Arte contemporáneo
El artista labró su propio camino y pasó de regresar a casa de sus padres con 27 años a convertirse en el artista vivo más caro.
Un Popeye esculpido en acero inoxidable y vidrio pulido alza la mano izquierda dejando entrever su músculo. Con la mano derecha aprieta una lata de espinacas. Lo cubren un buzo violeta, pantalón azul, zapatos naranjas, sombrero blanco, una pipa y otros accesorios dorados. Colores translúcidos que brillan y cuya intensidad no pasa desapercibida entre otras esculturas que, en apariencia, nada tienen que ver con Popeye. Porque son medievales. Es 2012 en Liebieghaus, una villa alemana con un museo de esculturas históricas en la que Jeff Koons intervino con su propia obra: polémica, contemporánea, reflexiva. Popeye, dice Koons con una voz susurrante para un documental de BBC, tiene mucho que ver con las esculturas medievales vecinas: “Causa la sensación de trascendencia que se siente aquí. En Popeye trasciende su energía masculina. Él come esa espinaca y adquiere esa fuerza, y creo que ese es el arte. La espinaca es arte. El arte puede ampliar tus parámetros, cambiar tu vida. Puede dar esta inmensidad a la vida”.
La obra es en apariencia ridícula o, en comparación con lo demás que se ve en la habitación, intrascendente. Pero le sirve a Koons para hablar de la perfección humana, de la espinaca como metáfora de la aceptación de uno mismo. Para los especialistas, los que lo aceptan y aprecian su obra, Koons trasciende porque ha logrado inventar un lenguaje: Popeye, perros globo, gatos, cerdos, bailarinas, elefantes. Insignificantes o perecederas en la verborragia de la cultura visual actual, pero fundamentales en el diálogo del arte contemporáneo a partir de Koons, o antes, de sus influencias como Duchamp o Warhol.
A Koons lo que le interesa es lograr una “intelectualidad interesante”. Es lo que, ha dicho a El Mundo, lo gratifica. “La búsqueda que me interesa es la que avanza hacia la profundidad de las cosas. En estos 40 años de estudio y trabajo he ido construyendo alrededor de mi obra una suerte de conocimiento intuitivo, capa tras capa, como si de una cebolla se tratara. Y en ese camino intento comprender algunos parámetros esenciales de este oficio. Asuntos que tienen que ver con las preguntas sobre cómo funciona el arte y cómo podemos implicar en él al espectador...”.
La importancia de la mente creadora es tal para Koons, que no le teme a las críticas por tener en su taller a 100 personas haciendo el trabajo manual bajo sus órdenes.
A la trascendencia reflexiva, se le puede a su vez contraponer lo mundano: lo que hace el artista estadounidense de 64 años tiene también que ver con sus recuerdos. Desde las cajas de cereales que lo hacían feliz en su infancia, los dibujos animados que él, su generación y unas cuantas siguientes miraron. Hay, en la obra de Koons, identificación suya, pero el espectador también puede encontrar algo de anclaje a su propia memoria. “Los recuerdos de cosas afectan tu sentimiento”, dice en el documental de BBC. Lo extraordinario en la obra de Koons, dicen los que lo defienden, está en lo cotidiano, en la identificación de la cultura pop en los objetos cotidianos.
Así, el artista montó obra con aspiradoras de los años 60 o usó esponjas, teléfonos, pelotas en otros casos. Son bastante populares sus imitaciones a los globos con formas (primera foto del recuadro), que pertenecen a la colección Inflatables, que hizo a fines de los 70. También ha sido aclamado y criticado a la vez por la sexualidad que impera en unos cuantos trabajos. Las demandas por plagio no son una novedad, así como tampoco es nuevo que hoy, su obra, sea la más valiosa en el mundo del arte.
Jeff Koons es el artista vivo más caro del mundo. El récord lo batió primero en 2013, cuando su Balloon Dog (orange) se vendió por 58,4 millones de dólares. Y lo recuperó en mayo por uno de sus tres Rabbits (foto principal), vendido en 91 millones. Seis meses antes le había ganado David Hockney por Portrait of an Artist (Pool with Two Figures) a 90 millones. El camino no ha sido sencillo: las primeras obras vendidas por galeristas no superaron los 1000 dólares y tuvieron dificultades para conquistar al mercado, pero Koons, el de la voz suave y el arte estrafalario, desenvolvió herramientas que lo llevaron a donde está hoy.
