A Nando Michelin (57) le faltaba solo un año para recibirse de químico cuando decidió largar la carrera y virar totalmente el rumbo de su vida. Tenía 22 años y se tomó un avión a Boston (EE. UU.) para estudiar en el Berklee College of Music, con ansias de hacer de la música su profesión. Si bien conocía sus limitaciones técnicas, le puso tesón, garra y muchísimas horas de estudio para estar a la altura del reto y poder cumplir su sueño. Lo logró con creces: se graduó como pianista de jazz, lleva grabados 14 discos, y se destaca como docente en Berklee y otras universidades.
“Todo lo que me propuse en la música, gracias a Dios (y mucho esfuerzo), lo conseguí. Vine sabiendo que quería dar clases en Berklee. Era mi sueño porque siempre me gustó el ambiente académico. El otro objetivo era poder tocar mi música y la de otros al más alto nivel. Sabía que iba a tener limitaciones técnicas porque empecé tarde, pero estudié más para poder llegar a un nivel que no se notara que no tengo la técnica que tiene alguien que estudió clásico desde los 5 años”, comenta Michelin a Domingo en videollamada desde EE.UU.
El pianista comparte con sus dos hijos la pasión por la música. Tiago, de 32 años, es el baterista de su conjunto Michelin Cardoso Group, y Franco, de 19 años, toca el saxo y anhela ser profesor, igual que su padre. Fue justamente la historia de Franco y su diagnóstico temprano de TEA (Trastorno del Espectro Autista) lo que motivó el último trabajo de Nando, titulado El mágico universo de Eduardo Mateo. Este álbum homenaje al gran precursor del candombe beat en Uruguay contó con la colaboración de destacados artistas -Ruben y Julieta Rada, Fernando Cabrera, Hugo Fattoruso, Juan Quintero, entre otros (ver recuadro)- y se pudo concretar gracias a un fondo otorgado por Berklee College of Music.
“En la presentación expliqué quién era Mateo (no sé si tenía autismo, era bipolar o tenía otro problema, pero algo había que era diferente) y me pregunté qué habría pasado si hubiera sido diagnosticado. Conté que la finalidad de grabar el disco era juntar fondos para la Asociación Autismo del Uruguay, y llamar la atención del diagnóstico temprano y la intervención en niños con TEA en Uruguay”, cuenta.
En Uruguay, opina, “es cada uno por la suya y sálvese quien pueda”; sin embargo, dice que la detección a tiempo, una rápida acción y terapias adecuadas permitieron que Franco pudiera tener una mejor calidad de vida.
“Tenía dos años y medio, parecía que era totalmente normal y de un día para el otro dejó de hablar. Aquí (EE.UU.) tuvimos un diagnóstico y toda la información. La escuela está preparada, hay un plan individualizado de educación. Venían terapeutas a casa y jugando le enseñaban a él y a nosotros”, repasa sobre el proceso con su hijo. Y compara la situación de Franco con la del hijo de unos amigos suyos que no recibió el diagnóstico adecuado: “Es abismal. Franco se graduó en la escuela, va a ir a la facultad, puede aspirar a tener un trabajo, tiene amigos, se comunica”.
Nando es amante de la música deEduardo Mateo, en pandemia se puso a tocar Amigo lindo del alma y le salió un arreglo. “Me di cuenta de que la música de Mateo era un universo que te permitía sacar algo, pasarlo por tu filtro y lo que saliera iba a ser lindo también”, dice sobre el germen creativo. Armó 10 versiones propias, y sumó interludios e improvisación. Llamó a Rada, Fattoruso, Cabrera, Juan Quintero, y otros artistas, les contó su idea y enseguida le dijeron, ‘Contá conmigo’, y lo hicieron gratis. “Les mandé la base y fueron al estudio a grabar. Hicieron mucho más de lo que esperaba”, asegura.
