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Por Pamela Aguirre
Después está el silencio. O algo que se le parece. Que no es así, como lo conocemos: la ausencia de sonido. Otra cosa. Una ausencia que no es falta; lo que hubo antes, cuando la mente era, apenas, un eco blanco. Después, está esa otra cosa.
Ahora una mujer o un hombre caminan hacia el agua. Visten trajes de neopreno que los cubren desde los tobillos hasta la cabeza y les dan un aspecto anfibio. El agua puede ser un mar, una laguna, una cantera. Caminan y llevan ajustado un cinturón de lastre para equilibrar su flotabilidad; y, tal vez, bajo un brazo un par de aletas o una monoaleta; y en una mano una máscara para los ojos o una pinza para la nariz. Llegan al agua, la tocan, estiran, quizá, los músculos torácicos e intercostales. Respiran.
Se suben a una lancha para ir donde es más profundo. Se colocan las aletas, la máscara para los ojos, la pinza en la nariz. Van al agua y en un movimiento preciso se sumergen. Es una vuelta rápida que se parece a un giro de baile, un arqueo, la destreza de un pez. La cabeza está, de pronto, bajo el agua; los talones miran al cielo, las piernas ondean, mansas; los brazos, estirados, apuntan al fondo, quizá en punta, quizá a los costados del abdomen. Lanzan sus cuerpos como flechas a un abismo líquido y avanzan: 10, 20, 30, 100 metros. No llevan tanques de aire. Son ellos y sus cuerpos. Están en apnea. Bucean conteniendo la respiración.
A medida que descienden, los cuerpos entran en un estado de hipometabolismo generalizado: los pulmones, que son flexibles, se comprimen; la sangre de las extremidades se mueve hacia el centro; las pulsaciones bajan. Entienden, los cuerpos, que no tienen aire fresco disponible y cambian la tasa metabólica para ahorrar energía. Se activan reflejos de inmersión que los humanos comparten con mamíferos marinos y aves buceadoras; que son atávicos -siempre estuvieron-, pero que el humano no usa -no tiene por qué- mientras pisa tierra firme.
La mujer o el hombre saben que sus cuerpos se adaptan. Saben, también, que tienen otros espacios de aire que, a diferencia de los pulmones, no se compensan solos: los senos paranasales, el oído. Entonces, ecualizan esos espacios para que no duela, ni lastime. Son detalles: movimientos específicos de la lengua y el paladar, por ejemplo. Y mientras el cuerpo se adapta y ellos realizan esos pequeños gestos importantes, en la ingravidez de lo blando, en lo liviano del agua, encuentran eso que no es silencio pero se parece. Algo como la calma, pero no. Como la paz, pero no. Como el placer, pero no. Como todo eso, pero no. Esa perfecta otra cosa. Eso que ellos, los apneistas, no se cansan de sentir.
Sin respirar
La palabra apnea deriva del griego a-pnoia, que significa “sin respirar”. Los orígenes de la disciplina se remontan a la prehistoria. La evidencia más antigua de apnea según el libro Manual of Freediving, Underwater on a Single Breath, de Umberto Pelizzari y Stefano Tovaglieri, se ubica entre siete mil y diez mil años atrás en las costas del mar Báltico, donde vivía una población llamada Kojkkenmodinger. Un grupo de paleontólogos encontró fósiles de moluscos que solo existen en el océano en lo que fueron las viviendas de ese pueblo; lo que indica que buceaban hasta el fondo del mar para conseguir ese alimento.
La tradición de sumergirse en aguas profundas para buscar ostras, moluscos, algas y peces continuó y sigue existiendo hasta hoy. Dos ejemplos emblemáticos y milenarios son las amas y las haenyeo, mujeres buceadoras de Japón y Corea; y los bajau, un pueblo buceador del sudeste de Asia.
Pero cuando hablan de buceo libre, más allá de esos ejemplos de comunidades recolectoras, los apneistas recuerdan la historia de quien consideran su pionero, Haggi Statti. En 1913, el hombre -pescador griego, 35 años, 1,75 metros de alto, 60 kilos, un pulmón dañado por un enfisema, tímpanos perforados- fue a la embarcación italiana Regina Margherita. La nave estaba en la isla de Simi, en el mar Egeo, y había perdido un ancla. Statti se presentó y dijo que él la rescataría. Nadie le creyó. Después de varios días de ir y volver al agua, Statti recuperó el ancla. La encontró a 76 metros de profundidad luego de estar tres minutos sin respirar bajo el mar.
Desde entonces, el buceo libre se extendió en todo el mundo. Hoy es un deporte con códigos y récords, que miles de personas practican de manera profesional o recreativa. En 1992 se fundó la Asociación Internacional para el Desarrollo de la Apnea (AIDA), que organiza competencias, asienta rankings, supervisa la actividad y establece los estándares para su enseñanza. La apnea incluye nueve disciplinas autorizadas por esa asociación, cinco en profundidad -el objetivo es bajar la mayor cantidad de metros conteniendo la respiración-; cuatro en aguas no profundas -en tres se busca recorrer la mayor distancia horizontal sin respirar, en una (estática) el objetivo es contener, quieto, la respiración bajo el agua el mayor tiempo posible (el récord masculino actual es 11 minutos y 35 segundos)-.
