SABORES
"Es solo una cuestión de tiempo", dice un emprendedor de bebidas espirituosas.
¿Nacional o importado? Hasta ahora, siempre que se pueda, importado. El whisky, si es nacional, no goza de prestigio ni popularidad. Uno pensaría que siendo el whisky tan apreciado entre paladares orientales (estamos entre los principales consumidores de esta bebida en el mundo), en algún momento se nos habría ocurrido algo para producir uno que estuviera a la altura de los escoceses o irlandeses. Aunque sea por una cuestión de orgullo nacional.
Después de todo, otros países lo han logrado. En algunos supermercados locales se venden whiskies japoneses y canadienses que han sido muy bien calificados por expertos (no vamos a entrar en esta nota en clasificaciones más sofisticadas como “blended”, “single malt” o “peated”).
Pero un whisky “yorugua” que al menos pueda consumirse localmente con la misma fruición que uno escocés o irlandés nos ha sido esquivo hasta el presente. ¿Por qué ha sido así? Hay más de una razón. La tradición, claro, importa. En Irlanda se viene haciendo whiskey (así es la grafía para la bebida en Irlanda, tal como lo es para la variante que se hace en el sur de Estados Unidos, aunque se trate de dos bebidas diferentes) desde el siglo XII.
En Escocia, el registro más antiguo que se haya hallado sobre el whisky data de 1494, dos años después de la llegada de Colón al continente americano. En esos dos países hay cuantioso conocimiento acumulado, mucho más que el que podamos tener por estos lares.
Luego, hay que tener buena materia prima. El sommelier Alfonso Escardó, con años de experiencia en esto, explica a Domingo que la calidad del agua que se vaya a usar es fundamental, pero no es solo eso. La calidad de los granos (mayoritariamente, cebada) también importa. “Además, la calidad de las levaduras incide. No tienen una influencia determinante, pero contribuyen. Lo mejor son las levaduras naturales, producidas en la zona en la que se va a elaborar el whisky”, explica.
Todo eso —agua, granos y levaduras— ya existe en Uruguay y en niveles de calidad de aceptable para arriba, según Escardó. “Además, tenemos buenas condiciones climáticas que pueden incidir positivamente en la elaboración del whisky, hay zonas con gran amplitud de temperaturas e influencia marítima. Nuestra situación geográfica no es la misma que la de Escocia o Irlanda, pero hay algunas características similares”.
De hecho, agrega el sommelier, ya se elaboró el primer “single malt” uruguayo, en Punta Colorada. “Ya está registrado, y es un producto interesante. No hay grandes cantidades porque la persona lo hizo en su casa. Le falta evolución, pero es una demostración que se puede hacer”.
El que está haciendo ese primer single malt uruguayo se llama Enrique Laurnadie y luego de años de hacer cerveza artesanal, se metió a un nuevo desafío: hacer un single malt (una variante más cara y "cool" del whisky). Lo logró y a un costo de 2.200 pesos por botella se puede saborear el resultado de su labor.
Los fundamentos están, ¿qué falta? Bueno, acá empiezan los desafíos. En primer lugar, hay que disponer de tiempo para añejar al whisky. En Escocia e Irlanda, el mínimo tiempo que se exige, por ley, para añejar un whisky son tres años. No se puede vender como whisky o whiskey algo con menos tiempo de reposo en barricas. En Uruguay no hay legislación equivalente, lo cual da gran libertad para hacer lo que uno quiera, pero también puede salir cualquier cosa, buena o mala.
Sin embargo, Larnaudie señala que sí existe una normativa UNIT respecto de los niveles de calidad con los que hay cumplir, a las que se atuvo. Atenerse a esa normativa probablemente haya contribuido para que su whisky haya recogido elogios entre los entendidos.
Volviendo al tiempo que se necesita: lo que se invirtió en la elaboración de la bebida tiene idealmente que estar quieto tres años antes de poder dar dividendos. No cualquiera puede esperar tanto. Pero también hay un escollo tecnológico a superar.
Hoy, el mejor whisky se hace según procedimientos industriales que requieren de precisión y un alto grado de conocimiento. Nicolás Badel sabe bastante de eso. Badel recibe a Domingo en su destilería en Libertad, San José. Ahí, en una planta que él recuperó pasito a pasito durante 10 años de mucho trabajo y constante aprendizaje, elabora todo tipo de vinagres. Junto a tres colaboradores, dirige un complejo industrial que emplea a 22 personas y continúa —luego de una prolongada interrupción— una tradición familiar que empezó con su abuelo, un refugiado de la ex Yugoslavia, cuando esta era dirigida por el Mariscal Tito. El abuelo se radicó primero en Argentina pero al poco tiempo se mudó a Uruguay, le compró una chacra al expresidente Andrés Martínez Trueba y puso una fábrica de ácido acético. Badel aún conserva enormes tanques de madera de miles de litros que su abuelo usaba cuando trabajaba ahí.
Él, en tanto, arrancó de grande con la elaboración de vinagres, cuando se propuso reactivar esa planta industrial, hace una década. Antes, se había formado como electricista y también había sido bolichero. En un momento le picó el bichito de elaborar alcohol y puso manos a la obra. Aprendía todo lo que podía: preguntando, leyendo y viajando. Llegó hasta Estados Unidos, donde conoció a un panameño que le pasó unos cuantos piques, y estudió dos años en Moonshine University, un centro de formación para profesionales de la destilería.
Cuando puso en funcionamiento la destilería, empezó a meterse de lleno en la elaboración de alcohol neutro, para usarlo en, justamente, la producción de bebidas alcohólicas (dicho alcohol, agrega Badel, puede tener muchos otros usos). Acondicionó uno de los espacios de la fábrica como laboratorio y ahí empezó a diseñar su primera destiladora de alcohol, de cero. Las paredes están llenas de cálculos, medidas, esquemas e instrucciones que él mismo escribió en ellas, y todo como un autodidacta que suplió la escasez de conocimientos inicial con mucha curiosidad y disposición a aprender.
Logró un alcohol neutro de más de 96°, y revisando entre lo que había dejado el abuelo, encontró varias botellas de bebidas espirituosas. Inspirado en eso, elaboró su propio gin, que hoy vende bajo la marca “Libertad”, y que puede comprarse en distintos comercios del país. Además, está a punto de lanzar su propia marca de vodka, que se llamará “Pura” (en la fábrica se pueden hallar múltiples pruebas de distintas etiquetas para adornar la botella de Pura).
¿Tendrá su propia marca de whisky uruguayo? Probablemente, aunque no da una respuesta inequívoca a esa pregunta. Ya ha hecho algunas partidas de dicha bebida, como exploración y prueba del proceso. Y se compró dos barricas, de las que son necesarias. Porque no es cuestión de añejar el whisky en cualquier cosa. Las barricas tienen que cumplir con ciertos requisitos, lo cual eleva el precio de las mismas (las que él compró e importó valen US$ 1.500 cada una). Pero más allá de si lo hace él u otros, Badel no duda que se hará. “Es solo una cuestión de tiempo”, dice sobre la llegada de un whisky nacional como la gente.