DE PORTADA
Dedicaron su vida al teatro, la música, la pintura y la medicina. Pero también tuvieron una familia y sus hijos crecieron ante sus referencias.
Mundos sin horarios. Charlas interminables o anécdotas tan domésticas pero tan marcantes que no se borran de la vida de los hijos. Enseñanzas que son casi una moraleja a repetir. En esta nota del Día del Padre, cinco hijos hablan de los suyos, aquellos con los que crecieron, pero que ademas fueron o son referentes para el país.
Inmersos entre libros de medicina, pinceles, sonidos y teatro, Ignacio Iturria, Günther Drexler, Héctor Tosar, Henry Cohen y César Campodónico marcaron las vidas de sus hijos, con frases, con hechos, o simplemente, con sus maneras de ser. Son figuras ilustres de Uruguay. Con expresiones de cariño, admiración y risa, Ignacio, Daniel, Sylvia, Lucía y Juan hablan con Revista Domingo sobre artistas y hombres de ciencia que entregaron su vida al trabajo, pero que a su vez impulsaron a los suyos para salir adelante.
Ignacio Iturria entre lienzo y fútbol
Por las noches Ignacio Iturria (de ahora en más Nacho) miraba hacia el estudio de su padre, Ignacio, y si veía la “lucecita” prendida sabía que todo estaba bien, tranquilo, como debía. La luz era algo así como sinónimo de Ignacio pintando o tirando pinceladas a un lienzo en blanco hasta encontrarle forma, idea, pensamiento, filosofía plástica.
Aquella habitación que en todas las otras casas de la cooperativa de viviendas donde vivían era garaje, en lo de los Iturria era taller, paredes y piso donde las manchas y los olores eran de pintura y no de combustible.
“Artista”, responde Nacho cuando la consigna es describir a su padre, a su viejo, a su amigo. Primero lo conoció como hijo y con ojos de niño se daba cuenta de que el suyo era distinto a los padres de sus amigos. “Luego pude pasar a conocerlo y comprenderlo como persona y como artista”.
Iturria no era y no es como los otros padres. Estaba siempre en el fondo de la casa, en ese universo artístico personal que no estaba abierto para todo el mundo. “No era un tipo que te viniera a dar consejos, ni nada. Pero una vez nos dejó claro que para nosotros el estudio está siempre abierto. ‘Vienen, me consultan y estoy acá para charlar’”. “Ustedes” eran Nacho y sus hermanos. Y terminaron transitando por el estudio, pero construyendo su propio mundo artístico: Nacho es músico, Sebastián es actor, Antonia, fotógrafa (autora de la foto de tapa) y Catalina, diseñadora.
“A mí una vez que eso me quedó claro, me sirvió para hacerme muy amigo de él. Siempre me queda esa idea de que él estaba por más que yo no lo viera. Pero si quería iba a su estudio y lo miraba pintar. Traté de pintar con él, hice un par de experimentos, a los 12 años por ahí”.
A los 12 años, o por ahí, Nacho recuerda que empezó a conocer a su padre de otra manera. Lo veía pintar, pero también entendía la esencia o el efecto que tenía ese retiro constante al que se sometía, así fuera dentro de su casa o en un retiro con otros artistas.
“Después, a la edad de la duda de la universidad o qué hacer, pensaba respecto a qué camino seguir y en ese momento me brotó la idea de que mi viejo nunca me había dicho nada. Le fui a tocar la puerta del fondo. Ahí empezamos a conversar y me di cuenta de muchísimas cosas: de la personalidad de mi viejo, de la claridad de los mensajes, de la concentración que tiene para meterse en su mundo y trabajar. Pero a su vez esa concentración a él le hace también tener unos conceptos de filosofía que incluso en la universidad leía a otros y pensaba que yo a esto ya lo había escuchado de mi padre”.
Si a Nacho se le pregunta qué consejo le dio su padre, dice que el de la vocación. Uno sobre encontrar un clavito correcto y “darle duro y parejo”. “Tiene que ver obviamente con la constancia y la disciplina de agarrar algo y poder hacerlo con los ojos cerrados y de muchas maneras. Pero también porque mi padre solo pinta, más no sabe. Él jugaba al fútbol de chico, pero ahora solo pinta. También podría hacer otras cosas, pero creo que se refiere a no distraerse”.