Uruguay es uno de los países que figura en los rankings de AIDA. Los registros de la asociación dicen que, hasta ahora, nueve uruguayos (cinco mujeres y cuatro hombres) marcaron récords nacionales de apnea. El primero fue Sergio Romero en 2004. La segunda, Margaret Bianca Wallace Araujo, en 2008. En 2018 Francis Batista y Augusto Pessio alcanzaron los dos primeros récords nacionales de apnea en profundidad -bajaron 38 y 50 metros, respectivamente-. En 2022 Facundo Yañez, Eugenia Alcaraz y Vanessa Estol marcaron nuevos récords: bajaron 55, 35 y 37, respectivamente.
La apnea es, en Uruguay, una práctica todavía incipiente: no aparece en las grillas de horarios de todos los clubes, no abundan los entrenadores, no hay sponsors para quienes compiten, apenas hay cursos en las carreras de educación fìsica sobre buceo libre. Pero están esas nueve personas. Están, entre ellas, algunas que difunden la práctica. Y están quienes bucean a pulmón y no compiten, quienes bucean para estar cerca de un delfín, para escuchar a una ballena; que bucean, simplemente para estar en el agua. Porque el agua, en esos minutos -que son tan poco: uno, dos, tres- les da eso. Esa cosa. Esas tantas otras cosas.
A pulmón.
Cuando, en 2014, terminó de cursar la licenciatura en educación física en Montevideo, Facundo Yañez se fue. Viajó al sudeste asiático, recorrió países, se metió en esos mares tranquilos y transparentes y estuvo horas en el agua conociendo una vida marina que desconocía. Primero deambuló como quien explora. Después pensó que quería hacerlo mejor y que para eso tenía que formarse. Hizo cursos de buceo SCUBA en Malasia -buceo con tanques de aire-, hizo un curso para ser guía de buceo con equipo en Australia, trabajó como buzo en la Gran Barrera de Coral, hizo un curso para ser instructor de buceo con tanque, viajó a Singapur, dio clases de buceo recreativo con equipo autónomo. Y entonces le pasó:
- Me di cuenta de que ser instructor de buceo con tanque tiene más que ver con enseñar a usar equipos que con enseñar a practicar un deporte; me gustaba, pero había algo que no me terminaba de cerrar. Además, en paralelo, salía todo el tiempo al mar y empecé a tener interacciones muy lindas con mantas, ballenas y tiburones. Eso me fascinó y siempre era a pulmón.
- ¿Por qué eran a pulmón?
- En los lugares donde había ballenas o mantas las interacciones con tanque no estaban permitidas porque pueden alterar la conducta esperable del animal. Las burbujas del tanque, por ejemplo, pueden desviarlos de su curso. Pero donde estaban permitidas yo prefiría bajar sin equipo porque la experiencia me parecía menos invasiva; me sentía parte del agua y no algo extraño.
Entonces, otra vez, se fue. Se fue a Egipto, a Dahab, una ciudad en la costa del Mar Rojo donde hay muy buenas condiciones para la apnea: ausencia de corrientes fuertes, profundidad, visibilidad y agua cálida. Eso hizo que ahí se forme una comunidad de apneistas bastante grande y la ha convertido en una de las mecas del buceo libre. Allí Facundo hizo cursos que le enseñaron ajustes técnicos que, dice, cambiaron su práctica, sus formas, su experiencia bajo el agua. Le encantó. Entonces, otra vez, se fue.
-Volví a Uruguay en 2019 con la idea de hacer los cursos que me faltaban para dedicarme a la formación. Vine y me fui: a Colombia, a Honduras. Seguí estudiando, fui jefe de seguridad de una competencia en San Andrés, de la Caribbean Cup (una de las competencias de apnea más importantes del mundo); participé del mundial en Honduras; y el año pasado, en México, dos colegas y yo actualizamos algunas marcas nacionales en profundidad. Pude bajar hasta 55 metros. Ahora estoy aquí pero me estoy por ir de nuevo a Colombia, de ahí a Honduras y después a Egipto. En octubre vuelvo para seguir con los proyectos de enseñanza y difusión de la práctica.
En Uruguay, Facundo -que hoy tiene 35 años- coordina la escuela de buceo en apnea @freediveuruguay, da clases de buceo libre en piscinas, organiza salidas para bucear en canteras y en el mar. Pero además da talleres a guardavidas, conversatorios para estudiantes y graduados del Instituto Superior de Educación Física e intenta que la actividad crezca en el país.
