En un pequeño pueblo de la Francia de 1788, al margen de los fértiles campos y las humildes casas de madera, se gesta en silencio una secta peculiar. Su sustancia no es la devoción sino el veneno; su esencia, el rencor, que los consume y los define, guiándolos hacia un propósito tan mezquino como inútil. Esta banda de almas envenenadas vive bajo el signo del fanatismo y el odio, características que no conocen templanza, ni razón, sino que se agitan en ellos como tormentas perpetuas. No hay en ese mundo más vínculo que el desprecio común por los demás y un anhelo corrosivo de verlos caer. Sus palabras, lejos de ser sinceras, están cargadas de ironía y cicuta, como cuchillas que se afilan en la comisura de los labios. Se sienten portadores de la verdad y por ella destrozan su propia esencia y la aniquilan.
Son mujeres y hombres que viven pendientes de las vidas ajenas, en un estado de rabia crónica que va envenenando, centímetro a centímetro, su mundo y el de quienes los rodean. Están convencidos de una verdad torcida: que todos los males del mundo son premeditados y que toda virtud -en otros- es una afrenta personal. Si alguno en el pueblo cosecha una buena siembra o recibe una palabra amable, su triunfo es visto como una ofensa a los miembros de esta banda. Y ante cada pequeña dicha ajena, estos envidiosos rabian, urdiendo desaires y sembrando rumores como semillas del infierno en la comunidad. Y, lo peor, nunca respetando el logro ajeno sino desmereciéndolo de manera pertinaz. Lo de ellos es el odio.
El fanatismo los posee, pero no hacia una causa noble, sino hacia sus propios prejuicios. Están convencidos de que el mundo les debe, de que la existencia misma debería doblegarse a sus infantiles deseos con aroma a principismo burdo. Su dogmatismo es impenetrable, y lo aplican con una fuerza tan cruel como estéril. Buscan imponer su visión a los demás, una visión sombría y torcida donde la tolerancia no existe y lo virtuoso es una falacia. Ciegos y sordos a la razón, no tienen más causa que la de destruir, aunque sea en pensamiento, todo lo que no sea una imagen suya, una imagen mísera y mezquina. Y no siempre se muestran así, saben esconder detrás de sus togas quién son y cómo son.
Las acciones de estos miserables resuenan con un eco vil en el corazón de la comunidad. Se percibe una tensión en el aire, como si los mismos muros de las casas quisieran alejarse de ellos. Sus vidas están podridas de tal modo que, como el hierro que se oxida, terminan perdiendo toda utilidad. Y si acaso intentaran hacer algo por el bien común, el veneno que llevan dentro lo volvería inútil. No pueden construir, no pueden crear; solo saben destruir y empañar, son genios de la destrucción y el desmontaje. Su desprecio por los demás no es más que un reflejo de su auto-desprecio, proyectado hacia el exterior en la ilusión de que así hallarán descanso. Pero no hay paz para estas almas; solo el perpetuo tormento de saberse inútiles y mezquinos. Pero sin conciencia de sus miserias, ellos creen que recorren el camino correcto. Seres perdidos, dijera Dante en su magna obra.
Al final, es evidente que las almas envenenadas no pueden servir a la comunidad. Solo pueden ensuciarla y robarle la luz. A través de su odio, se marchitan primero a sí mismos y luego a quienes les rodean. Un pueblo puede sobrevivir a muchos males, pero cuando en su seno germinan estos seres inicuos, el deterioro moral es seguro. Son como la carcoma en la madera: pequeños, insignificantes, pero capaces de corroer hasta los cimientos de cualquier estructura. Si no se erradican, no hay modo de que la comunidad prospere.