VIAJES
Una guía de naturaleza, historia y arte por la provincia castellana, más allá de su impresionante y conocido acueducto, una de las obras más colosales de la ingeniería romana.
Cualquiera que visite en primavera Segovia se encontrará con una imagen que contradice la de los escritores de la generación del 98, esa llanura sin fin en la que, según Azorín, cabía toda la historia de España y que algunos han comparado con el Outback australiano: altas montañas, pinares, profundos cañones y un mar ondulante y verde punteado de flores amarillas y amapolas tempranas. Repartidas por las colinas, solitarias ermitas románicas dan al paisaje la calidad pictórica de una tabla flamenca. Esta es una ruta de arte, naturaleza y gastronomía por los lugares menos trillados de la ciudad y la provincia castellana.
La taiga castellana
Enmarcadas por las cimas del Peñalara, Siete Picos, Montón de Trigo y la Mujer Muerta, por la vertiente segoviana de la sierra de Guadarrama se extienden las húmedas forestas, tapizadas de musgo y helechos, de los pinares de Valsaín y de la Acebeda, que cubren los valles del Eresma, al este, y del río Frío, al oeste. Desde el puerto de Navacerrada la carretera desciende revoltosa por el bosque hasta el palacio y los jardines versallescos de La Granja de San Ildefonso, refugio del primer Borbón, el melancólico Felipe V, a quien solo consolaba la voz del famoso cantante italiano Farinelli, Il Castrato. Hoy es una villa rendida al turismo de cordero, lechón y judión (de La Granja). Varias sendas señalizadas permiten adentrarse en el silencio de los pinares sin miedo a perderse y a que a uno se lo coman los lobos.
Bajo el cielo protector
Desde Madrid por el Alto del León o el túnel de Guadarrama, la carretera deja pronto atrás los pinares para correr por un paisaje diáfano, todo cielo, por el que navegan delicados cirros, algodonosos cumulonimbos o los globos aerostáticos que despegan al amanecer desde el campo de vuelo de Segovia. A la izquierda de la carretera se vislumbra el palacio rosa de Riofrío, antiguo pabellón real de caza que se alza solitario en mitad de un viejo bosque de fresnos, robles y encinas limitado por un muro de piedra y poblado por manadas de ciervos y gamos. Enseguida queda a la vista la ciudad de Segovia, declarada patrimonio mundial en 1985, que se rebela contra el cliché machadiano de enclave cerrado y hosco para mostrarse como una urbe pequeña (52.000 habitantes), luminosa y abierta, llena de plazas y miradores a las cercanas cumbres de la sierra. Sus raíces se hunden en el Paleolítico, aunque no fue hasta el siglo II cuando esta antigua mansio (una especie de estación de servicio) en la ruta a Cauca (Coca) entró en la historia con la construcción del acueducto, obra colosal de la ingeniería romana diseñada para conducir el agua a la ciudad desde el manantial serrano de la Fuenfría.
La ciudad luz
Sobre Segovia han escrito desde Cervantes y Quevedo hasta el Nobel estadounidense Saul Bellow. Algo en lo que casi todos coinciden es en la extraña cualidad de su luz, “más reverberante y fina que la de las otras ciudades españolas”, según Azorín. Más allá de los mesones, el acueducto, la catedral y el alcázar, hay muchos otros lugares que el turista veloz o voraz pasará por alto.
La ciudad tiene más de 20 iglesias románicas, todas ellas construidas entre 1180 y 1250. Entre las más bellas están la de San Martín, en el barrio de los Caballeros, y la de San Millán, en el barrio de las Brujas. Entre las menos conocidas, la de San Justo, en el antiguo arrabal de El Cerrillo, con un singular conjunto de pinturas murales del siglo XII. Extramuros está la de Vera Cruz, la más enigmática de las iglesias segovianas, construida en planta dodecagonal y atribuida a los templarios.
Arte de campiña
Del cementerio sale la carretera que conduce a la comarca de la Campiña Segoviana, con tesoros escondidos como la abadía de Párraces y el claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Soterraña, en Santa María la Real de Nieva, fundado hacia 1393 por la reina Catalina de Lancaster: un conjunto de transición entre el románico y el gótico. Siguiendo hacia el este aguardan otros enigmas, como los misteriosos petroglifos del cerro de San Isidro, donde están señalizados medio centenar de grabados en roca del Paleolítico (junto a otros de épocas posteriores) con figuras de cabras, caballos y ciervos. Un pequeño desvío hacia Martín Muñoz de las Posadas depara otra sorpresa: el palacio del cardenal Diego de Espinosa, hombre de confianza del rey Felipe II, que está enterrado en la iglesia del pueblo, en un sepulcro labrado por el escultor Pompeo Leoni. En este tramo de la ruta no puede faltar la visita a Coca, cuna del emperador romano Teodosio I el Grande (347-395), y su formidable castillo gotico-mudéjar.
Buitres y ermitas
El paisaje segoviano se rompe en las hoces del río Duratón, declaradas parque natural en 1989, donde la ermita de San Frutos corona un paraje único creado por la erosión fluvial a lo largo de 140 millones de años, con una de las mayores colonias de buitres leonados de la Península. Recorrer en canoa esta zona solo es posible en grupos guiados que parten del pueblo de Sebúlcor. En cambio, el tramo del río entre San Miguel de Bernuy y Fuentidueña se puede hacer por libre. En San Miguel de Bernuy, el Molino Grande del Duratón ofrece alojamiento y alquila canoas. La Casa del Parque está en la antigua iglesia mudéjar de Santiago, en Sepúlveda, donde organizan rutas a pie guiadas por el fondo de las hoces, como la que discurre desde el puente de Talcano, en las proximidades del pueblo, hasta la misteriosa cueva de los Siete Altares -un santuario eremita visigodo del siglo VII-, cerca del puente de Villaseca, para continuar hasta la presa de la Molinilla. Y una parada antes de comenzar la ruta: el pueblo fantasma de San Miguel de Neguera.
Al norte de las hoces se encuentra uno de los rincones menos conocidos de Segovia: las Pedrizas, llamado así por sus canteras de caliza, en la localidad de Valle de Tabladillo. Encajonado entre barrancos, fue fundado por astures y cántabros, y algunas de sus casas lucen las típicas balconadas y entramados de adobe de las aldeas norteñas. Siguiendo hacia el norte se llega a Sacramenia, que tuvo un papel relevante en la repoblación medieval de la llamada Extremadura castellana, de cuya época conserva tres templos: San Miguel, San Martín y Santa Marina. En este último, durante unas obras de restauración, se descubrieron a finales de la década de 1980 unos frescos románicos que muestran a un dragón devorando a la santa. Falta un cuarto: el monasterio cisterciense de Santa María la Real, expoliado en 1925 por encargo del multimillonario estadounidense William Randolph Hearst, que acabó en Miami Beach. Junto a la carretera hacia Pecharromán, surge Santa María de Cárdaba, una pequeña iglesia prerrománica (siglos IX-X) situada en una finca de viñedos con bodega.
Otra gran desconocida es la villa de Fuentidueña (señora de las fuentes), en la vega del río Duratón. Entre los motivos para visitarla están sus bodegas excavadas en la roca, sus murallas, la iglesia románica de San Miguel y las ruinas de la de San Martín. El ábside románico de esta última fue cedido en 1956 a Estados Unidos a cambio de 6 de los 23 frescos de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, en Soria, expoliados 30 años antes (hoy en el Prado). Así que para verlo hay que viajar a Nueva York, donde se exhibe en el Museo The Met Cloisters.