Hasta el 1° de octubre, el disco está disponible solo en Bandcamp, luego se podrá escuchar en distintas plataformas (iTunes, Youtube, Tidal). Puede comprarse en la plataforma Bandcamp de Nando y todo lo recaudado irá para la Asociación Autismo en Uruguay: “La descarga la puse a US$ 20 pero con la esperanza de que el que pueda done más”, augura.
Y si bien sabe que el consumo de música bajó, le interesa la difusión, “que la gente entienda que el autismo y las enfermedades de salud mental tienen una solución y nos interesan a todos, no solo a la familia, porque si no se ayuda a diagnosticar, se transforma en un problema de todos”, concluye.
Vocacional
Si retrocedemos hacia la infancia de Nando no nos sorprenderá que haya elegido la música como medio de vida. En la casa de su abuela había un piano y su madre tocaba el instrumento de forma amateur. Las clases de inglés y de piano clásico no se negociaban en el hogar Michelin así que Nando y sus dos hermanos arrancaron temprano, con cinco años. “Me gustaba tocar pero me aburría muchísimo, odiaba la clase. Era bastante intimidante y me hacía sentir mal”, dice.
A los 11 años se reveló, y enfrentó a su padre junto a sus hermanos: ‘No queremos estudiar más música’, le dijeron. “Mi padre, muy sabio, nos miró a los tres y nos dijo, ‘no me voy a pelear con ustedes a causa del piano pero vos (me apuntó a mí) lo vas a lamentar’”, rememora.
Nando se deslindó de la música hasta los 17, cuando quiso ir a aprender guitarra: las clases con Álvaro Carlevaro lo marcaron. En ese entonces intercalaba las horas de estudio con alguna zapada, pero cuando Carlevaro lo introdujo en el jazz, le voló la cabeza. Se anotó en clases jazz en el Crandon en búsqueda de lograr conmover, como hacían los genios que tanto admiraba. ‘Quiero aprender a improvisar, no tocar lo que otros tocaron’, le dijo al profesor Hugo Gambino. Entonces le dio lo que él llama una base científica -escalas y acordes- y fue un camino de ida.
“Yo estudiaba Química, si me dabas tres axiomas, ya sabía cuáles eran los teoremas y lo podía hacer; la misma historia con la música. Encontré los axiomas de la música, empecé a tocar y de golpe entendí todo: así es que se hace. Cuando vi que había un método, mandé todo el resto al carajo. De las 6:00 a las 9:00 estudiaba Química, y a partir de las 9:00, que podía tocar sin jorobar a los vecinos, tocaba sin parar hasta las 16:00. El jazz me atrapó muy fuerte porque podía canalizar toda esa creatividad que quería tener”, relata.
Un curso de una semana de Berklee en Buenos Aires le bastó para advertir que si seguía ese método podía recuperar los años de técnica perdida. Como buen científico, hizo números y cayó en la cuenta de que aquí las chances de tocar jazz eran muy limitadas. “Es como si quisiera ser futbolista y jugara solo una hora por semana, nunca voy a llegar a nada. Me voy a Berklee y acelero el proceso”, pensó.
Consiguió una beca parcial y sus padres lo ayudaron con los otros gastos: “En esa época era lo mismo que pagar clases particulares en Uruguay”, acota. Se instaló en la casa de unos músicos uruguayos y luego compartió cuarto con unos polacos. Mandaba cartas y hablaba por teléfono una vez al mes porque cada llamada valía US$ 50.
Al principio comía pan con manteca todos los días y sacrificaba horas de trabajo para poder dedicar la mayor parte del tiempo a su formación. Llegaba a estudiar 12 horas por día y participaba en cuanto ensamble pudiera.
Nando, que dejó la facultad de química cuando le faltaba apenas un año para recibirse, contó con el aliento de sus padres para perseguir su sueño: no querían que se frustrara y la jugada fue magistral. “No me arrepiento de nada. Me despierto todos los días feliz”, cierra.