EDUCACIÓN
Ocho historias de estudiantes que llegaron a escuelas de elite para conocer por dentro este selecto universo académico.
Cruzarte a Mark Zuckerberg, las Kardashian o un primer mandatario por los pasillos de la universidad son cosas que solo te pueden pasar si vas a Harvard. O estar haciendo abdominales y darte cuenta de que al lado tuyo está nada menos que Eric Maskin jugando al squash, y que entonces encontrarte a un premio Nobel de Economía pase a ser moneda corriente. O advertir que estás durmiendo y estudiando en el mismo sitio que John F. Kennedy lo hizo décadas atrás.
Milagros Costabelse ríe al contar que habita en la misma residencia que habitó el presidente Kennedy. Está viviendo el sueño de la piba y lo sabe. Aunque no se detiene a pensarlo. A sus jóvenes 19 años y estudiando en una institución de elite a miles de kilómetros de su Colonia natal no tiene tiempo para darle muchas vueltas.
“El 90% del tiempo no me acuerdo que estoy en Harvard, porque para mí es como cualquier universidad, pero de repente estoy acostada y pienso, ‘mirá dónde estoy’”, dice la joven no vidente que ganó una beca completa para estudiar Ciencias Políticas en una de las cinco mejores universidades del mundo.
Los relatos de la gente que la rodean la tienen deslumbrada. “No hay una persona que no tenga una historia que te haga dar vuelta todo por un segundo”, dice. No es la única que vive una situación semejante. Desde que Juan Pedro Gambetta, de 23 años (fotografía principal), llegó becado a la Universidad de Yale para hacer un pre-doctorado en Economía no dejó de tejer amistades cosmopolitas que le ponen los ojos como el dos de oro. Una de sus amigas pasó de vivir en la calle en California a estudiar en Yale y trabajar en la NASA. “Es gente que la luchó mucho para estar acá y son muy agradecidos”, cuenta a Revista Domingo.
El camino para conseguir un lugar en las universidades más prestigiosas del mundo es largo y tortuoso. Los que lo han logrado coinciden en que el proceso es desgastante y, por momentos angustiante, pero lo volverían a transitar. Porque las experiencias que hoy viven en el exterior les devuelven con creces el estrés sufrido y las horas invertidas en estudio y trabajo.
Siete historias de estudiantes uruguayos que se destacan en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Yale, Northwestern, Harvard, Pittsburgh, Minnesota y el relato de una joven que pronto brillará en la Universidad de Columbia, para conocer por dentro este selecto universo académico.
Camino de hormiga
Braulio Britos (30) es licenciado en Economía y sabía que si quería hacer de la investigación su medio de vida debía encarar un doctorado. El viaje de este egresado de la Universidad ORT para llegar hasta ese sueño estuvo lleno de escalas. Su trabajo como asistente de investigación del profesor Néstor Gandelman le permitió conectar con el Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI) y apenas se enteró que había una vacante para desempeñar en Washington DC el mismo rol que en Uruguay, no dudó en aplicar. Quedó y se mudó a EE.UU. decidido a conseguir buenas cartas de recomendación para poder competir por un lugar en un doctorado. Aplicó a 12 universidades y no lo admitió ninguna. La desilusión lo aniquiló pero no se rindió.
“Cuando te rechazan el sentimiento es horrible porque tenés todo planeado y se te cae el mundo”, confiesa. Por consejo de su jefe, decidió probar con un máster en la Universidad Carlos III de Madrid y tuvo más suerte. Ese año en España se destacó en los cursos y consiguió una mejor carta de recomendación escrita por el profesor uruguayo Andrés Erosa.
Con esa referencia a cuestas volvió a aplicar a 18 universidades y, para su fortuna, lo aceptó la mitad. Quedó en lista de espera en la Universidad de Minnesota y el 15 de abril -día que vence el plazo para contestar- de 2018 le llegó un mail de esa institución comunicándole que había sido aceptado. Cambió todos sus planes y en vez de mudarse a la cálida Santa Bárbara, en California, se fue a un estado donde en invierno la temperatura llega a menos 25 grados. “En ningún momento se me cruzó por la cabeza aceptar otra universidad porque hay mejor clima”.
