Los hartos somos gente rendida ante el lugar común repetido y repetido como verdad revelada. No vaya a creer el lector que el mío es un discurso disidente, enojado o de combate. Minga. Ni siquiera altivo, ni motivador, ni molestador. Nada de eso. Solo es un discurso abúlico, casi abombado, lindante con la desidia y el desinterés por lo estúpido.
Somos seres planetarios colmados de cansancio y, por ende, ensimismados en el tedio. Lo que pasa es que lo estúpido, lo embolante, lo que uno oye -y oyó por tantos años- nos asfixió en sus reclamos eternos y al segundo nos queremos matar ante la pudrición dialéctica si la misma se traviste en himno, escudo de pureza y buenismo sofocante. El hombre mediocre de José Ingenieros se hizo masivo. Hoy sería también “la mujer mediocre” o la persone mediocre (persone, con e, no persona, digo para estar acorde a los tiempos, tiempes).
Son demasiados seres humanos que verbalizan lugares comunes, frases hechas y expresiones que ante un micrófono suenan a eternas poesías recitadas con el eterno tono monótono, la misma sintonía bobalicona de una construcción narrativa plagada de nadas. Las nadas más otras nadas solo producen una nada gigantesca. Y las nadas junto a nadas idiotas producen nadas más idiotas. (No se esfuerce demasiado el lector en pensar estos razonamientos: son sencillos, no se complique).
¿Tenemos derechos algunos humildes humanos a quejarnos ante lo obvio, ante lo pedestre, ante lo aborrecible de lo reduccionista en clave de descubrimiento ontológico y ante la falta de inteligencia mínima que se requeriría para abrir la boca sobre la vida con algo de sentido, originalidad y un poco de aporte? Yo, humildemente, creo que todo humano tiene derecho a la queja, como miembro de una minoría de minorías lo sostengo. Ahora, que están de moda todas las minorías, quizás, nosotros: los aspiracionales a declamar alguna vez algo original, podamos fundar un club de las esperanzadas voces chillonas. “Voces Chillonas”. (Me gusta cómo me salió esta idea).
Tengo claro que es un extremismo este planteo -en tiempo de golpes de pecho-, asumo que ofende a la mayoría que aspira a seguir vociferando cánticos imberbes y odiadores, pero así somos las minorías de minorías: absurdas y molestonas. Esta minoría a la que pertenezco quiere chillar, quiere levantar la voz, quiere decir que no le gustan muchas cosas, que siente que no todo vale igual, que hay palabras que nos duelen, que hay gente con ideas poco respetables que los hace irrespetarles.
Nos gusta chillar a algunos, nos hace bien quejarnos y nos evita terapia y gastos innecesarios. Chillar tiene que incordiar, sonar estridente, casi que parecido a un quejido, somos un quejido y punto.
Y los quejidos se originan en dolores, nadie se queja sin sentido, algún dolor existe para chillar, temer, angustiarse y gritar.
Quejarnos, entonces, chillar, bramar, levantar alguna voz, rumiar enojos, espantar al absurdo, gritar bu ante los idiotas, que sé yo, son algunas libertades freudianas que nos queremos atribuir. Y que nadie se ofenda, es el juego de la democracia.
Bu. Vamos por muchos bu. Bu, bu, bu.