A Nacho le enorgullece la escuela de arte Casablanca, donde cada uno enseña su disciplina y la fundación, donde la cabeza es su madre, Claudia Piñón. “Es un emprendimiento raro y lindo en el que estamos encausados por mi viejo”, resume el orgulloso hijo.
Pero el lugar donde Nacho dice percibir a su padre al cien por ciento es en los retiros artísticos a los que lo acompaña. “Ahí en Rosario (Colonia) el mundo no tiene horarios, no hay que cenar a las 10 de la noche y desayunar a las 10 de la mañana. Yo ahí lo veo desarrollado en su naturalidad y no en su rol de padre”. Y está el fútbol.
“Yo soy hincha de Nacional. Mi padre es hincha del fútbol. Mira todo. Él vive, piensa, respira para la pintura. Pero las charlas con él si no son de eso, son de fútbol”. De los goles del Iturria jugador, Nacho conoce cada detalle. Sabe también que a su padre le encantaría volver a jugar como cuando chico. Como espectador de canchas, Iturria también es un analista, es fanático de Luis Suárez. No es pasional irracional, pero cuando hay goles grita y abraza a su hijo.
Günther Drexler y los sueños
En la casa de los Drexler nunca faltó el cariño. Y en el hogar paterno, hoy, no falta cariño. Allí donde reside Günther Drexler, médico otorrinolaringólogo retirado y devenido en escritor (ver recuadro), siempre imperó la importancia de una relación fuerte entre padre, madre (Lucero Prada) y los hijos (Jorge, Paula, Daniel y Diego). “Aún después de la separación de mis padres, la intención y la búsqueda siempre fue por mantener un vínculo amoroso con nosotros, cuidarnos y respetar nuestras decisiones”, dice Daniel Drexler.
Ese amor, dice Daniel que la resiliencia que ha caracterizado a Günther a lo largo de su vida, fue lo que le permitió entender que el sueño paterno de crear una clínica con todos sus hijos no se iba a concretar como tal. Que los sueños de sus hijos iban por otro lado, que sí querían a la medicina, pero que había otras cosas en el camino. Otras vocaciones. La música, la odontología, la arquitectura.
Y piensa Daniel que “cuando uno tiene una postura más rígida de parte de los padres se rebela contra ellos durante la adolescencia, pero nosotros llegamos a la adolescencia a los 30 años. Los cuatro terminamos de definir nuestros rumbos después de los 30, porque del otro lado no había un dique rígido, sino alguien que tenía una postura clara, pero de actitud resiliente, que sabía leer la realidad”.
Günther, que vino de Alemania junto a su familia, escapando de la guerra y del nazismo, que estudió medicina y que hizo de Uruguay su hogar junto a una mujer criolla, del campo y médica, también encontró otra vocación tardíamente. “Nosotros nos pusimos ahí en bloque, nos opusimos de manera rígida”, bromea Daniel. “Le dijimos que dejara de trabajar en la clínica”.
Antes de dedicarse a la escritura pura, al relato y al rescate de las memorias de su familia, Günther ya destilaba esa parte creativa. Escribía en publicaciones científicas y cuentos.
Dejar la ciencia para investigar y contar la historia familiar
“En este momento tenemos una prima viviendo en Holanda, otra en Barcelona, otra en Madrid. Otra en Venezuela haciendo esfuerzo por mantenerse ahí como docente de ciencias físicas. Otra parte de la familia está en Colombia, en Israel. Pero siempre somos muy unidos y siempre una familia muy sincrética. Donde se ha aceptado y cultivado la diversidad religiosa, cultural, sexual, lo que sea. Es un tesoro. Eso, que lo que parecen ser barreras insalvables se pueden salvar, también me lo ha enseñado mi padre. Y resaltar el amor y el cariño de forma potente”. Daniel, hoy padre, sigue esas normas que admira.
