NOMBRES DE DOMINGO
Durante mucho tiempo, Jean-Claude Van Damme fue una taquillera estrella de cine de acción. Pero los días de patadas y golpes quedaron atrás, y ahora el belga quiere ser conocido por actuar en otro tipo de películas.
Hace tanto tiempo que anda dando vueltas por los márgenes del cine más o menos respetable que su rostro es casi sinónimo de “clase B”. De vez en cuando rondó lo aceptable (nunca el prestigio), pero para el belga más famoso del cine, actuar es darle al público lo que este -supuestamente- quiere. Sería más preciso decir que Jean Claude Van Damme le da a cierto público lo que este desea: un rato de entretenimiento violento y kinético, mejor o peor realizado. Así lo ha hecho durante mucho tiempo, en películas como Retroceder nunca, rendirse jamás, Soldado universal, Sin escape, Los indestructibles 2 e incontables más.
Pero luego de tres décadas haciendo las delicias de los fanáticos del género de acción, ahora prefiere las historias íntimas, más cercanas a la realidad del mundo: “En una película no hay que actuar, hay contar la verdad”, dijo hace poco en una entrevista con EFE.
Durante dos décadas -las de 1980 y 1990- fue una de las mayores estrellas del cine de acción gracias a películas como las ya mencionadas y también otras como Doble impacto, Operación Cacería, Timecop y La última batalla. Pero Van Damme lleva un tiempo alejado de los focos de Hollywood, centrado —como está— en proyectos con un significado más personal y menos atado a las convenciones de la acción y la violencia.
Así lo demuestran obras como JCVD, la serie Jean-Claude Van Johnson o We Die Young, su nueva película, en la que afronta uno de los mayores retos de su carrera: ponerse en la piel de un veterano de guerra que ha perdido el habla y sufre estrés postraumático.
En We Die Young, dirigida por Lior Geller, Van Damme da un giro dramático a su carrera con una historia que se desarrolla en una de las peores zonas de Washington DC, la capital de EE.UU., y en la que trata de ayudar a dos niños indocumentados a vengarse de un violento narcotraficante de la pandilla MS-13 (Mara Salvatrucha).
“No es una película acción, en absoluto. Habla de la vida de personas en esa situación en nuestra sociedad ahora mismo. Me puse en manos del director, que conocía muy bien esa realidad, y creo que hemos hecho un precioso trabajo. Estoy enamorado de la película”, dijo también el actor.
Jean Claude Van Damme es una de esas historias en las que todas las improbabilidades se convierten, por arte de tesón, insistencia y mucho trabajo, en ventajas para el involucrado. Nacido en 1960 en un pueblito (Berchem-Sainte-Agathe) de menos de 7.000 habitantes, Van Damme se hizo primero experto en artes marciales (obtuvo el cinturón negro de karate siendo un niño) y luego, tal como hizo Arnold Schwarzenegger para generar sus primeros titulares, se dedicó a esculpir su musculatura para convertirse en uno de esos “Mr.” que exhiben un inflado físico.
Con los movimientos marciales incorporados a su musculosa humanidad, enfiló hacia Hollywood y no tuvo muchos pruritos a la hora de poner rostro y cuerpo a guiones fuleros, bajo órdenes de directores que seguramente nunca pasaron por una escuela de cine ni se formaron viendo a Eisenstein o Welles.
Pero si a sus primeras películas les faltaba destreza o competencia, les sobraba acción y entusiasmo, algo que el propio Van Damme también tenía en abundancia: “Cuando llegué a Estados Unidos, no hablaba inglés. Pero estaba tan enfocado en triunfar que pensaba que eso no sería un problema. Pero claro que lo era”, reconoció hace poco en una entrevista con The Hollywood Reporter.
El gran dragón blanco (1988) fue su debut. Es, para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad cinematográfica, un asunto bastante deplorable. Pero muestra a un actor en pleno dominio de aquello por lo cual se lo contrata en una producción así: las artes marciales. Y no tardó mucho en convertirse en una película de culto, tanto por sus peleas coreografiadas como también por sus pésimas actuaciones. Aún así, hay en ella cierto encanto que tiene que ver tanto con un consumo irónico como —también— la autenticidad de la candidez: a veces, enternece ver a adultos tan enfocados en tratar de “triunfar” que soportan hacer el ridículo ante todos. El que ríe último ríe mejor, dicen, y Van Damme probablemente haya mantenido ese mantra durante esos años, tragándose el orgullo para poder llegar a la ansiada alfombra roja.
Ha pasado mucha agua bajo el puente desde entonces, y si bien Van Damme nunca alcanzará el prestigio de otros actores, sí se ha ganado el respeto de la mayor parte del establishment de Hollywood. Una vida sin mayores escándalos como los que afectaron a Mel Gibson (comentarios racistas y antisemitas) o Harvey Weinstein (violaciones y acoso sexual) seguramente contribuyeron a la simpatía que el belga suscita hoy, más allá de sus pocas cualidades como intérprete. Eso no quiere decir, claro, que no haya tenido algún que otro traspié lidiando con la fama.
Dentro de todo ha salido bastante bien parado, y hoy se puede dedicar a películas menos estrafalarias pero más simpáticas que las que lo convirtieron en una estrella mundial. Estar lejos de las luces más brillantes le permitieron, además, empezar a lidiar con asuntos más mundanos y también oscuros, como el trastorno bipolar y una depresión que lo aqueja desde mediados de los 90 cuando se divorció de Darcy LaPier: “Tengo días preciosos y días muy oscuros, pero ahora sé gestionarlos. Soy feliz y disfruto de la vida, aunque no siempre fue así. Pienso deprisa, demasiado tal vez, pero gracias a ello he conseguido todo lo que he querido en mi vida. Acepté mi problema y lo he venido tratando con mucha meditación, no con medicación”, ha dicho.
En su nueva película comparte elenco con actores que, como él mismo reconoce, lo superan: “Son intérpretes muy buenos y están perfectos en la película. Son mucho mejores que yo. Muy perfeccionistas. Artistas valientes y con gran pasión”.
A dos años de cumplir 60, Van Damme mira hacia atrás y constata que tanto él como otros de su generación pertenecen a otra manera de hacer cine de acción. Hoy, dice Van Damme, las estrellas de acción se involucran en proyectos que prestan más atención a los efectos visuales que al desarrollo de los personajes. “Cuando haces una película no hay que actuar, hay que contar la verdad. No se trata del maquillaje, ni de lucir una capa o un anillo de diamantes en la oreja. A nadie le importa eso. Yo disfruto creando personajes y en el cine tienes que creer en el personaje que interpretas. Aunque ya no figuro en producciones de grandes presupuestos, la gente sigue disfrutando conmigo, porque trato de contar la verdad”.
Seguramente como un agradecimiento hacia todos esos millones de personas que sostuvieron su carrera durante tantos años, pagando sus entradas para verlo tirar patadas y golpes, Van Damme dice que la audiencia no compra cualquier cosa: “La gente no es estúpida. Les miro a la cámara y les transmito lo que siente ese personaje. Estoy dentro de él. Así se hacen las buenas películas”, agregó. Tal vez, en el ocaso de su trayectoria, haya descubierto la fórmula para hacer buenas películas. Su legado, sin embargo, será el de unos cuantos vistosos y chillones blockbusters que fungieron, durante unos años, como pasatiempos aderezados por popcorn.