Salud
La anosmia crónica es vista como un drama; ¿cuáles son sus complicaciones?
Cada inhalación transporta moléculas hasta la nariz; luego una señal eléctrica va al cerebro. El resultado puede ser placentero o desagradable: un olor. Pero para el 5% de la población mundial puede resultar en nada. ¡Hola! Soy María y soy anósmica. Es decir, no puedo oler. O, como máximo, huelo bosta. No olfateo nada nuevo desde los 10 años -según recuerdo- y lo único que huelo es bosta (o me la imagino).
¿Por qué esta declaración? En los últimos días leí titulares de este tipo: “Vivir sin olfato puede arruinar tu vida sexual, dice un estudio”, “Personas sin el sentido del olfato tienen riesgo de MORIR” (las mayúsculas son reales), “El drama de vivir sin olfato”. Solo vengo a decir que vivo. Sin dramas (o, por lo menos, creo que el olfato no tiene nada que ver con ellos). Y, dentro de todo, con cierta normalidad.
Busco “olor a” en Google para saber si, por lo menos, llego a tener noción de la mitad de los términos más buscados: cubro el olor a tierra mojada, así como también el “olor a pata” y el olor a pescado. Pero no tengo ningún registro en mi memoria para saber cómo es el olor a azufre, el olor a gas y el olor acre. Este último se refiere a una sensación “áspera y picante al gusto y al olfato, como el sabor y el olor del ajo (quizás un poco) y del fósforo (definitivamente no)”.
La verdad es que no puedo decir si un fósforo huele distinto a una vela, encendedor o fogata. El olor a humo, en sí mismo, es algo que no puedo descifrar a menos que lo vea en el ambiente. No obstante, el olor “a quemado” es mi alucinación olfativa más recurrente. Muchas veces me asalta la impresión de que hay algo chamuscándose pero no hay ni una chispa cerca. Hace poco la fantosmia (término correcto para los olores imaginarios) correspondió a un pollo al horno. Escribo esto y me encojo de hombros.
Para mí, un aroma, un perfume, una fragancia, una esencia, un tufo, un vaho o un hedor huelen exactamente a lo mismo. Percibo lo mismo de un ramo de rosas que del envase de Fabuloso -lo elijo por los colores- que de un baño público: absolutamente nada.
El periodista argentino Federico Kukso (en la fotografía) publicó recientemente Odorama: Historia cultural del olor (Taurus), una investigación exhaustiva sobre el sentido más menospreciado de todos. Allí recuerda un estudio realizado en 2014 por la neurobióloga Leslie Vosshall, de la Rockefeller University de Nueva York, que concluyó que los seres humanos pueden detectar “más de un billón de olores”. Escribió: “¿Cuántos aromas conocemos? ¿Cuántos nos falta descubrir? ¿Cuáles de ellos nos catapultan a nuestra infancia o reviven por unos segundos el recuerdo vívido de abuelos, padres y hermanos perdidos?”. Para él es el olor a tuco y afirma: “El olor trasciende la muerte de las personas”.
Leer esa frase me rompió el corazón. No solo porque mi repertorio de olores conocidos es demasiado breve sino porque tengo que esforzarme en recordar uno que me hable de mis abuelos. Podría ser el barniz para madera -mi abuelo era carpintero y yo pasaba las tardes en la carpintería- pero, sinceramente, no huelo algo parecido desde hace casi 30 años.
Mi olfato ejemplifica a la perfección lo que Kukso critica de la Ilustración y los siglos posteriores. La vista se coronó como el órgano para conocer el mundo. El olfato se relegó, primero, al mundo animal; luego, se lo invisibilizó con antitranspirantes, dentífricos, purificadores de aire y desodorantes de ambiente. Hoy es todo visual y táctil; el olfato es el sentido menos valorado de los cinco (y, quizás por eso, la vida de un anósmico pasa desapercibida hasta que lo decimos).
No obstante, el olfato está íntimamente relacionado con la memoria. Kukso, románticamente, dice que “los olores son alfombras mágicas que nos hacen viajar” a otros tiempos. Las moléculas que ingresan por la nariz -sean de las tostadas del desayuno o las heces que se acaban de pisar- estimulan un conjunto específico de células receptoras que disparan una señal eléctrica que viaja hasta el cerebro, hasta llegar a una región muy cerca del núcleo de control de las emociones y de la memoria. Además de la acción (esperable) de oler, recrea momentos del pasado. No sé qué tan automático pueda ser esto en una persona con olfato. A mí, por ejemplo, me da asco la sopa. Me revuelve el estómago desde que mi abuela hacía un caldo cargado de vegetales. En mi recuerdo solo veo el plato con cosas verdes flotando, pero no tengo ni idea de cómo olía eso. No hay ningún olor que me transporte a ese momento. Mis viajes al pasado son incompletos.
