ARTE E HISTORIA
En Punta Carretas sobrevive el taller de José Luis Zorrilla de San Martín. Allí dentro su familia vela por obras en yeso, pinturas y ensayos, esperando que un día el público pueda pasar a verlo.
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Detrás de unas paredes color crema de la calle Tabaré existe un recinto atrapado en el tiempo o en un universo paralelo oculto. Lo único en ese galpón que parece decir que si se pasa la puerta gris se estará dentro del taller de José Luis Zorrilla de San Martínson unas cabezas blancas que asoman por una ventana de vidrio tornasolado. ¿Cuántos años hace que esas cabezas están allí mirando la calle convertirse en una pista de autos modernos y las casas aledañas cambiar de inquilinos? Quién sabe, pero muchos. ¿Cuántos años hace que esas cabezas están esperando a su creador volver para seguir martillando y tallando y pintando y tarareando melodías de Wagner? Han pasado por lo menos 45, fecha de la muerte del escultor uruguayo.
Ese fue el taller de Zorrilla desde 1914, cuando regresó de un viaje a Múnich frustrado por la guerra, hasta el final de su vida. El único período prolongado que no pasó en él fueron los años de su estadía en París entre 1922 y 1925, cuando ganó el Concurso Internacional del Monumento al Gaucho y se instaló allí para llevar a cabo la obra.
Una vez adentro, un vestíbulo presidido por el busto blanco de Guma Muñoz del Campo, la esposa, pasa casi desapercibido. Vestido de lambriz oscuro el recibidor no es grande, se puede medir en un paso largo o dos cortos, y está rodeado por marcos que dan vista y entrada a dos escenarios alucinantes.
A la derecha está “la sala de pensar”, como la llama José “Pepe” Medina Zorrilla de San Martín, uno de sus nietos (en total supieron ser 23), tratando de invocar los días de su abuelo.
Es una habitación repleta de estantes sobre estantes de madera oscura en los que ahora descansan bustos, estatuillas, papeles y unos cuantos libros de la época, un poco más polvorientos.
De una chimenea cuelga un portarretrato que estuvo siempre allí: Guma madre, Guma hija, China, Inés, Teresa, María Elvira. Las mujeres de la vida del escultor, la esposa y las hijas, en escala de grises pero con vestidos celestes, rosas, blancos. Y hay una foto de China actuando, otra más de Guma madre, y un techo tan alto que da lugar para que encima de los estantes haya cuadros de gran formato entre los que sobresalen uno de la Divina Comedia, Hércules y las amazonas y una escena del viacrucis, de una serie pintada para la iglesia del Cordón que nunca salió de allí.
Lo que ahí se guarda permanece alejado del ojo curioso del turista y del uruguayo, a excepción de contadas ocasiones. En los años 90 hubo una gran retrospectiva en el Museo Nacional de Artes Visuales y en 2019 una menor en la Embajada de Francia, por ejemplo. Algunas veces recibieron visitantes que llegaban al Museo Zorrilla —ambos terrenos se conectan por el jardín— a recorrerlo. Lo que ahí se guarda sobrevive como puede ante el peligro inminente que amenaza a cualquier edificio cuando los recursos no son suficientes para protegerlo.
Por ahora las condiciones edilicias no permiten abrirlo. Las últimas obras que se realizaron fueron el año pasado en el jardín, en la fachada y una fumigación con un fondo que recaudó el Club de Golf del Uruguay con un torneo a beneficio del taller. Ahora, dicen, está en una situación bastante estable comparado con el pasado reciente. La familia, comentan los tres nietos que reciben a Revista Domingo —guías entusiastas de la obra de su abuelo—, vive con el deseo latente de que se transforme en un paseo para todos. “Lo que hizo ‘Tata’ es de los uruguayos”, repiten más de una vez. La casa es del Estado y la obra de la familia. El destino esperado es que sea una dependencia del Museo Zorrilla. “Es un absurdo que esté así”, dice Hugo Estrázulas, otro de los nietos.
El pasado
Resulta extraño escuchar a tres personas referirse a Zorrilla, al gran escultor, al uruguayo que se destacó en el mundo con su obra, como “Tata” o “Tatita”. Pero con ellos sucede de forma natural, como costumbre de décadas, como entre familia. Pepe, Hugo y Eduardo Herrera —hijos de María Elvira, Teresa y Guma respectivamente— son inquietos. Adultos de cabellos grises que cuando pasan el umbral y se acomodan en los recuerdos se convierten en niños del siglo pasado.
