Aprendamos a dejar de preocuparnos y a amar la deuda

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Endeudarse no es problema para Estados Unidos, con las bajas tasas de interés de la actualidad y las imperiosas necesidades de inversión.

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En medio de todos esos giros tormentosos en la política estadounidense de los últimos diez años, ha habido una constante: la postura del Partido Republicano en materia de la deuda pública. El partido considera que los niveles elevados de deuda son una amenaza existencial, si un demócrata está en la Casa Blanca. Si un presidente republicano incurre en déficits considerables, pues bueno, como supuestamente dijo el director presupuestal de Donald Trump a los reporteros el año pasado: “a quién le importa”.

Así que es casi seguro que en cuanto Joe Biden tome protesta como presidente, de nuevo escucharemos las diatribas de muchos republicanos honrados sobre los males de pedir prestado. Lo que está en duda es si veremos una repetición de lo que pasó durante los años de Obama, cuando muchos centristas —y buena parte de los medios noticiosos— tomaron en serio a evidentes charlatanes presupuestarios y se unieron al coro de catastrofistas.

Esperemos que no. Porque la verdad es que hemos aprendido mucho sobre la economía de la deuda pública en los últimos años, lo suficiente como para que Olivier Blanchard, el ilustre ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional, hable de un “cambio de paradigma presupuestario”. Y el nuevo paradigma sugiere que la deuda pública no es un problema importante y que el endeudamiento gubernamental para los fines correctos en realidad es lo que corresponde hacer si se quiere actuar con responsabilidad.

¿Por qué los economistas cambiaron de opinión sobre la deuda? Parte de la respuesta es que hemos descubierto algunas cosas sobre cómo funciona el mundo; el resto de la respuesta es que el mundo ha cambiado.

Hace nueve o diez años tenía sentido preocuparse de que una crisis financiera en Grecia pudiera dar lugar a una crisis de deuda en otros países (aunque yo nunca lo creí). Sin embargo, resultó que la lista completa de países que acabaron como Grecia incluyó a… Grecia. Lo que por un momento pareció una propagación de los problemas al estilo griego por todo el sur de Europa resultó ser un pánico temporal de los inversionistas, que pronto terminó con la promesa del Banco Central Europeo de que, de ser necesario, prestaría dinero a los gobiernos con un déficit de efectivo.

Dicho de otro modo, aquellas advertencias funestas que solíamos escuchar (y que pronto volveremos a oír) de que Estados Unidos estará ante un desastre inminente una vez que la deuda pública cruce un umbral peligroso siempre estuvieron equivocadas. Ni estuvimos ni estamos remotamente cerca de ese tipo de crisis y tal vez nunca lo estaremos.

¿Y qué hay del largo plazo? ¿Acaso la deuda no impone una carga a las futuras generaciones, que tendrán que gastar dinero, al que podría habérsele dado un mejor uso, para pagar los intereses?

Aquí es donde se vuelve fundamental entender que el mundo cambió: las tasas de interés son mucho más bajas que en el pasado y todo parece indicar que permanecerán así en los años próximos.

Un indicador clave es la tasa de interés real (la tasa de interés menos la inflación, que es una mejor medida de los verdaderos costos de los préstamos que la tasa básica) sobre los bonos gubernamentales a largo plazo. En promedio, la tasa real de los bonos a 10 años fue de alrededor del 4% en la década de los noventa; en los últimos diez años, dicha tasa ha sido, en general, inferior al 1%, y a veces ha sido negativa.

¿Por qué las tasas de interés están tan bajas? Es una larga historia, posiblemente relacionada con la demografía y la tecnología. En esencia, el sector privado no parece ver muchas oportunidades de inversión productiva y los ahorradores sin más opciones de inversión están dispuestos a comprar deuda pública, aunque no pague muchos intereses. El punto importante para el debate actual es que los costos de los préstamos gubernamentales ahora son muy bajos y es probable que se mantengan así durante mucho tiempo.

En consecuencia, la carga de la deuda —que de todos modos siempre se ha exagerado y malinterpretado— no es lo que solía ser. Una medida de cuánto han cambiado las cosas: en la víspera de la pandemia, la deuda federal como porcentaje del producto interno bruto era del doble de su nivel en el año 2000. Sin embargo, los pagos de intereses federales como porcentaje del PIB, de hecho, eran bajos.

La conclusión es que la deuda gubernamental sencillamente no es gran cosa en la actualidad. Lo cual nos lleva de regreso a la política.

Biden prometió “reconstruir mejor”, una consigna que se traduce en propuestas para gastar grandes sumas en infraestructura, políticas climáticas, educación y más, en su mayoría, con dinero prestado. Y, en términos generales, es lo correcto; puede que las empresas solo vean que su inversión tiene rendimientos limitados, pero necesitamos desesperadamente más inversión pública, en toda la extensión de la palabra (por ejemplo, que incluya gasto en los niños).

A pesar de ello, seguramente los republicanos se opondrán a estas propuestas. De hecho, si conservan el control del Senado, puede que hagan lo que le hicieron a Barack Obama y traten de obligar a Biden a recortar el gasto. Y justificarán su intransigencia despotricando contra los males de la deuda.

Entonces, ¿qué tanto deberíamos rechazar este intento predecible de obstaculizar la agenda de Biden? Será tentador subrayar la hipocresía republicana, pero todos sabemos que el mayor problema con la política del miedo a la deuda que se avecina no es la hipocresía ni la mala fe, sino el hecho de que, de fondo, está mal.

Porque teniendo en cuenta lo que hemos aprendido y dónde estamos, está claro que el gobierno estadounidense debería hacer una inversión considerable en el futuro de la nación y que está bien —de hecho, es deseable— pedir prestado el dinero que necesitamos para hacer esas inversiones. En otras palabras, para actuar de manera responsable, debemos dejar de preocuparnos y aprender a amar la deuda.

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