Cuando Pilar Manzi (28) supo que había conseguido una beca completa para hacer un doctorado en Ciencia Política en la Universidad de Northwestern sintió emoción pero sobre todo alivio. Al fin veía los frutos de su enorme esfuerzo: las aplicaciones, tener las mejores notas, llegar a buenos puntajes en los exámenes internacionales, el trabajo como asistente de investigación. Es que para llegar a la meta hay que venderse bien, según dice.
“Cuando me decidí a aplicar al doctorado me puse las pilas en mejorar mi currículum de todas las maneras posibles y fueron años cansadores”, cuenta la egresada de la Universidad Católica. Aplicó a nueve y la aceptaron en cuatro: “Con las del Top 5 no tuve suerte”, dice quien cursa cuarto año del doctorado en una universidad que ocupa el número 30 entre las mejores del mundo, según el ranking QS.
El proceso de Emanuel Schertz (26) para llegar a Harvard fue bastante atípico y extenso. Un intercambio a Manchester cambió la cabeza de quien se recibió de licenciado en Economía en la Universidad ORT: descubrió que quería vivir en el exterior. Al volver trabajó un año como asistente de investigación en la facultad, le encantó el rol y aplicó para ejercer la misma función pero en Harvard. Así llegó al instituto de investigación Opportunity Insights donde trabajó dos años y se preparó para aplicar al doctorado en diciembre de 2020.
Se presentó a un sinfín de escuelas y el verano 2021 lo encontró padeciendo esa espera cansina. “Hasta que no entrás vivís un estrés espantoso”, asegura quien ligó tan bien que Harvard pasó de ser su oficina a su lugar de estudio en pocos días.
"Cuando te rechazan es un sentimiento horrible porque tenés todo planeado y se te cae el mundo"
La trayectoria escolar y liceal de Pedro Sales (22) en el colegio Seminario estuvo signada por su participación en competencias de robótica y olimpíadas nacionales e internacionales de ciencia y física. Su vasto currículum le permitió conseguir una beca para formarse en el MIT, rankeada como la mejor universidad del mundo. Allí cursa el último año de una doble carrera: Ingeniería Eléctrica y Computación, y Física.
La academia destina recursos para fomentar programas de investigación incluso entre los estudiantes de grado y eso llevó a Pedro a descubrir su gusto por esta área. “La investigación es lo que más me apasiona, por eso estoy considerando hacer un doctorado”, cuenta. Estar en el MIT le permite cruzarse con profesores que son número uno en lo suyo: “Probablemente no lo consigas en ningún otro lado”.
Juan Pedro Gambetta quería irse a estudiar afuera desde que cursaba la UTU de Administración de Empresas en Salto, pero sabía que no era simple. Postergó su plan inicial, alargó el camino y cosechó éxitos. Apostó a conseguir una beca en laUniversidad de Montevideo para estudiar economía por ser la que tenía mayores conexiones con el exterior. Hizo un sinfín de trabajos de investigación y se acercó a los profesores para aprender.
Su presente lo encuentra en la Universidad de Yale como investigador junior en un pre-doctorado. Las cartas de recomendación que recolectó en el Norte fueron tan buenas que el 15 de abril le tocará elegir si quiere hacer su doctorado en Stanford, Harvard o el MIT: todas en el top 5.
“Ya gané, esto es muchísimo mejor de lo que jamás hubiese esperado. Es una locura”, cuenta emocionado.
