En nuestro país la denominada “regla fiscal” se ha considerado, desde hace cierto tiempo, un asesoramiento profesional que debería ayudar a la conducción económica a lograr un camino sin pausa para reducir el desequilibrio de las finanzas públicas y así —supongo—, hacer compatible el manejo de la política fiscal con el de las otras políticas macroeconómicas, para la estabilidad de precios y el crecimiento económico.
La ilusión de que esa regla bastaría para que una administración económica sea cuidadosa y eficiente en el manejo de sus gastos y en el de sus ingresos, como para lograr ese camino al equilibrio financiero y macroeconómico general —algo que debería ocurrir naturalmente—, no se ha concretado: la diferencia declinante entre ingresos y gastos no se ha logrado. Entre otras en general —económicas y sociales— una consecuencia ha sido que las futuras generaciones de uruguayos serán las que deberán enfrentar la carga inexorable del costo de una gestión fiscal que no le brinda a ellos, la parte de beneficios que pueda dar.
La razón de la afirmación anterior se debe a que los resultados fiscales, a pesar de la “regla fiscal” siguen siendo muy negativos: los desequilibrios entre ingresos y gastos no solo no se corrigen, sino que tampoco declinan.
Han existido razones exógenas y de otra naturaleza que han provocado la ineficacia de la “regla fiscal” para lograr sus objetivos, para que se concreten las recomendaciones que contiene. La inoperancia de su contenido, de sus recomendaciones, se refleja en la continuidad de resultados negativos que evidencian su inutilidad. Mientras se continúen encontrando razones exógenas o no para esa ineficacia, no habrá contribución alguna a la gestión natural de quienes se encargan de administrar ingresos y gastos del sector público no financiero.
Cuando se observan los resultados que han tenido los esfuerzos fiscales de muchos años para alcanzar objetivos asignados al gasto público como los referidos a la educación, la salud, la seguridad y otros por el estilo, se concluye que el gasto público ha llevado a desequilibrios financieros crecientes pese a los reiterados aumentos de la presión tributaria. Y la evidencia la muestra el corolario inevitable: el crecimiento que ha tenido el endeudamiento del sector público no financiero —el sector público global incluido el BPS— para cubrir sus mayores egresos que ingresos, para cubrir el déficit fiscal. Un endeudamiento que —reitero—, deberá ser pagado por futuras generaciones que no obtienen beneficio alguno por el castigo del repago en el que deben y deberán incurrir.
El endeudamiento del sector público no financiero se ha duplicado en los últimos diez años —desde 2014— y ha crecido 50% en los últimos cuatro años y medio —desde 2019— a un monto que a junio de este año alcanzaba a 46.661 millones de dólares. En términos relativos a la producción de bienes y de servicios (PIB), desde diciembre de 2019 el endeudamiento ha subido de casi 52% a algo más de 58% del PIB.
Los resultados señalados apuntan a una situación fiscal que se financia con endeudamiento creciente y que la “regla fiscal” no ha tenido, hasta el momento y pese a la reiteración de su existencia y hasta de su necesidad, eficacia alguna para reducirlos ni para marcar un sendero declinante que pueda justificarla.
Si bien la “regla fiscal” se refiere al sector público no financiero, se debe señalar la existencia de otro déficit que contribuye año a año al aumento del déficit total del sector público y al aumento permanente de la deuda pública global. Se trata del déficit y del endeudamiento del Banco Central, por el desequilibrio monetario negativo creciente como contraparte de su política monetaria con fines antiinflacionarios. Se trata de un déficit que debe cubrir a través del aumento del endeudamiento en letras de regulación monetaria que generan intereses en aumento. Ese endeudamiento, cuyo monto es de 9.413 millones de dólares, se agrega al del sector público no financiero por lo que a junio de este año el total de la deuda pública llega a 56.074 millones de dólares, casi 70% del PIB.
Es indudable que cualquiera sea la próxima administración de gobierno deberá disminuir —con o sin “regla fiscal”—, la tasa a la que crece la deuda del sector público no financiero, lo que implica mejorar el resultado fiscal y sin apelar a una política tributaria más restrictiva —como se procedió desde 2007 (IRPF, IASS)—, pues si así no fuera, eso se reflejaría en menor recaudación por reducción del consumo privado y menor inversión privada. La reducción del déficit debe ser por disminución del gasto, eliminando ineficiencias y erogaciones innecesarias y mejorando la eficiencia del gasto subsistente.
El abatimiento del déficit del sector público financiero —el del Banco Central — debe darse por disminución de la emisión de letras de regulación monetaria y las presiones inflacionarias que puedan surgir neutralizarlas, también, con una reducción del gasto público.
En definitiva, reducir el déficit fiscal para evitar el crecimiento permanente y creciente de la deuda pública requiere una política fiscal restrictiva por el lado del gasto —disminuyéndolo y haciéndolo más eficiente— sin modificar al alza a la presión tributaria. La aplicación de este tipo de política fiscal será, es bueno reconocerlo, muy cuestionada. Pero no hay mejor forma que la indicada, haya o no “regla fiscal”.