Los Drexler vienen de una historia de mucho movimiento. Dramática sí, pero con la belleza de unos vínculos fuertes a pesar de distancia y diferencias. Esa historia familiar desde la emigración de la Alemania nazi era tema constante en el hogar donde crecieron Daniel y sus hermanos. Ahora se puede leer en los libros que su padre Günther escribió una vez que descubrió que la de escritor, después de la medicina, era la vocación tardía a la que quería dedicarse. En Como El Uruguay No Hay (no Hay Como Llegar), publicado en 2015 y reeditado en 2019, Günther se apoya en recuerdos de su infancia y en relatos de sus mayores. Así, describe cómo fueron los momentos y los esfuerzos que vivió la familia para escapar de Alemania en el siglo XX, a nada de que comenzara la Segunda Guerra Mundial. Los que no lograron escapar fueron asesinados en el Holocausto. Además de escapar, había que llegar y rearmar la vida a como diera lugar en destinos desconocidos e inciertos. Tras intentos fallidos de radicarse en Uruguay, la familia de Günther pasó primero por Bolivia, llegando definitivamente al país el 25 de agosto de 1945.
“Papá siempre tuvo cosas raras. Era un tipo que a sus 30 años filmaba en cámaras Super 8 y editaba en casa, cortando y pegando películas de nuestra infancia a mano. Tuvo una computadora cuando no servían para nada, una Sinclair en los años 80 y después una Commodor. Nosotros, con nuestros aires de poetas e intelectuales nos reíamos de él. Después tuvimos que reconocer que era un adelantado. Yo en 1998 grabé mi primer disco por computadora, cuando no era algo común”.
Daniel toda su vida sintió una admiración desmedida por sus padres. “Mi viejo, cuando lo agarró la dictadura, tomó la decisión de ir a estudiar afuera y aprovechó el idioma de cuna, el alemán, y se fue a Austria y Alemania y volvió con unas técnicas muy avanzadas. Entonces labró una carrera bastante interesante y a nosotros de chiquitos nos recontra marcó a fuego. Yo creo que cuando terminé el liceo ni pensé y cuando quise ver estaba dentro de la Facultad de Medicina”.
Conciliar la música y la ciencia también fue posible gracias a sus consejos. Se enfocó en investigar y dilucidar un tratamiento para el tinnitus -el zumbido en el oído- que le dio gran reconocimiento porque un día Günther se le acercó para decirle que él, que le gustaba la medicina, la música, la investigación, podría hacer algo con los pacientes que llegaban al consultorio con ese problema.
Ahora que creció, dice Daniel, lo admira y lo comprende mucho más. También es padre y entiende su sacrificio y resiliencia desde el otro lado del mostrador.
"Él era música": Héctor Tosar
Sylvia Tosar responde la llamada y ante la expresión “padres ilustres”, ríe. Entonces explica que él, Héctor Tosar (1923-2002), su padre, al que idolatró toda su vida, “era música”. Sencillamente eso. Héctor Tosar y el piano, el pentagrama, los do, los re, los mí, las notas sucesivas y todas sus variantes menores, mayores, quintas, séptimas, eran uno.
“Se fundían. Papá estaba adentro de la casa con paraguas y no se daba cuenta. Una vez estuvo unos minutos así y le digo ‘Papá, qué hacés con el paraguas’. A lo que me respondió que se estaba protegiendo de la lluvia. ‘Pero papá, estás adentro’. Estaba tan inmerso en su mundo que pensó que habíamos sacado los muebles para afuera”, dice Sylvia.
Al compositor de emblemas de la música clásica uruguaya como Aves errantes o Te Deum, Sylvia lo recuerda con cariño y risa. En su casa todavía está el piano que Héctor supo tener en su estudio doméstico, continuo al dormitorio del matrimonio. Desde Puerto Rico, donde vivieron porque enseñó y dirigió en el Conservatorio de Música de San Juan, a Montevideo, en las casas que vivieron el sonido era la constante.
“Él se consideró más compositor que pianista o director. Y pasaba en eso y dando clases a sus alumnos. Años después tuvo un estudio en lo de mi abuela, a donde iban muchos de sus alumnos como Eduardo Fernández, Coriún Aharonián, Luis Yure, Viglietti, Ariel Ramírez. En los últimos años estuvo en la calle Rivera. Tenía el sintetizador allí. Se mezclaba un poco con la tecnología. No le tenía miedo”, recuerda Sylvia.
Por fuera de la música Sylvia desliza su descripción por expresiones como “ética y moral ejemplar”, ingenuidad, perfil bajo para finalmente explicar que la concentración en su creación era tan grande como despistado era en la cotidianidad.
