Por Sebastián Montalva (El Mercurio/GDA)
Cuando uno está sumergido en las aguas cristalinas de Praia do Sancho, viendo cómo se mueven los cardúmenes de sardinas o pasan a toda velocidad los pececitos de colores, desde el cielo a veces proviene un ruido que obliga a levantar la cabeza. A eso de las 11 de la mañana, pero también pasadas las 3 de la tarde, un pájaro de acero —muy distinto a otras aves pequeñas y hermosas que sobrevuelan a diario por aquí— interrumpe la calma y recuerda súbitamente que este lugar no es solo para uno.
Es el avión que hace una hora salió desde el continente y justo en ese momento pasa a pocos metros del mar, para aterrizar finalmente en Fernando de Noronha, el archipiélago brasileño que Américo Vespucio describió en 1503 como el paraíso en la Tierra y que, por más que haya dicho eso hace siglos, su perspectiva sigue siendo razonable.
No por nada, Praia do Sancho, una hipnótica bahía de aguas tibias y transparentes a la cual se llega bajando por una empinada escalera clavada en la grieta de un acantilado, ha vuelto a ser elegida como la mejor playa del mundo. Por sexta vez, el ránking Traveler’s Choice, una elección basada en los comentarios de decenas de millones de usuarios de la plataforma TripAdvisor, puso en el número 1 a esta playa, por sobre otros íconos como Eagle Beach en Aruba, Cable Beach en Australia o Grace Beach Bay en Turcos y Caicos. Un galardón que, en rigor, ya casi no sorprende: hace décadas que Praia do Sancho viene siendo considerada la mejor playa de Brasil por diversos medios especializados, desde la desaparecida guía Quatro Rodas hasta Lonely Planet, que la ha descrito como “el tramo de arena más impresionante de una isla de playas magníficas”.
Es cierto: un ránking es solo eso. Una elección de tantas posibles, enmarcada en el difuso ámbito de los gustos. Así que la pregunta resulta inevitable. ¿Es Sancho realmente la mejor playa del planeta, o solo un mito amplificado por las redes sociales?
La primera vez que estuve en Fernando de Noronha, a 540 kilómetros de las costas de Recife, fue hace 18 años, para escribir una crónica sobre uno de los destinos más exclusivos y emblemáticos de Brasil. Un lugar que alguna vez fue un presidio, luego una base militar ocupada por los estadounidenses, y más tarde, con la creación del Parque Nacional Marino en 1988 —que hoy abarca el 70% del archipiélago—, un modelo de ecoturismo para el mundo.
El precio del paraíso
Noronha era, y lo sigue siendo, un destino muy particular. Para poder poner los pies en este archipiélago de origen volcánico, donde viven unas cinco mil personas, hay que pagar por cada día. Es decir, no basta solo con el pasaje, el hotel, la comida o las actividades, sino que además hay que asumir la llamada Tasa de Preservación Ambiental, que parte en unos US$ 18 diarios y que va aumentando con el tiempo. Así, mientras más uno esté en Noronha, más paga. ¿El objetivo? Que nadie quiera —ni pueda— quedarse a vivir. Ese monto, que va directo a las arcas del estado de Pernambuco, al que pertenece Noronha, en el discurso es utilizado para mantener la isla y también para preservar su naturaleza, donde tortugas marinas, delfines rotadores, rayas, tiburones, todo tipo de peces de colores, aves y otras especies de fauna conviven felices y tranquilos.
Antes, a Noronha no entraban más de 500 personas por día y las playas permanecían prácticamente vacías. Eso hoy no ha cambiado mayormente: como pocos lugares, la veintena de playas que tiene Noronha nunca están llenas de gente, pero hay datos que muestran una diferencia. Según un reciente artículo de la BBC, en 2022 se batió el récord de turistas que visitaron el archipiélago: 149 mil personas, un 30% más que el año anterior.
Hoy, aunque las posadas domiciliares todavía existen, ya van en retirada, porque ahora lo que rinde es la sofisticación y el estilo. Así, proliferan las posadas boutique. Los ricos y famosos —sobre todo celebridades de la gigante TV Globo— siguen llegando como siempre, pero ahora lo anuncian en sus cuentas de Instagram. Y con ello, muchos turistas ya no vienen precisamente para bucear entre tortugas marinas o aprender sobre la vida de los delfines rotadores, sino más que nada para sacarse la misma foto y en la misma piscina natural donde Neymar Jr. se fotografió con su novia.
Si bien Noronha ha cambiado, sus playas y bellezas naturales siguen siendo incomparables. Pero también es claro que la isla ya no es tan salvaje como antes. Hace 18 años, para llegar a Praia do Sancho bastaba con acercarse a la bahía, caminar unos minutos en medio de la mata y llegar hasta la escalera que baja por el acantilado y conduce al edén. La única dificultad, aparte del calor húmedo y sofocante, era descender por ese estrecho pasadizo en la roca, en donde era bastante fácil resbalar y caer. Sin embargo, a partir de 2012, la forma de acceso cambió. Ese año, el Parque Nacional Marino fue concesionado al mismo grupo empresarial que administra las Cataratas de Iguazú, y desde entonces, para poner los pies en sus extraordinarias playas, hay que pagar extra. Además de la Tasa de Preservación Ambiental diaria, la entrada al parque nacional cuesta unos US$ 70, que son válidos por 10 días. Son los costos de la conservación, dirán algunos. O la forma más simple y directa de evitar que estos lugares tan frágiles se llenen de gente.
Mejores servicios en el paraíso natural
El grupo empresarial que administra el Parque Nacional Marino en Fernando de Noronha construyó casetas de acceso, con tienda y cafetería, baños, pasarelas de madera en elevación para no dañar la flora nativa y miradores.
Es cierto: por fuera, Praia do Sancho cambió con los años y se hizo más conocida, pero desde la arena misma, la “mejor playa del mundo” sigue prácticamente igual: una idílica bahía, alejada de todo, donde no hay nada más que una playa tibia y cristalina y muchos animales marinos, que se pueden ver sin siquiera sumergirse.
Y donde a ciertas horas del día un avión pasa trayendo nuevos visitantes que vienen a comprobar si todo esto que se dice es verdad, y si el llamado “paraíso” existe en estas remotas islas de Brasil.