- No he sentido en otra parte la calma que se genera cuando estás bajo el agua, sobre todo en apnea profunda. A medida que bajás, la percepción cambia. Es cierto que la profundidad es un poquito adictiva, pero al mismo tiempo es un modo de redefinir límites, de entender que el cuerpo puede hacer cosas que creíamos que no podía hacer.
- ¿Y eso puede ser riesgoso?
- La apnea tiene dos reglas de oro: es una actividad que siempre hay que hacer en compañía y no se puede practicar si no estás formado o en proceso de aprendizaje junto a alguien que sea experto. Si te metés solo en el agua y no sabés, claro que corrés riesgos. Para que la práctica tenga sentido, para poder vivir lo que ofrece, para tener seguridad hay que aprender. Si conocemos nuestros patrones respiratorios, si ecualizamos los espacios de aire, si sabemos escuchar nuestro cuerpo, la apnea es una actividad muy segura que solo se puede disfrutar.
Animarse.
Si hace dos años alguien le hubiera preguntado a Eugenia Alcarz -entonces una joven de 25 años que no sabía qué era el buceo libre- de dónde vienen las ganas de respirar cuando se contiene la respiración bajo el agua, ella habría contesado, sin dudar: “De la falta de oxígeno en el cuerpo”. Hoy Eugenia -27 años, apneista uruguaya, récord nacional en dos disciplinas de apnea profunda (bajó 35 metros)-, sonríe y dice:
- Cuando empecé a practicar apnea una de las cosas que más me impresionó fue conocer cómo funciona biológicamente mi cuerpo y darme cuenta de que muchas cosas que yo asumía como reales estaban completamente erradas. Por ejemplo, el concepto equivocado de que las ganas de respirar al aguantar la respiración en el agua vienen de la falta de oxígeno en el cuerpo; cuando, en realidad, las ganas vienen porque tu cuerpo te pide exhalar el deshecho de la respiración, el dióxido de carbono.
Eugenia es diseñadora textil y está a punto de graduarse como programadora. Para ella la apnea es un hobby y, aunque el año pasado compitió en México, dice que lo que le interesa de las competencias no son los récords sino encontrarse con otros apneistas y conocer las experiencias que cada uno vive al transitar la práctica.
“Yo nunca podría competir con nadie porque cada uno tiene sus propios límites. Eso es algo súper interesante de la apnea, siempre se trata de mover tus límites. Por ejemplo, si estás a 30 metros y tu cabeza dispara el pensamiento: ‘Quiero salir’, vos no podés alimentarlo inmediatamente. Ese trabajo mental creo que es lo que más me ha sorprendido en el proceso que llevo de aprendizaje”, dice y despliega una sonrisa que le ocupa toda la cara. Después, parece recordar algo, y mientras el asombro, o la sorpresa, o la ilusión de una niña se le desparraman por el cuerpo, cuenta: “Hay un momento en la apnea en profundidad en el que empezás a caer en caída libre. Esa sensación es increíble. Llega un punto en el que ya no flotás, entonces caés. ¡Imaginate! ¿En qué momento en la vida podés sentir algo como la caída libre? No sé, tenés que saltar de un avión para sentirlo”.
En medio de un bosque de La Paloma Francis Batista -38 años, primer récord nacional de apnea en una de las modalidades de profundidad- enseña técnicas de buceo en apnea a alumnos de su escuela, Freedive La Paloma. Cuando la clase empieza, se sienta al frente y comienza a decir frases e indicaciones que los alumnos siguen con movimientos suaves: “Respiración diafragmática, lenta y pasiva. Inhalo. Exhalo. Levanto la glotis. Tapo fosa nasal izquierda. Quedo en retención. Suave. Oxígeno. Libero toxinas”. “Son ejercicios en tierra que permiten mejorar la práctica en el agua. Se van aprendiendo de a poco. Permiten entender la respiración y la fisiología del cuerpo para desarrollar la apnea de manera más consciente y más disfrutable”, dice Francis.
Hasta el 2010 nunca había buceado en apnea. Ese año, un grupo de amigos que hacían pesca submarina lo invitaron a participar. “Me gustó pero me di cuenta de que había mucha falta de conocimiento sobre cómo contener la respiración bajo el agua. Tomé un curso, me cautivó y ahí arranqué con la apnea. En 2018 logré uno de los primeros récords nacionales en profundidad en el Nirvana Ocean Quest de Colombia”, agrega.
¿Qué se siente bajo el agua? “Es muy personal. Es un deporte que se desarrolla totalmente en conciencia con la naturaleza y con uno mismo. Cada emoción, cada sensación está relacionada con algo interno. Retener la respiración te hace ir hacia adentro. La respiración es fundamental para la existencia, y la apnea trabaja mucho con eso. Iniciarse en la vida es iniciarse en la respiración. Conectar con ese mundo líquido es regresar al vientre materno: buscar esa primera respiración, volver a nacer”.