Los destaques por el mundo y en Uruguay, como cuando recibió el primer Doctor Honoris Causa que la Universidad de la República concedió a un músico, para él y su familia fueron tomados con la naturalidad. “Era su vida, era a lo que él se había consagrado, era normal que lo reconocieran”. Héctor compuso su primera obra para orquesta a los 16 años.
Lo natural para Sylvia y su hermano era ese mundo. Si piensa en su infancia todavía se ve a ella y a él sentaditos en las butacas de alguna sala, viendo al pianista o al director que escuchaban a diario. Las funciones terminaban y se levantaban para ir detrás del escenario a recibir las felicitaciones junto a él.
Con su padre no eran necesarias las palabras. Bastaba con el sonido. “Él estaba consagrado a eso. A tal punto que salió de una cirugía cardíaca y lo primero que manifestó cuando se despertó de la anestesia fue: ‘Sylvita, acabo de componer una obra’. No se había percatado de lo que había pasado”.
Henry Cohen, un héroe compartido
Hay momentos tan corrientes que podrían desaparecer en el olvido, perder lugar en el archivo de la memoria ante acontecimientos emblemáticos para la vida de cada uno. Pero hay momentos así, mundanos, que por alguna razón permanecen latentes, como uno de los diálogos que Lucía Cohen guarda de la vida con su padre Henry. Él, médico uruguayo que en 2019 se convirtió en el mejor gastroenterólogo del mundo al recibir el Masters of the WGO de la Organización Mundial de Gastroenterología (WGO), ya ni se acordaba y su único comentario cuando su hijo lo trajo a cuento fue “qué malo fui”.
Lucía iba al Liceo Francés, el mismo al que con esfuerzo de sus abuelos había asistido su padre y tíos, y el carné de notas llegó con una advertencia sobre que debía charlar menos. Lo que vino de su casa fueron pocas palabras, de esas que probablemente cualquier padre o cualquier madre hubiese dicho en una circunstancia así: “Si tenés dificultades en alguna materia, hacemos un esfuerzo. Y si necesitás un profesor particular, veremos para que lo tengas. Pero problemas de conducta no”, le dijo Henry.
Para Lucía fue un clic, le cambió la percepción de lo que era y lo que tenía que ser. “Realmente ese tipo de comentarios o lecciones a mí me llevaron a concebir que si tengo oportunidades, tengo que sacar el máximo de ellas. Pero también porque siempre vi el esfuerzo de mi padre”.
Y Henry, dice Lucía, supo aprovechar las oportunidades. Para los padres de él era sumamente importante que sus hijos se transformaran en la primera generación de universitarios de la familia. Les decían que eligieran lo que les gustara para sus vidas, pero que fueran incansables. La medicina era algo que a Henry le gustaba, o eso creía, pero se terminó transformando en una certeza que hoy defiende desde la ciencia y desde lo humano. En 2011 fue el primer uruguayo en asumir como presidente de la WGO. Henry Cohen es, sencillamente, uno de los mejores gastroenterólogos del mundo.
La misma libertad que sus padres tuvieron con él para que eligiera la profesión, el tuvo con sus hijos. Y entre las enseñanzas que más marcaron a Lucía está la vez que le dijo que estudiara lo que quisiera, pero que hiciera el bien.
“Creo que para todo el mundo el padre de uno es su héroe. Pero me pasaba de ir por la calle con mi papá y que viniera gente y me abrazara a mí, a él y me dijera: ‘Tu padre me salvó la vida’. O me curó o le salvó la vida a mi padre o a mi madre o a mi familiar o a mi amigo. Entonces en un momento me di cuenta de que no era normal de que, además de mi héroe, fuera el de otra gente”.
Viajando por la profesión y por las circunstancias históricas. Trabajando incansablemente por sus pacientes, por la ciencia, pero, dice Lucía, a Henry nunca le faltó tiempo para ella y su hermano Pablo. “Lo que más admiro es su generosidad, la ética y la responsabilidad que tiene. El hecho de que lo vi hacer el bien por los demás. Y es supersensible. Incondicional para toda la familia”.
