El consejo que brinda un pasajero en el avión antes de aterrizar en Nueva Delhi resulta acertado. Antes de abandonar el Aeropuerto Internacional Indira Gandhi, es mejor colocarse el tapabocas. Es que una de las primeras sensaciones al respirar en la capital de India es que el aire es pesado, como espeso. Una percepción que responde a la contaminación en varias regiones del país asiático, pero que al poco tiempo ya no se percibe. Con solo unas pocas horas para conocer Delhi otro consejo, esta vez de un empleado del hotel, da una interesante opción. Lo mejor para ir a la parte antigua de la ciudad es un taxi, que por mil pesos uruguayos ofrece el traslado, la espera y el regreso en un viaje que lleva alrededor de 45 minutos desde Connaught Place, el barrio en el que nos alojamos un grupo de periodistas.
Así que a las 9:30 de la mañana ya estamos en Old Delhi. Primera parada, la mezquita de Jama Masjid, centro de culto principal de los musulmanes en esta ciudad. Construida por el emperador Saha Jaha entre 1644 y 1658 —el mismo que ordenaría erigir el Taj Mahal— hay que subir 35 escalones de arenisca roja para llegar a su entrada, desde donde se puede observar buena parte de la ciudad.
Aunque tradicionalmente el ingreso era gratuito, ahora vale 300 rupias (unos 140 pesos uruguayos), que incluyen el préstamo de vestidos para las mujeres que cubren completamente los brazos y las piernas. Hay variados, todos muy coloridos, aunque no hay tiempo para elegir: a este lugar llegan unas 25.000 personas al día. Antes de ingresar, también hay que quitarse los zapatos; la opción de dejarlos fuera de la mezquita o llevarlos en la mano corre por cuenta del viajero.
Una vez dentro hay un inmenso patio, con un estanque destinado a las abluciones, un conjunto de rituales de purificación que efectúan los musulmanes previo a la oración. Los extranjeros, y sobre todo las foráneas con sus vestidos casi iguales, son fácilmente reconocibles. Y a ellas se acercan hombres, mujeres y niños a pedirles tomarse una foto juntos. Todos quieren ese recuerdo, una costumbre que según varios blogs de viajeros se explica en que luego presumen de tener amigos occidentales.
Desde allí se divisan tres cúpulas de mármol blanco y negro, decoradas en oro. El silencio reina en la principal sala de oración, de 61 metros de largo, donde rezan una decena de hombres, casi todos vestidos de blanco. A sus costados hay dos minaretes —torres— de 40 metros de alto, que se pueden visitar.
Es hora de seguir. Para adentrarse en Old Delhi con poco tiempo la mejor opción es un rickshaw, un triciclo que Rahul conduce con delicadeza en el caótico tránsito. ¿Es esta ciudad como se ve en las películas?, me preguntan desde Uruguay. La respuesta es que sí, que los cables de electricidad colgados están por decenas en todos lados, que el tránsito es caótico, que a las cuatro de la mañana el movimiento parece el de un pico de tránsito en Montevideo. Pero es cierto también que en ese desorden hay encanto. Y mucho.
“Old Delhi is the real Delhi”, dice Rahul y entrepara en Gurudwara Bangla Sahib, un impactante templo que supo ser un palacio en sus orígenes, sitio sagrado para los sijistas. Abierto las 24 horas, de mármol blanco y con una cúpula dorada, para ingresar hay que cubrirse la cabeza y lavarse los pies. El ruidoso caos queda atrás ni bien se pasa la puerta. Adentro reina el silencio, solo interrumpido por los cánticos de quienes conducen el rezo. A un costado, una puerta da paso a otra de las características de este templo: su enorme comedor, donde alimentan a 10.000 personas al día, sin importar su credo. Aceptan voluntarios para cocinar y servir, una experiencia recomendada si se va con tiempo.
A nosotras, Rahul nos dice que hay que seguir si queremos conocer más. Así que de vuelta en el rickshaw, esquiva motos, personas que se cruzan y a unos dos kilómetros se detiene con entusiasmo. “Llegamos al mercado de especias más grande de India”, cuenta. Khari Baoli es, de hecho, uno de los mercados más grandes de Asia, y también más antiguos: se remonta al siglo XVII, cuando fue establecido por orden del emperador mogol Shah Jahan.