“Me gusta pensar en los olores como si fuesen especies en extinción. Hay miles de millones de olores que hemos perdido: olores que no conocemos y olores que quizás en este momento, en un incendio en Australia o en la Amazonía, se estén perdiendo para siempre”, me cuenta Kukso. Lo dice con un dejo de tristeza. Los “olores no se fosilizan”; es decir, hoy sabemos cuánto medían o cuánto comían los dinosaurios, pero no tenemos ni idea de cómo olían.
Pero, en este punto -lo que perdemos- no me sensibiliza tanto. No tengo verdadera conciencia de los olores que he perdido -el “olor a mar” cuando, de todas formas, puedo ver el mar- o los olores que puedo perder -el “olor a koala”; obviamente, nunca tuve un koala- porque he vivido así toda la vida. Es como no haberse enamorado nunca. ¿Cómo vas a saber que el amor puede dolerte? Más cuando leo que existen las velas con aroma a la vagina de Gwyneth Paltrow.
Los olores, en definitiva, “son información”. Agrega Kukso: “Oler una persona, una fruta, el fuego… nos trasmite información. Al oler a una persona podemos saber qué edad tiene, qué come, cuáles son sus hábitos higiénicos. El olor es un factor importante para conocer el mundo y compone nuestra biografía”.
Yo doy esa información al resto del mundo -espero que, en general, sea buena porque, sí, en eso las notas fatalistas tienen razón: los anósmicos siempre tenemos la inseguridad de si estaremos oliendo bien; si no lo es, bueno, lo lamento-, pero no la recibo. Mi nariz no es un pasaporte químico. Y está bien. No me ha arruinado la vida. Pero sí sería lindo tener en la memoria el olor a bebé de mi hija recién nacida.
Los olores son políticos
Los olores, para Federico Kukso, son parte del “patrimonio intangible de la humanidad”. Alfombras mágicas que nos hacen viajar a otros lugares. En el Río de la Plata, por ejemplo, reina el olor de la yerba mate -no sé cómo huele-. “Demarcan la sensibilidad olfativa de la época”, apunta. Otro ejemplo: antes eran más comunes los puestos de flores en la calle; hoy es más común oler de los gases de los caños de escape. Pero también existen los olores “políticos” o “morales”, en especial aquellos que hablan del “mal olor” de los otros: los nazis hablaban del “olor a judío”, los japoneses describían a los holandeses como “manteca rancia” y muchos hablan del “olor a pobre” al tomarse un ómnibus lleno. Cada sociedad define cuáles son los olores “buenos” y cuáles son los “malos”. “Se usa ‘catinga’ para denominar al olor ‘desagradable’ de afrodescendientes. Se habla como si el olor no fuese una característica fisiológica y química, sino que fuera una carga moral y social. Los olores delimitan grupos sociales”, explica.
Depresión, ansiedad y hasta mal de Alzheimer
No todas las personas tienen la misma capacidad olfativa. Estudios demostraron que las mujeres detectan mejor los olores que los hombres y, entre ellas, las que huelen mejor son las embarazadas. “La capacidad cambia con la edad. Se estima que hay un pico entre los 30 y los 40 años. A medida que uno va creciendo huele menos”, explica Federico Kukso, autor de Odorama. La pérdida de la capacidad de oler está relacionada con posible emergencia de Alzheimer porque el olfato está relacionado con el centro de la memoria. También podría intervenir en el desarrollo de la Enfermedad de Parkinson y en la depresión. La anosmia también provoca ansiedad social.
¿A qué huele el gas?
En Odorama, el autor recuerda que el acto de oler es producto de millones de años de evolución. “Encontramos posibles amenazas a nuestra salud en ciertos olores repugnantes como el olor a comida podrida, a cuerpos en descomposición, a excremento: desde que somos chicos somos socializados en un ‘gusto’ nasal, en lo que nuestra cultura considera que huele bien o mal”, escribe Federico Kukso. ¿Qué hago yo ante tales situaciones? Bueno, no huelo el gas ni la comida quemada ni la comida podrida. En casa dependo de mi hija, la que, por suerte, no heredó el mal olfato de su madre. Hasta ahora no hemos tenido ningún accidente ni enterocolitis por mi culpa.