César Campodónico: Un mundo mágico
“Chino no llenaba el tiempo con palabras, decía frases concretas, sintéticas y con sentido”, dice Juan Campodónico sobre su padre César (1929-2005). Chino, el del teatro, el que cofundó una entidad cultural como El Galpón, cuya sala mayor lleva su nombre, “era una persona que por más que estuviera seria, siempre sonreía con sus ojos. También era geógrafo; andar con él era como ir a todos lados con un atlas. Tenía una visión muy humanista de la geografía. Recuerdo que decía que la gente es muy parecida a la tierra que habita. Era un escritor de cartas incansable, tenía personas apreciadas y vínculos por todos lados. Era el hijo menor de cinco hermanos, todos profesores. Tuvo cuatro hijos, Gabriela, Flavio, Matilde y yo, dos matrimonios, Marta y Stella, dos profesiones, la geografía y el teatro. Le encantaba el fútbol. Estudió en Uruguay, Francia e Italia. Llevó su teatro a 30 países. Vivió solo 75 años”.
Juan responde preguntas sobre su padre por correo. La consigna de la nota es conocer a figuras ilustres de la ciencia y las artes uruguayas a través de la mirada de uno de sus hijos. Juan dice que cuando era niño miraba a su padre y lo veía enorme. Habla del metro ochenta y uno, de la espalda grande, del nadador de joven. Del gentelman, de los trajes y el sobretodo. De los buenos modales. Juan siempre estuvo atento a los cuentos de su padre. “Cuando niño me encantaba escuchar los cuentos que nos hacía de su juventud, de las aventuras a caballo en la chacra de sus tíos en Pando. O de cuando de adolescente se fue con unos amigos caminando por la costa desde Montevideo hasta Punta del Este, acampando en la playa, cruzando los arroyos a nado. Cuando era chico mi padre vivía en la rambla de Malvín e iban con amigos en canoa a la isla que está enfrente. El detalle que me encantaba era que su madre los llamaba agitando una sábana por la ventana para que volvieran a almorzar cuando la comida estaba pronta. También me gustaba el cuento de que su vida cambió cuando pudo tener edad para sacar el abono del tranvía y de esa manera ir desde Malvín hasta el Centro”.
El César Campodónico de la vida doméstica que recuerda Juan estaba siempre leyendo algún texto en el sillón. De César Juan también recuerda el mate, las notas, en el comedor o en el living. “En el medio del ruido de la casa. Siempre estudiando algún tema y aportando reflexiones y saberes que iba dejando al pasar. Con Stella (mi mamá), creaban un hogar en el que muchas veces se hablaba con frases de las obras de teatro que hacían. La palabra y la actuación eran un juego”.
Para una pareja, la de César y Stella, que sufrió la persecución y el exilio en dictadura, la vida de sus hijos, Juan y Matilde, fue un universo paralelo. “Seguro que no fueron años fáciles para ellos, deben haber sido tiempos de gran incertidumbre, de mucho miedo. Para nosotros que éramos chicos, siempre nuestro hogar fue un lugar de belleza y tranquilidad”.
El César Campodónico de fuera de casa que recuerda Juan estaba en el teatro. En la vida en México, en la vida en El Galpón. “La idea de teatro para mí viene junto al recuerdo de la voz de mi padre sonando desde la penumbra de la platea, dando indicaciones a los actores o comentando algo. La oscuridad y la luz de escena con el haz muy marcado. Siempre me gustó su voz, su tono tranquilo para dirigir las obras”.
Juan no tomó dimensión de lo que fue la vida de su padre hasta que pusieron su nombre en la sala principal de El Galpón. Sala César Campodónico. Pero entonces sí, lo vio todo. Lo que antes transcurrió con la naturalidad de quien nace y crece en ese mundo. Se volvió impactante para él.
“La historia de persecución que vivió el teatro fue una injusticia enorme y eso fue parte de uno de los momentos más oscuros del Uruguay. El teatro en la calle 18 de Julio fue robado durante los años de la dictadura y recién devuelto luego del retorno a la democracia en 1985 a sus verdaderos dueños. Me acuerdo de escuchar a mi padre decir ‘en tiempos de oscurantismo, tan solo la búsqueda de la belleza puede ser una forma de rebeldía total’. Eso te pinta al personaje”. Y añade: "Pese a la distancia, al exilio y a sus dos matrimonios con hijos de distintas edades, Chino logró siempre mantener una linda unión y armonía entre sus hijos y las familias con el aporte fundamental de Marta y Stella, las dos madres, pero también de Chiquita (nuestra nana) y las abuelas, una armonía nada típica para la época".