El entusiasmo de Rahul no es casual. India ocupa el segundo lugar del mundo en cuanto a producción agrícola y es el principal productor, exportador y consumidor de especias del mundo.
Kahri Baoli es una experiencia para todos los sentidos. El bullicio en sus calles estrechas, los aromas intensos que se entremezclan, los vibrantes colores de los productos, que se pueden tocar y también, previo permiso del vendedor, probar. Recorrerlo puede llevar una hora, pero dependerá de cuántas veces uno se detenga en ese mar de especias, hierbas, frutos secos y granos, algunos en grandes sacos, otros exhibidos en platos. Si bien es un mercado al por mayor también se puede comprar por menor y aunque algunas guías recomiendan regatear, los precios suelen ser fijos.
Lo que también abunda en el mercado es el té, típico de India, uno de los mayores productores a nivel mundial. Un clásico es comprar té y especias para preparar el masala tai, una reconfortante bebida típica que combina té negro con especias, leche y azúcar. Si la idea de elaborarlo resulta algo complejo, también venden en bolsitas todo lo necesario para hacerlo en casa al regreso.
Es hora de despedirnos de Rahul y volver a tomar el taxi que nos estaba esperando. La siguiente parada es Qutab Minar, el alminar de ladrillos más alto de India. Se trata de una torre de 73 metros construida principalmente con adobes rojos y arenisca, con balcones decorativos, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1993.
Más allá de la torre, vale la pena conocer todo el complejo donde se ubica, Qutb, un conjunto de ruinas de lo que supo ser la primera ciudad islámica en Delhi, que comenzó a ser construida en 1192 por el gobernante Qutb-ud-din Aibak y fue completada por su sucesor, Iltutmis.
Antes de regresar al hotel, hay tiempo para una última e icónica parada: la Puerta de la India, que suele compararse con el Arco del Triunfo parisino por su estructura. Ubicada en el “camino de los reyes” es un monumento construido para conmemorar a los soldados que murieron en la Primera Guerra Mundial y las Guerras Afganas de 1919, cuyos nombres están inscriptos sobre las paredes.
Además de sacarse la típica fotografía con la puerta de fondo, es muy disfrutable caminar por Rajpath o Camino del Raj (Rey), la avenida donde está ubicado este monumento. A ambos lados hay espacios abiertos y mucho verde, y a unos 10 minutos a pie desde la puerta se llega al Rashtrapati Bhavan, la residencia oficial del presidente de la India. Con algo de suerte, si ya se hizo de noche —es una zona segura para caminar, con presencia de personal de seguridad— la visión será encantadora: luces de varios colores, que cambian cada pocos segundos, la iluminan.
A cuatro horas por carretera desde Nueva Delhi, el Taj Mahal recibe a 7 millones de visitantes al año. Y si se pone un pie en India, viajar casi todo el día para estar allí aunque sea un par de horas, lejos de ser una carga, es una experiencia que se atesora. Es lo imponente, es la belleza, es cada uno de sus detalles, es la historia detrás de cada pieza. Es el conjunto que logra ese efecto, que aún entre la multitud de turistas que por momentos hacen difícil caminar, no se pierde.
Hay pocos rincones con algo de silencio en este complejo amurallado de edificios que también incluye una gran mezquita, una casa de invitados y jardines, otro de sus atractivos, diseñado como representación del paraíso terrenal. Es justamente allí donde el guía encuentra un espacio para contar que este monumento funerario fue construido entre 1631 y 1653, ordenado por Shah Jahan para albergar la tumba de su esposa, Mumtaz Mahal, quien murió durante el parto de su decimocuarto hijo. Erigirlo llevó más de 20 años y se usaron diversos tipos de mármoles cargados por elefantes durante centenares de kilómetros y más de 30 piedras semipreciosas que dibujan diseños florales.
Es blanco, un color que se eligió por su belleza, pero también para captar las tonalidades del cielo y su entorno. Por eso cada visita es única, porque según la hora del día se puede ver más rojo, naranja o incluso con tendencias al azul o púrpura.