BachilleratoLiceo N°1 de Rocha
La noche del martes 14 de diciembre de 2021 quedará marcada a fuego en la memoria de Antonia Casariego. Le habían avisado que ese día a las 21:00 le llegaría el anhelado anuncio de la Universidad de Columbia. La joven de 18 años sabía que si recibía un video era porque la habían aceptado para estudiar astrofísica allá, en cambio, si la rechazaban le mandarían una carta. Echó a su familia de la casa donde viven todos juntos, en La Paloma, se encerró en el cuarto a las 20:30, apagó todas las luces y esperó la media hora más larga de su vida en absoluto silencio y a oscuras. “Los eché porque pensé que me iban a rechazar”, cuenta Antonia. A las nueve en punto tomó el celular, abrió el correo electrónico y la pantalla quedó en negro. Atinó a pensar que no le cargaba el PDF con la carta, pero no, su pálpito era erróneo: lo que no cargaba era el video con la mejor noticia que recibió en muchos años.
Corrió hasta el living para compartirlo con sus padres y sus hermanos, que no respetaron su pedido y se quedaron a confirmar lo que predecían. Todavía faltaba saber si le habían dado la totalidad de la beca porque, sin ella, era imposible estudiar en Columbia. “Todavía no lo puedo creer”, dice con el mismo asombro que al darle play al video. Esa noche llamó a la asesora que la había acompañado en el proceso de Opportunity Founds, el programa de fondos de la Embajada de EE.UU., y a Emilio, su profesor de física y astronomía de cuarto de liceo. Gracias a él descubrió su vocación en aquel Club de Astronomía que se reunía cada miércoles y jueves después de clase para prepararse para las Olimpíadas Nacionales de esa asignatura. Ese club dio sus frutos: Antonia ganó medalla de bronce en esa ocasión y también cuando compitió a nivel latinoamericano. “Si no hubiera tenido ese profesor no hubiera participado de las Olimpíadas y no hubiera aplicado. Me moldeó”.
Por estos días disfruta de unas merecidas vacaciones en La Paloma, entre la playa y su familia, lo que más extrañará de sus pagos. En agosto viajará a Nueva York llena de ilusiones. “Paso mirando videos en la página de la universidad. Todavía no lo dimensiono”, dice feliz.
Las cosas que veo
La primera vez que Emanuel entró al departamento de Economía de Harvard se pellizcó para corroborar que no estaba soñando: “Reconocí a a todos los profesores y eran todos autores que había estudiado durante la carrera”, cuenta anonadado. No daba crédito. “Tener en clase a un tipo que te presenta un modelo y es el suyo te shockea mucho”.
El shock es algo cotidiano. A diario se cruza con Eric Maskin, Nobel de Economía, en el gimnasio. Y meses atrás estaba estudiando en el patio con unos compañeros y un señor les pidió si podían retirarse que iba a dictar una clase allí. Horas después, se enteró que ese hombre había sido asesor del ex presidente Obama.
A Pedro lo tiene impactado que muchos de sus docentes en el MIT inventaron el área que hoy enseñan. “Estoy tomando un curso de información cuántica y uno de los profesores que dicta la materia escribió el libro. Le podés hacer preguntas y las respuestas que te da son mucho más profundas que las que te puede dar alguien que solo estudió el área”, dice.
Milagros, por su parte, es consciente de que está al lado de gente que ganó premios internacionales y que logró cosas increíbles a temprana edad. En su clase hay un afgano que se graduó del liceo a los 15 años. Y como ese caso hay muchos más. Pero, en contrapartida, le choca la competitividad que se vive a diario.
“Hay gente que la pasa muy mal porque el ambiente es fuerte. Algunos amigos míos se tomaron un año sabático por salud mental. Van a volver pero eso a veces te da qué pensar y te hace cuestionar”.
Uruguayez
El mate es un sello distintivo de los rioplatenses por el mundo. Y es para muchos de los que emigraron una forma de sentirse más cerca de casa. En el Norte no es común llegar con termo y mate a clase así que los primeros días te miran raro y no entienden qué es.
Los compañeros de Pilar en Northwestern confundían esta infusión típica con una pipa gigante de marihuana. Pero fue gracias al mate que se hizo su primera amiga en la universidad: una argentina se le acercó durante un curso pensando que eran compatriotas y terminaron compartiendo unos amargos e infinitas charlas.