La tienda de decoraciones
La cuna artística de Jeff Koons fue la tienda de decoración de interiores de su padre. Detrás de las ventanas de marcos blancos, entre sofás a tono con los colores de temporada, lámparas, cuadros y visitantes de la ciudad que querían llevar estilo a su casa, estaban los dibujos que el niño Jeff hacía en sus clases de arte, o en casa, y que allí se vendían. Con su padre, Henry, también aprendió a combinar colores para causar emociones.
Su otra cuna fue la calle de su casa en York, Pennsylvania, que con ocho años recorría para vender papel de regalos y bombones, y las puertas que se abrían y que al pequeño Jeff despertaban intriga. Lo mundano del aroma a comida casera, o el imaginarse cómo decoraban sus casas lo atrapaban. Su otra mentora fue Gloria, su madre, o al menos fue quien lo incentivó a llamar al hotel en el que se hospedaba Salvador Dalí para conocer al genio en los años 70. Gloria también lo inspiró para una de sus colecciones más conocidas, la Gazing Ball, esculturas y pinturas clásicas u objetos cotidianos que tienen en común la presencia de bolas de cristal como las que se usaban para decorar jardines en su York natal.
Que su obra siempre tienda al reflejo es uno de sus aportes a la historia del arte. Así lo cree el Nobel en Medicina y consumidor de arte Eric Kendel. “¿Qué hizo Jeff Koons?”, le plantea a BBC, y continúa: “Él crea un espejo, entonces cuando miras la obra de arte te ves a ti mismo en ella. Y es la primera vez que hace un intento sistemático por incorporar al espectador. En realidad te visualizas a ti mismo”.
La obra de Koons no se mide solo por su valor en el mercado. Las instituciones, eternas legitimadoras del arte, son parte del curriculum de un creador que ha tenido su retrospectiva en museos como el Pompidou de París, en el Guggenheim Museum de Bilbao o en el Whitney Museum of American Art, en Nueva York. Y la lista sigue. Si se quiere, se puede sumar el encanto de la bailarina gigante y sentada entre edificios de Nueva York (hubo una versión más pequeña en la explanada del Malba de Buenos Aires). Una vez más, su réplica de imágenes ya existentes le valió una demanda. Para muchos será un problema, incluso para Koons. Pero a la larga no son más que gajes de su obra que le sirven para otra de sus cualidades como artista: que la prensa hable, que su arte resuene en todo el mundo (hasta fue parte de una iniciativa artística de la aplicación Snapchat) y que el valor crezca.
Vivir del arte fue, para Koons, un objetivo a perseguir. Al menos lo fue cuando sobrevivía atendiendo un mostrador del MoMA o cuando debió volver a casa de sus padres porque su obra casi no se vendía. Vivir del arte fue, para Koons, un motivo suficiente para meterse como corredor de bolsa de Wall Street y vender de día y crear de noche. Wall Street le dio, a la larga, las herramientas para ser hoy el artista que es. El especulador del arte que en los 90 -entre la historia de amor fallida con la actriz y política italiana Ilona Staller y la obra erótica que también causó revuelo-, pasó a consagrarse para permanecer hasta hoy como un revolucionario.
Tres obras que hablan de su recorrido artístico
En Nueva York, el taller de Jeff Koons con más de 100 empleados no para. Dicen los que conocieron el recinto artístico, que trabaja desde un ordenador e indica detalladamente a los que lo rodean. Desde allí, las manos de jóvenes que aprovechan la oportunidad de trabajar con el artista del momento tallan, pintan, dibujan. Y desde allí han surgido obras hoy emblemáticas de su carrera.
En esta foto aparece parte de la obra que vio Mary Boone, marchante de arte, y por la que le dio oportunidad de mostrar en su galería. Inflatables era una serie de flores en apariencia inflables pegadas a espejos, que permitían un juego reflexivo y un aire inocente, como de juego de niño.
El perro de globo siguiente es parte de su colección Celebration. Este, en amarillo, es uno de las cinco versiones que existen del perro: rojo, azul, naranja, magenta.
El ramo de tulipanes de la última foto es uno de sus trabajos recientes. Lo hizo en homenaje a las víctimas de los atentados en París, se lo regaló a la ciudad, y, no exento de polémica, se inauguró hace unas semanas cerca de los Campos Elíseos.