Antes de empezar la charla Pepe levanta la tapa del piano junto a la estufa. Contra todo pronóstico las teclas amarillas funcionan. El sonido sale claro, fuerte, afinado. Si hay que imaginar a José Luis trabajando en ese espacio, no puede faltar la música. El escultor que describen los nietos era abierto a todos, pero la radio estaba en un lugar inalcanzable. “Él prendía la luz eléctrica y sonaba el Sodre”. Y sino tarareaba o cantaba.
“Y no estaba este piano, vino después, pero tenía un armonio junto a su mesa de dibujo y le encantaba tocar”. Pepe lamenta no haberlo disfrutado más, tenía siete u ocho años cuando su abuelo murió en 1975. Sin embargo, Eduardo y Hugo crecieron ante su presencia. Hugo todavía piensa en el apretón emocionado que recibió en el brazo cuando le contó a José Luis que sería abogado. Eduardo lo recuerda como un ser alegre a pesar de las dificultades y recita versos que escribió en su honor: “Disfrutador de la vida por sí misma/ en su copa siempre estaba el mejor vino/ alquimista del plato más humilde/ lo transformabas en manjar divino”.
“Quizá era su sueño, pero no podía estar solo. Laburaba impresionante. Era metódico, curiosa y paradójicamente, porque se supone que un artista no lo es. Se levantaba a las 6.30 de la mañana, pasaba por una panadería en la calle Berro, compraba su pan negro para el almuerzo y venía. Iba a la casa para el mediodía y luego regresaba al taller hasta el anochecer. Y acá adentro tenía su rutina, pero golpeaban la puerta a cada rato y podía ser desde un familiar hasta el Presidente de la República, el a todos los recibía contentos”.
Y los nietos —muchos de ellos vivieron con él o en la casa contigua a la suya en Roque Graseras y 21 de Setiembre— sabían que era hora del taller cuando sentían el sonido del viejo auto Hillman. “Le decía ‘el potoco’ y había que empujarlo para que arrancara”, cuenta Eduardo. Hablan de memoria de la obra como del montón de revistas National Geographic que coleccionaba o del saco y corbata que vestía siempre y que cubría con un mameluco cuando tallaba o pintaba o de cuando recitaba en italiano la Divina Comedia, “con acento toscano”, o de su español impecablemente correcto. Pepe recuerda que le daba un poco de plastilina para jugar, “no hacías ni un ojo, pero te sentías reimportante”.
Los otros dos arcos del vestíbulo conducen a un galpón de techo alto, muy alto, donde las ideas pasaban del papel a la mano del artesano. En el punto mayor está la versión en yeso a escala real de la estatua ecuestre de Aparicio Saravia, al costado una escalera donde José Luis se subía para los puntos más altos de la obra. En cada personaje dispuesto en esos rincones está la mano del artista plasmada en las líneas de la esteca, centímetro por centímetro. “Y estas eran las versiones previas a fundirse en bronce”, dice Hugo.
Las paredes de un color rosa perdido en manchas de humedad hablan de los años y las ausencias que envuelven a un yeso menor de El Gaucho, a versiones del obeliscos y sus estatuas alegóricas dedicadas a los constituyentes de 1830, a una escala menor de la Fuente de los Atletas del Parque Rodó. Hay también pechos, cabezas y manos de Artigas, un Viejo Vizcacha con dos perros a los pies, Zorrilla padre, José Batlle y Ordóñez erguido. Hay lienzos, telas, bustos anónimos, yesos que son estudios anatómicos del escultor tras visitas a la Facultad de Medicina. Los tonos, según cómo iluminan los rayos de sol que filtra la claraboya, varían entre blancos, beige, rosa, bronce.
Quizá un día todos puedan pisar esas tablas de madera, caminar entre las patas del caballo de Aparicio, sentir el frío de la bodega subterránea que remite a un aire mediterráneo lejano en tiempo y espacio o mirar a centímetros la letra impecable con la que José Luis escribía las recetas y los años de sus vinos. Sus nietos supieron pisar esas uvas.
Por ahora, basta con saber que allí, detrás de las paredes color crema de la calle Tabaré todavía existe el universo creativo donde nacieron los Artigas, los jinetes y las estatuas que hoy adornan ciudades del mundo, de Uruguay y Montevideo. Quizá algún día todos atraviesen libremente el umbral entre el mundo real y el de José Luis Zorrilla de San Martín.