lágrimas. Sencillamente, no podía creer el momento. Empecé a llorar sin vergüenza. Lo curioso de mis llantos es que luego vinieron los cantados: los hijos cuando nacen, y allí uno llora de alegría, amor, miedo, vértigo y magia. Una mezcla alucinógena mejor que cualquier psicotrópico moderno. (Y un poquito más cansador.)

Ahora, de veterano, lloro ante la injusticia. Si veo algo que pasa con niños, me pega duro en el estómago y procuro evitar esas noticias porque me masacran. Sé que le pasa lo mismo a un montón de gente. Todo lo de mis mayores me emociona. Sin comentarios.

Y no lloro más porque no puedo pasarme tanto tiempo llorando. No se ría el lector, lloro con alguna serie de Netflix si me agarra con la guardia baja. Y lloro con una canción de Nino Bravo, Cerati, Gilbert O’Sullivan y Charles Aznavour. También con Édith Piaf. Llorar me aliviana y si estoy en un pico de hipertensión me nivela. Bue, llorar me equilibra, si no lo hiciera me asfixiaría. Y a esta altura de mi vida, que algunas tormentas he pasado, la verdad es que llorar me oxigena la mente. Así como lo escribo, me hace bien.

Cuando a gente que quiero, aprecio y estimo le pasan cosas que les duelen, me duelen a mí y eso me hace llorar. ¿Está mal? ¿Verdad que no? Para los que viven creyendo que el pasado era mejor, en esto no, era muy malo, horrible, dogmático, discriminatorio y machista. No nos dejaban llorar por necios y dogmáticos. Ese pasado no lo añoro.

¿Pueden los gobernantes llorar? Sí, obvio, si son gente como usted y como yo, y se emocionan por lo mismo.

¿Hay algún decreto que les prohiba demostrar semejante talante? Solo mentes muy necias pueden creer otra cosa.

Por estos días, cuando me topo con información de la guerra, cuando veo reportes de agencias y advierto gente que no entiende cómo les asesinaron parientes, cómo se quedaron sin casa, sin vida adentro de sus existencias del presente, la verdad, más de una vez se me pianta un lagrimón. La tragedia duele, inocula, desparrama mentes.

Me dice un amigo que mi rostro, cuando hablo de la guerra públicamente, se pone rígido, adusto, feo. Primero, no tengo ninguna beldad que adorne mi existencia, pero segundo, hay asuntos fieros donde efectivamente es tanto el dolor que solo emerge un rostro amargo porque lo otro sería ponerse a llorar delante de todos ante semejante ignominia. Se ve que yo huyo hacia algún lado inconsciente y me muestro como lo que trato de ser, pero no sé si puedo. No tengo el coraje para soportar tanto dolor. Disculpas.

En fin, querido lector, yo integro el club de los varones que lloramos. No me duelen prendas, me pueden gastar, pero yo con este asunto respiro mejor. Sean felices.

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