Valentina González-Rostani (29) trató de evangelizar a sus compañeros de la Universidad de Pittsburgh sin buenos resultados: no le gustó a ninguno. Con su tutor de tesis del doctorado en Ciencia Política fue a más y le regaló un mate: el hombre le dijo que sabe a “agua quemada” y lo dejó de adorno en su oficina.
Milagros no toma mate pero se encargó de que todos sus amigos de Harvard supieran decir ‘hola, boludo’ y de promocionar el dulce de leche. “A la mayoría no le gusta porque dicen que es muy dulce. Convido una vez y si no lo quieren se lo pierden”, dice incrédula.
Conseguir una beca para estudiar en el exterior fue más estresante de lo habitual para Valentina González-Rostani (29). Necesitaba encontrar una universidad donde la aceptaran junto a su pareja Guillermo. Él es licenciado en Economía, ella contadora -ambos graduados en la Universidad de la República-, viven juntos hace tiempo y no estaban dispuestos a separarse. El proyecto sería de pareja o no sería. Aplicaron a más universidades de lo común porque al desafío de acceder a la beca se sumaba el coincidir. Si no lo lograban, buscarían “una opción de transición porque era un proyecto de a dos”, dice ella. El verano de 2019 los agotó: le daban el ok a ella para una y a él de otra hasta que se alinearon los astros y lograron ser aceptados los dos en Houston y Pittsburgh. Tomaron la segunda opción y fue “un alivio enorme”, cuenta ella. La pareja viajó en julio de 2019 con su gatita y se instalaron en Pittsburgh. Al reto académico se añadía la adaptación social y estar lejos de la familia y los afectos. “Extrañás, pero estar con mi pareja ha hecho que todo sea más fácil”, dijo Valentina, ex alumna de la Udelar con maestría en la Universidad Católica.
La recompensa
No tener idea dónde ir a comprar el artículo que necesitás o qué marcas elegir en el supermercado, que los chistes no te salgan en inglés o pasar el día entero pensando en otro idioma son cosas cotidianas que agotan y por eso los primeros meses lejos son tan difíciles.
Adaptarse lleva tiempo y Pilar Manzi sufrió la intensidad académica del arranque. No sabía cuánto se tenía que preparar para las clases y pasaba el día entero leyendo. Incluso el fin de semana. La mudanza de su novio la hizo cambiar el chip: “Me ayudó mucho a darme cuenta de las prioridades y que no todo es estudio”.
Lo que más entristece a Valentina González-Rostani y su pareja Guillermo es perderse el día a día con sus sobrinos. Cuando viajaron ya tenían a Mauricio pero Inés y Agustina nacieron mientras estaban allá y el teléfono es un gran adelanto pero no suple el contacto físico. Ambos sueñan con armar un gran portfolio y conseguir trabajo en Uruguay. “Nos encanta acá pero no es nuestro lugar”.
La distancia ha hecho que Juan Pedro Gambetta se hiciera mucho más futbolero. Desde que llegó a EE.UU. no se pierde un partido de Peñarol y le explica a los extranjeros todo sobre la Selección. “Están bien entrenados, los aburro hasta que se memorizan los nombres”, dice. Extraña la playa y hace tres años que no ve el sol, pero no cambia por nada sus días en Yale.
El inglés hizo tambalear a Emanuel Schertz en sus primeros meses en Harvardpero de a poco se soltó. Anhelaba comer asado pero “andá a conseguir carne”. A la soledad diaria se suma el enorme esfuerzo académico que demanda. Tiene dos o tres horas de clase por día y otras ocho dedicadas a hacer deberes. Los fines de semana descansa poco y nada para poder seguir el ritmo y la exigencia de los cursos. Sacrifica al máximo su tiempo ocioso: no sabe lo que es tirarse en el sillón a ver televisión. Así es la vida en las universidades más prestigiosas del mundo. Pero le fascina la investigación. Y no se queja. “Disfruto de sentarme a resolver un problema. Vengo a estudiar y la paso bien. Todo me parece interesante. Me están pagando por hacer lo que me gusta”. Y eso no tiene precio.