Rocío Montes
El crucero aparece en el muelle Prat de Punta Arenas, una ciudad encantadora del extremo sur de Chile donde los árboles, por el viento, crecen inclinados. Es lunes por la tarde, se siente algo de frío, pero el cielo se ha despejado. Tras comer pescado y marisco en uno de los clásicos restaurantes de la zona, Sotito’s, un recorrido por esta ciudad de unos 150.000 habitantes. De interesante arquitectura, ordenada y de fuerte influencia de la colonia croata, en este lugar nació en 1986 el actual presidente chileno, Gabriel Boric. Han sido apenas algunas horas para echar un vistazo -bien valdría la pena al menos un día adicional-, pero la caminata por la amplia costanera nos empuja a lo que vinimos: cuatro noches a bordo del Ventus, uno de los dos barcos de la naviera Australis que, entre los meses de septiembre y abril, cuando el clima crudo de esta zona lo permite, recorre los canales del sur del mundo, vírgenes.
Lo sabemos de antemano. En algunas horas, todos los viajeros (como mucho, 200 en cada travesía) perderemos las señales de móvil e internet. Solo el capitán tendrá acceso en todo momento a un teléfono satelital. Los pasajeros perderán el contacto con el resto del mundo y vivirán una aventura similar a la de descender en una tirolesa. El corazón late acelerado.
Lunes: exploración de lujo
Este es un crucero, técnicamente, pero no se trata de tumbarse en una hamaca, bañarse en piscinas descomunales ni de bajar de tanto en tanto a determinados puertos para hacer unas visitas rápidas y unas compras. Es un crucero de exploración donde el objetivo, justamente, tiene relación con asuntos de mayor trascendencia. Los viajeros tendrán todo incluido, comerán excelente, beberán todos los exquisitos cócteles que les apetezca -sobre todo, los hechos con calafate, un fruto autóctono de la zona-, y descansarán como bebés mecidos en una cuna.
Pero el tesoro de esta ruta está en conectar con un entorno único en el mundo, prácticamente virgen. Respirar hondamente tras los tres años de pandemia de la covid-19, y hacerlo en una de las zonas del planeta con mayor cantidad de oxígeno (tanto, que el sueño aumenta). Sentir el silencio, aquietar la mente, admirar la grandiosidad y belleza de la naturaleza. Queda claro apenas se sube uno al Ventus, deja las valijas en la habitación -comodísimas, decoradas con guiños al mundo marinero, con amplias ventanas que permiten contemplar el paisaje tumbado en la cama- y se participa en el primer encuentro de la aventura. Agrupados de acuerdo al idioma -los franceses son mayoría-, los visitantes cada tarde reciben una charla explicativa de lo que se observará en la jornada siguiente de este viaje por los fiordos de Tierra del fuego. Es lo que sucede cuando la nave comienza su movimiento, zarpa y deja la chilena Punta Arenas para adentrarse en las aguas gélidas del estrecho de Magallanes.
Martes: pingüinos a la vista
Conviene explorar el Ventus cuanto antes para poder disfrutar de sus rincones. Tomar fotografías en la cubierta mientras se aleja la tierra firme, subir y bajar por sus cinco plantas, descubrir los salones (el Darwin, con su estupendo bar, resulta el predilecto de los viajeros) y familiarizarse con la nave, que incluso tiene una pequeña biblioteca con textos sobre la zona, su flora y fauna, las expediciones de otros tiempos, las poblaciones indígenas extintas. Es un lugar abierto al conocimiento: a bordo se ofrecen charlas y películas documentales todo el tiempo.
Luego de una estupenda primera cena en el comedor Patagonia y una noche de aguas tranquilas (en esta zona del planeta hay pocas horas de oscuridad en estos meses), el desayuno debe ser contundente para la primera jornada de expedición. Provistos de buena ropa térmica, botas impermeables y un chaleco salvavidas, por la mañana se desciende del Ventus para embarcarse en zódiac hacia la bahía Ainsworth, en el parque nacional Alberto de Agostini. Es una caminata preciosa -la intensidad la elige el viajero-, en una zona totalmente inhabitada. Salvo por cóndores, golondrinas o cauquenes colorados (Chloephaga rubidiceps) y flora nativa como la chaura (Gaultheria mucronata) y sus frutos rojos comestibles. De fondo, imponente, el glaciar Marinelli, considerado el mayor y más hermoso de todos los que descienden desde los campos de hielo de la cordillera Darwin.
Por la tarde de este martes, y luego de alguna lectura o una pequeña siesta, la excursión en zódiac hacia los islotes Tuckers. Sin bajar de los botes movidos por fuerte oleaje -una aventura en sí misma- se podrán apreciar grandes colonias de los simpáticos pingüinos de Magallanes y los preciosos cormoranes, aves acuáticas que capturan peces zambulléndose bajo el agua.
Miércoles: el glaciar Pía
Tras una noche bastante movida cuando se pasa por algunas horas por el océano abierto -conviene siempre llevar pastillas contra el mareo-, una visita al puente de mando del capitán. Es el lugar donde se dirige la embarcación y que tiene una vista amplia de los canales por los que se transita. “A veces resulta complicado tomar la sincronía con la ola y solo hay que navegar”, cuenta Adolfo Navarro, el capitán, mientras pasamos por el brazo noroeste del canal Beagle.
Una comida temprano y, luego, una de las grandes joyas de la ruta: el desembarco en el fiordo del espectacular glaciar Pía, de, al menos, 100 metros de altura. Grandes trozos de hielo flotan sobre el agua verdosa. Una caminata sencilla con cuesta ligera termina en un mirador donde el imponente glaciar parece tocarse con las manos. A lo lejos, el sonido parecido a unas especies de estallido: son desprendimientos naturales de hielo. Los visitantes de todas las edades enloquecen con sus cámaras. Sensación de inmensidad y de alegría.
Al atardecer, la naturaleza parece ponerse de acuerdo para acercarse a la embarcación. Los pasajeros son convocados al salón Darwin de la quinta planta para deleitarse con la llamada Avenida de los Glaciares: el Romanche, el Alemania, el Francia, el Italia y el Holanda, en honor a los primeros exploradores europeos. Música de los respectivos países y una degustación de platos típicos acompañan en la velada de esta tercera noche a bordo del Ventus.
Jueves: la bahía Wulaia
La jornada arranca temprano, casi de madrugada. El clima ha permitido el desembarco en la Isla Hornos, en el extremo sur americano, donde los vientos pueden llegar a los 300 kilómetros por hora en algunas épocas. Es al sur del estrecho de Magallanes y del canal Beagle, donde se funden las aguas del océano Pacífico y del Atlántico, donde desaparece el continente y emerge esta isla descubierta hace 407 años, de difícil acceso, donde por un año reside un funcionario de la Armada chilena y su familia, casi en total aislamiento y soledad. Los vientos incluso dificultan caminar, pero vale la pena recorrer sus instalaciones, donde se llega por una empinada escalinata: un monumento, dos faros, la casa de los representantes de la Armada y una iglesia. Es una visita corta, pero resulta indispensable darse un respiro, sentir el viento y la lluvia en la cara y, sobre todo, contemplar la inmensidad del turbulento paso Drake. “En el agua todo fluye”, reflexiona Paula Galindo, la jefa de excursionistas, nacida en Punta Arenas.
Por la tarde, la última excursión de la travesía y, a juicio de algunos visitantes, la que genera mayor emoción: el recorrido por la bahía Wulaia. Fue uno de los mayores asentamientos en esta región de los yaganes, pueblo autóctono sometido a crueles tratos, como el exhibicionismo humano forzoso. En esta zona cargada de historia desembarcó en 1833 el naturalista Charles Darwin, cuya figura está presente en diferentes puntos a lo largo de los cinco días de exploración.
Es un paisaje de cautivadora belleza. Senderos de diferente intensidad recorren el bosque virgen con variadas especies nativas de formas y coloridos únicos. La caminata lleva a un mirador donde no falta nada: las nubes grises del cielo, la cordillera nevada al fondo, islotes que parecen flotando en el inmenso mar y nuestra embarcación, el Ventus, donde emprenderemos el retorno hasta la fierra firme de Argentina.
Es la última y feliz noche a bordo, un encuentro de camaradería final, con la simpática subasta de artículos, como la carta náutica. Resulta innegable el sabor a despedida. Hemos atracado en Ushuaia, la pintoresca ciudad argentina donde desembarcaremos la mañana del viernes, pero nadie tiene ganas de bajar. El español Alberto Martínez, que viaja junto a su esposa y dos parejas de amigos, dice que extrañará la desconexión digital cuando regrese a Madrid.
* El País de España